—Me gustaría ofrecerle algún lujo terrestre —dijo Gottstein—, pero, por principio, no se me ha permitido traer ninguno. A las buenas gentes de la Luna les molestan las barreras artificiales impuestas por un tratamiento especial a los hombres de la Tierra. Es mejor no ofender su sensibilidad y adaptarse en lo posible a las costumbres selenitas, aunque me temo que nunca podré andar como ellos. Esta maldita gravedad suya es infernal.
El terrestre contestó.
—Lo mismo me ocurre a mí. Le felicito por su nombramiento.
—Aún no es oficial, señor.
—Pues le felicito por adelantado. Pero no puedo comprender el motivo de que quiera usted verme.
—Hicimos el viaje juntos. Llegamos no hace mucho en la misma nave.
El terrestre esperó, cortésmente. Gottstein prosiguió:
—Además, yo le conozco a usted de antes. Nos vimos, de una manera fugaz, hace algunos años.
El terrestre dijo en voz baja:
—Siento no recordarlo…
—No me sorprende. No tiene por qué recordarme. Yo estuve durante algún tiempo a las órdenes del senador Burt, que era jefe (de hecho, aún lo es) del Comité de Tecnología y el Medio Ambiente. En aquella época parecía muy empeñado en saldar una cuenta pendiente con Hallam, Frederick Hallam.
De improviso, el terrestre se enderezó en su silla.
—¿Conoce usted a Hallam?
—Es la segunda persona que me lo pregunta desde mi llegada a la Luna. Si, le conozco, aunque no íntimamente. Soy amigo de otros que le conocen. Por extraño que parezca, su opinión solía coincidir con la mía. Pese a ser una persona idolatrada en apariencia por todo el planeta, Hallam inspiraba pocas simpatías en las personas que le conocían.
—¿Pocas? Yo diría que ninguna —dijo el terrestre.
Gottstein hizo caso omiso de la interrupción.
—En aquella época, mi trabajo (o, por lo menos, la tarea que me encomendó el senador) consistía en investigar la Bomba de Electrones y cuidar de que su mantenimiento no fuese acompañado de un despilfarro indebido y de un provecho personal. Se trataba de una cuestión ineludible para un comité que era esencialmente de vigilancia, pero dicho sea entre nosotros, el senador tenía la esperanza de dar con algo que desprestigiase a Hallam. Deseaba restringir la autoridad que aquel hombre estaba adquiriendo en el campo científico. Pero en esto fracasó.
—Obviamente. Hallam es ahora más poderoso que nunca.
—No había ningún fallo importante y nada en absoluto que pudiera perjudicar a Hallam. Es un hombre de una honradez a toda prueba.
—En ese sentido, no lo pongo en duda. El poder tiene su propio mercado de valores, que no se miden siempre con billetes.
—Pero lo que más me interesó por aquel entonces, aunque era algo cuya pista no pude seguir, fue encontrar a alguien que no atacase el poder de Hallam, sino la Bomba de Electrones. Yo estuve presente en la entrevista, pero no la dirigí. Usted era aquel hombre, ¿verdad?
El terrestre dijo con cautela:
—Recuerdo el incidente al que se refiere, pero sigo sin acordarme de usted.
—Me pregunté entonces cómo era posible que alguien se opusiera a la Bomba de Electrones sobre una base científica. Usted me impresionó lo suficiente para que, a bordo de la nave, le reconociera de un modo vago; y después, lo he recordado todo. No he consultado la lista de pasajeros, pero déjeme confiar en mi memoria. ¿No es usted Benjamin Andrew Denison?
El terrestre suspiró.
—Benjamin Allan Denison. Sí, soy aquel hombre, pero ¿por qué remover ahora este asunto? La verdad es, Comisionado, que no me gustaría desenterrar el pasado. Me encuentro aquí, en la Luna, y deseo empezar de nuevo, y desde el principio, si es necesario. Maldita sea, incluso he llegado a considerar un cambio de nombre.
—No le hubiera servido de nada. Fue su rostro lo que recordé. No tengo nada que objetar contra su nueva vida, doctor Denison, ni pienso inmiscuirme en ella. Pero me gustaría hacerle algunas preguntas por motivos que no le conciernen directamente. No recuerdo con exactitud por qué se oponía a la Bomba de Electrones. ¿Puede decírmelo?
Denison bajó la cabeza. El silencio se prolongó y el Comisionado no hizo nada para interrumpirlo. Incluso reprimió un pequeño carraspeo.
Denison dijo:
—En realidad, no era nada. Sólo algo que intuí un temor acerca de la alteración en la intensidad del potente campo nuclear. ¡Nada!
—¿Nada? —Ahora sí que Gottstein se permitió el carraspeo—. Le ruego que no se moleste si trato de comprender esta cuestión. Ya le he dicho que entonces usted despertó mi interés. Era incapaz de comprender de qué se trataba y dudo de que ahora pudiese encontrar la información en los archivos. Todo está clasificado; el senador no hizo muy buen papel y no quiso ninguna publicidad. Sin embargo, recuerdo algunos detalles. Hubo un tiempo en que usted fue colega de Hallam; no era físico.
—No. Era radioquímico, y él también.
—Interrúmpame si me equivoco: el historial de usted era muy bueno, ¿verdad?
—Había criterios objetivos a mi favor. Yo no era ninguna lumbrera, pero trabajaba con eficiencia.
—Es asombroso cómo lo voy recordando. Hallam, en cambio, no era eficiente.
—No mucho.
—Y sin embargo, después las cosas se pusieron en contra de usted. De hecho, cuando le entrevistamos (creo que usted se ofreció para vernos), trabajaba para un fabricante de juguetes.
De artículos de cosmética —corrigió Denison, con voz apagada—. Cosmética para hombres. Lo cual no me ayudó a conseguir que me hicieran caso.
—No, claro. Lo siento. Era usted un vendedor.
—Jefe de ventas. Y seguía trabajando con eficiencia. Llegué a vicepresidente antes de renunciar a todo y venir a la Luna.
—¿Hallam tuvo algo que ver en ello? Quiero decir, en su decisión de abandonar la ciencia.
—Comisionado, se lo ruego —dijo Denison—. Todo esto ya no tiene importancia. Yo estaba allí cuando Hallam descubrió la conversión del tungsteno y así empezó la serie de acontecimientos que desembocaron en la Bomba de Electrones. No puedo decir lo que hubiera sucedido exactamente de no haber estado yo allí, Hallam y yo podríamos haber muerto envenenados por la radiación un mes después, o a causa de una explosión nuclear seis semanas más tarde. No lo sé. Pero el hecho es que yo estaba allí, y por esto Hallam ha llegado a ser lo que es, y también por esto, yo he llegado a ser lo que soy. Al diablo con los detalles. ¿Le basta con esto? Porque no añadiré nada más.
—Creo que me basta. ¿Sentía usted, pues, un rencor personal hacia Hallam?
—Yo diría que no le tenía mucho afecto en aquellos días. Y sigo sin tenérselo.
—¿Podría ser, entonces, que su objeción a la Bomba de Electrones fuese inspirada por su deseo de destruir a Hallam?
—Me opongo a este interrogatorio —dijo Denison.
—¡Por favor! Nada de lo que le pregunto va a ser utilizado contra usted. Es sólo para informarme, porque me preocupa la Bomba de Electrones y unas cuantas cosas más.
—Bien, supongo que no debemos descartar una especie de complicación emocional. Gracias al hecho de que detestaba a Hallam, yo estaba dispuesto a creer que su popularidad y su grandeza tenían una base falsa. Pensé en la Bomba de Electrones con la esperanza de encontrar un fallo.
—¿Y por consiguiente, lo encontró?
—No —subrayó Denison con fuerza, descargando un puñetazo sobre el brazo de la silla, después de lo cual se levantó por el ímpetu de su reacción—. No por consiguiente. Encontré un fallo, pero era auténtico, o así lo consideré yo. Le aseguro que no me limité a inventar un fallo para poner la zancadilla a Hallam.
—No hablamos de inventar, doctor —suavizó Gottstein—. Jamás se me ocurriría sugerirlo. No obstante, todos sabemos que al tratar de determinar algo que se halla en la frontera de lo desconocido es necesario hacer suposiciones. Las suposiciones pueden hacerse sobre una vaga área de incertidumbre, y empujarlas en una u otra dirección con perfecta honradez, pero de acuerdo con… con las emociones del momento. Tal vez usted hizo sus suposiciones sobre el borde anti-Hallam de lo posible.
—Esta discusión es inútil, señor. En aquel entonces creí tener un argumento válido. Sin embargo, no soy físico. Soy (era) radioquímico.
—Hallam era también era radioquímico, pero ahora es el físico más famoso del mundo.
—Sigue siendo radioquímico, y con un retraso de un cuarto de siglo.
—Contrariamente a usted, que ha trabajado con firmeza hasta convertirse en físico.
Denison le miró fijamente.
—Ha investigado a fondo respecto a mí.
—Ya se lo he dicho: usted me impresionó. Es asombroso cómo voy recordando. Cambiaré un poco de tema. ¿Conoce a un físico llamado Peter Lamont?
—Algo, adujo Denison, lacónico.
—¿Diría usted de él que también es eficiente?
—No le conozco lo bastante para decirlo, y detesto abusar de esta palabra.
—¿Diría usted que sabe de qué está hablando?
—Salvo información en sentido contrario, yo diría que sí.
Con cuidado, el Comisionado se apoyó en el respaldo de su asiento. Parecía frágil, y en la Tierra no hubiese soportado su peso. Interrogó:
—¿Le importaría decirme cómo conoció a Lamont? ¿O fue sólo de oídas? ¿Se conocieron personalmente?
Denison repuso.
—Hablamos algunas veces. Tenía el plan de escribir una historia de la Bomba de Electrones; cómo empezó; un relato completo de su legendario desarrollo. Me halagó que Lamont viniese a verme y parecía haber descubierto algo sobre mí. Maldita sea, Comisionado, me halagó que supiera que yo vivía. Pero no pude decirle gran cosa. ¿De qué hubiera servido? No me hubiese granjeado más que burlas y estaba harto de ellas, harto de cavilar, harto de compadecerme a mí mismo.
—¿Sabe algo de lo que Lamont ha estado haciendo durante estos últimos años?
—¿A qué se refiere exactamente, Comisionado? —preguntó Denison, con cautela.
—Hace un año, tal vez un poco más, Lamont fue a hablar con Burt. Yo ya no trabajo para el senador, pero nos vemos de vez en cuando. Me comentó la entrevista; estaba preocupado. Pensaba que Lamont podía tener algún argumento válido contra la Bomba de Electrones, pero no veía un sistema práctico de enfocar el asunto. Yo también estaba preocupado.
—Preocupación general —dijo Denison, con sarcasmo.
—Pero ahora yo me pregunto: si Lamont habló con usted y…
—¡Basta! Basta. Comisionado, no siga. Creo que comprendo adónde quiere ir a parar y no quiero que siga por este camino. Si espera que yo le diga que Lamont me robó la idea, que una vez más estoy siendo maltratado, se equivoca. Permítame decirle y recalcarle de nuevo que yo no tenía una teoría válida. Era sólo intuición. Me preocupaba; la presenté y no me creyeron, me la quitaron de la cabeza. Puesto que no tenía medios de demostrar su valor, renuncié a ella. No la mencioné en mi conversación con Lamont; no pasamos de los primeros días de la Bomba. Lo que él descubrió después, por mucho que se pareciese a mi teoría, fue una idea independiente. Creo que es mucho más sólida y está basada en un riguroso análisis matemático. No pretendo tener ninguna prioridad: ninguna.
—Por lo visto, usted conoce la teoría de Lamont.
—Hace unos meses corrió de boca en boca. Lamont no puede publicar nada y nadie le toma en serio, pero todos discutieron su idea. Incluso llegó a mis oídos.
—Comprendo, doctor. Pero yo sí que le tomo en serio. Tenga en cuenta que para mí era el segundo aviso. El informe del primer aviso (el de usted) no llegó a manos del senador. No se refería a irregularidades financieras, que entonces constituían su preocupación. El jefe del equipo investigador (que no era yo) lo consideró (con perdón) una estupidez. Yo, no. Cuando la cuestión volvió a surgir, me puse nervioso. Tenía la intención de ir a ver a Lamont, pero varios físicos a quienes consulté…
—¿Incluyendo a Hallam?
—No, no hablé con Hallam. Aquellos a quienes consulté me dijeron que el trabajo de Lamont carecía de todo fundamento. Incluso entonces seguí opinando que debía ir a verle, pero en seguida me pidieron que ocupase este puesto, y aquí estoy, y aquí está usted. Comprenderá, pues, por qué tenía que verle. Según su opinión, ¿hay algún mérito en las teorías suyas y en las del doctor Lamont?
—¿Se refiere a si el uso continuado de la Bomba de Electrones va a hacer explotar el sol o tal vez la franja entera de la Galaxia?
—Sí, eso es exactamente a lo que me refiero.
—¿Cómo puedo decírselo? No tengo más que mi intuición, que se reduce a esto: a una intuición. En cuanto a la teoría de Lamont, no la he estudiado con detalle; no ha sido publicada. Si la leyera, es posible que no comprendiese la parte matemática. Además, ¿qué importa? Lamont no convencerá a nadie. Hallam le ha destruido del mismo modo que antes me destruyó a mí, y el público en general, incluso aunque Lamont consiguiera pasar por encima de Hallam, consideraría que creerle va en contra de sus intereses inmediatos. No quieren renunciar a la Bomba, y es mucho más fácil negarse a aceptar la teoría de Lamont que intentar hacer algo al respecto.
—Pero usted sigue preocupado por ello, ¿verdad?
—Naturalmente, en el sentido de que creo que podemos causar nuestra propia destrucción y, por supuesto, no me gustaría que ocurriera.
—De manera que ahora ha venido a la Luna a hacer algo que Hallam, su antiguo enemigo, le impediría hacer en la Tierra.
Denison dijo, lentamente:
—A usted también le gusta intuir las cosas.
—¿Lo cree así? —replicó Gottstein, con indiferencia—. Quizá yo también soy inteligente. ¿Es correcta mi intuición?
—Puede serlo. No he renunciado a la esperanza de volver a dedicarme a la ciencia. Si puedo hacer algo que evite la destrucción de la humanidad, ya sea demostrando que no existe el peligro, ya sea demostrando que existe y que ha de ser conjurado, me sentiría satisfecho.
—Comprendo. Doctor Denison, cambiando de tema, mi predecesor, el Comisionado Montes, me ha dicho que el desarrollo de la ciencia tiene lugar aquí, en la Luna. Al parecer opina que una cantidad desproporcionada de cerebros e iniciativa humana se encuentra aquí.
—Puede ser cierto —dijo Denison—. No lo sé.
—Puede ser cierto —repitió Gottstein, pensativo—. Si lo es, ¿no se le ocurre que esto puede ser un inconveniente para su propósito? Haga lo que haga, los hombres pueden decir y pensar que ha sido realizado a través de la estructura científica lunar. Usted, personalmente, podría ganar muy poca celebridad, por valiosos que fueran los resultados que presentase. Lo cual, por supuesto, sería una injusticia.
—Estoy cansado de esta carrera por la celebridad, Comisionado Gottstein. Yo quiero algún interés en la vida, más interés del que puedo encontrar como vicepresidente de los Depilatorios Ultrasónicos. Lo encontraré si vuelvo a dedicarme a la ciencia. Si consigo algo valioso a mis propios ojos, estaré satisfecho.
—Digamos, pues, que yo lo consideraría insuficiente. Sus méritos han de ser reconocidos, y sería muy posible para mí, como Comisionado, presentar los hechos a la comunidad terrestre de modo que usted recibiera lo que le pertenece. Estoy seguro de que es usted lo bastante humano para querer lo que le pertenece.
—Muy bondadoso por su parte. ¿Y a cambio?
—Muy cínico por la suya. Pero tiene razón. A cambio, necesito su ayuda. El Comisionado saliente, señor Montes, no conoce con exactitud las vertientes de la investigación científica que se está realizando en la Luna. La comunicación entre los pueblos de la Tierra y la Luna no es perfecta, y el esfuerzo coordinado de ambos mundos resultaría muy beneficioso para todos. Es comprensible que exista la desconfianza, supongo, pero si usted puede hacer algo que elimine esta desconfianza, será tan valioso para nosotros como lo serían sus descubrimientos científicos.
—Seguramente, Comisionado, no se imaginará usted que soy el hombre ideal para convencer a los selenitas de la bondad y la justicia de la ciencia terrestre.
—No debe usted confundir a un científico vengativo con la totalidad de los habitantes de la Tierra, doctor Denison. Planteémoslo de la siguiente manera: yo le agradecería que me tuviese al corriente de sus descubrimientos científicos para que pueda ayudarle a obtener su justa parte del mérito; y con el fin de comprender sus descubrimientos en todo su valor (recuerde que no soy un científico profesional), sería conveniente que usted me los explicase en el contexto del actual estado de la ciencia en la Luna. ¿De acuerdo?
Denison contestó:
—Me pide algo muy difícil. Los resultados preliminares, revelados prematuramente, ya sea por descuido o por un exceso de entusiasmo, pueden perjudicar en grado sumo una reputación. Detestaría hablar de algo a alguien antes de estar seguro del terreno que piso. Mi anterior experiencia con el comité del que usted formaba parte, me aconseja ser precavido.
—Lo comprendo perfectamente —declaró Gottstein, con tono sincero—. Dejo a su discreción el momento apropiado para informarme… Pero ya le he retenido demasiado y me temo que usted necesite dormir.
Era una despedida. Denison se fue y Gottstein le siguió con la mirada pensativa.