—¡Hola! —saludó Selene alegremente.
El terrestre se volvió y la reconoció casi en seguida.
—¡Selene! ¿Acierto? ¿Es usted Selene?
—¡Acierta! Y lo ha pronunciado bien. ¿Se divierte?
El terrestre asintió con seriedad.
—Mucho. Me estoy dando cuenta de que el nuestro es un siglo único. Hace poco tiempo que estaba en la Tierra, hastiado de mi mundo, hastiado de mí mismo. Entonces pensé: «Si esto me hubiese sucedido hace cien años, el único modo de abandonar este mundo hubiera sido muriéndome, pero ahora…, ahora puedo ir a la Luna» —sonrió, pero sin auténtica alegría.
—¿Es más feliz ahora que está en la Luna? —inquirió Selene.
—Un poco más. —Miró en torno suyo—. ¿No tiene un enjambre de turistas a quienes cuidar?
—Hoy no —repuso ella con animación—. Es mi día libre. Incluso es posible que me tome dos o tres. Este trabajo es muy aburrido.
—Entonces, vaya fastidio, tropezar con un turista en su día libre.
—No he tropezado con usted, he venido en su busca. Y me ha costado mucho. No debería vagar por ahí solo.
El terrestre la miró con interés.
—¿Por qué ha de buscarme? ¿Le gustan los terrestres?
—No —contestó ella con espontánea franqueza—, estoy harta de ellos. Los detesto por principio, y estar constantemente en su compañía a causa de mi trabajo no hace más que empeorar las cosas.
—Y no obstante, viene en mi busca, y por nada del mundo (de la Luna, mejor dicho) voy a creer que me considera joven y guapo.
—Aunque lo fuera, no serviría de nada. Los terrestres no me interesan; y esto todos, menos Barron, lo saben muy bien.
—Entonces, ¿por qué me ha buscado?
—Porque hay otras clases de interés y porque Barron está interesado.
—¿Y quién es Barron? ¿Su amiguito?
Selene se echó a reír.
—Barron Neville. Es mucho más que un adolescente y mucho más que un amigo. Hacemos el amor cuando nos apetece.
—A eso me refería. ¿Tiene usted hijos?
—Un niño de diez años, que pasa la mayor parte del tiempo en el área reservada a los chicos. Para ahorrarle la siguiente pregunta, le diré que no es de Barron. Puede que tenga un hijo de Barron si todavía seguimos juntos cuando me asignen otro niño, si me lo asignan…, de lo cual estoy casi segura.
—Es usted muy franca.
—¿Con las cosas que no consideró secretas? Naturalmente… Ahora, ¿qué le gustaría hacer?
Habían estado caminando por un corredor de rocas de un blanco inmaculado, cuya superficie esmaltada estaba salpicada de oscuras muestras de «joyas lunares», muy abundantes por doquier en la superficie de la Luna. Selene parecía tocar apenas el suelo con sus sandalias; él llevaba botas de suela gruesa que contribuían con su peso a que caminar no le resultase una tortura.
El corredor era de una sola dirección. De vez en cuando pasaba por su lado algún pequeño coche eléctrico, absolutamente silencioso.
El terrestre preguntó.
—¿Qué le gustaría hacer ahora? Es una invitación muy atractiva. ¿Desea ponerme algunas condiciones de contorno para que no la ofenda con mis preguntas inocentes?
—¿Es usted físico?
El terrestre vaciló.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Para saber qué diría. Sé que lo es.
—¿Cómo?
—Nadie dice «condiciones de contorno» si no es físico. Especialmente, si lo primero que quiere ver de la Luna es el protón sincrotrón.
—¿Es por eso que ha venido a buscarme? ¿Porque supone que soy físico?
—Tal es el motivo de que Barron me enviase a buscarle. Porque él es físico. Yo he venido porque opino que usted es un terrestre muy poco vulgar.
—¿En qué sentido?
—En ninguno excesivamente halagador…, si lo que quiere son cumplidos. Es sólo porque me da la impresión de que no simpatiza con los terrestres.
—¿Cómo ha podido adivinarlo?
—Observé el modo en que miraba a los demás miembros del grupo. Aparte de que yo siempre adivino estas cosas. Los terrícolas que no simpatizan con los terrícolas son los que vienen a la Luna para quedarse. Lo cual me obliga a repetir la pregunta: ¿qué le gustaría hacer? Y le pondré las condiciones de contorno, que se refiere a los lugares que visitaremos.
El terrestre fijó su mirada en ella.
—Es muy extraño Selene. Es su día libre. Tiene un trabajo tan monótono que se alegra de poder dejarlo y desea prolongar su libertad dos o tres días más. Y pese a ello, se ofrece para seguir haciendo el mismo trabajo…, sólo por un poquito de interés.
—El interés es de Barron. Ahora está ocupado, y yo puedo sustituirle hasta que termine… Además, es diferente. ¿No lo comprende? En mi trabajo he de arrastrar a dos docenas de terrícolas… ¿Le molesta que emplease esta palabra?
—Yo no, si no la uso.
—Porque usted es de la Tierra. Hay terrestres que la consideran ofensiva y les molesta que la use un selenita.
—¿Un lunático?
Selene se ruborizó.
—Sí. A eso me refería.
—Pues no dejemos que las palabras nos ofendan. Siga, me estaba hablando de su trabajo.
—En mi trabajo he de evitar que se maten los terrícolas que están a mi cuidado, y he de llevarlos de un lado para otro, y hacer discursos, y procurar que coman y beban y se lo pasen bien. Contemplan sus vistas preferidas, se divierten, y yo tengo que ser terriblemente cortés y maternal.
—Espantoso —comentó el terrestre.
—Pero usted y yo podemos hacer lo que nos plazca, o por lo menos así lo espero, y usted está dispuesto a correr sus riesgos y yo tengo que elegir mis frases.
—Ya le he dicho que me puede llamar terrícola con impunidad.
—Muy bien. Y yo trabajaré en mi día libre. ¿Qué le gustaría hacer?
—Es fácil de contestar: ver el protón sincrotrón.
—Eso no. Tal vez Barron pueda arreglarlo después de haber hablado con usted.
—Bueno, si no puedo ver el sincrotrón, no sé qué otra cosa hay para ver. Sé que el radiotelescopio está en la otra cara y no creo que me ofrezca ninguna novedad… Sugiéramelo usted. ¿Qué es lo que ve un turista vulgar?
—Muchas cosas. Están las salas de algas…, no las instalaciones antisépticas, que ya habrá visto usted, sino las granjas. Sin embargo, el olor es algo fuerte en ellas y no creo que un terrícola (un terrestre) lo encuentre muy apetitoso. Ya tienen bastante trabajo con ingerir la comida.
—¿Le sorprende? ¿Ha probado alguna vez comida terrestre?
—No. Pero es probable que no me gustase. Todo es cuestión de costumbre.
—En efecto —suspiró el terrestre—. Si usted comiera un auténtico bistec, lo encontraría grasiento y fibroso.
—Podríamos ir a las afueras, donde se perforan los nuevos corredores en las rocas, pero usted necesitaría un traje protector especial… También están las fábricas.
—Elija usted, Selene.
—Lo haré, pero antes dígame algo, y que sea la verdad.
—No puedo prometerle nada sin saber de qué se trata.
—He dicho que los terrícolas que no simpatizan con los terrícolas suelen quedarse en la Luna. ¿Tiene usted el propósito de quedarse aquí?
El terrestre miró la punta de sus gruesas botas. Dijo:
—Selene, me ha costado mucho conseguir un visado para la Luna. Me dijeron que era demasiado viejo para venir y que si me quedaba durante algún tiempo, podía resultarme imposible volver a la Tierra. A lo cual yo respondí que mi plan era quedarme definitivamente en la Luna.
—¿No está mintiendo?
—Entonces no lo sabía seguro, pero ahora creo que me quedaré.
—Yo hubiera dicho que en estas circunstancias aún estarían menos dispuestos a dejarle marchar.
—¿Por qué?
—En general, a las autoridades terrestres no les gusta mandar a los físicos a la Luna con carácter permanente.
El terrestre apretó los labios.
—No tuve ningún problema a este respecto.
—Pues bien, si va a ser uno de los nuestros, creo que debería visitar el gimnasio. Los terrícolas casi siempre desean visitarlo, pero por regla general les disuadimos de ello, aunque no esté expresamente prohibido. Pero con los inmigrantes es distinto.
—¿Por qué?
—Bueno, por un lado, porque hacemos gimnasia desnudos, o casi desnudos. ¿Por qué no? —parecía agresiva, como cansada de tener que defenderse siempre—. La temperatura está controlada y el aire es limpio. Pero en presencia de los terrestres, la desnudez nos cohíbe. Algunos se escandalizan, otros se excitan, o ambas cosas a la vez. No vamos a vestirnos en el gimnasio sólo por su causa, ni tampoco queremos soportar sus miradas, así que no les dejamos entrar.
—¿Y en el caso de los inmigrantes?
—Ellos tienen que habituarse. Al final también optan por desnudarse. Y necesitan el gimnasio más que los selenitas nativos.
—Seré franco con usted, Selene. Frente a la desnudez femenina, yo también me excitaré. No soy lo suficientemente viejo para no inmutarme.
—Bueno, pues excítese —dijo ella con indiferencia—, pero para sus adentros. ¿De acuerdo?
—¿Tendremos que desnudarnos también nosotros? —la miró con divertido interés.
—¿Como espectadores? No. Podríamos hacerlo, pero no es necesario. Así, tan de pronto, usted se sentiría incómodo y no sería un espectáculo precisamente atractivo para nosotros…
—¡Caramba con su franqueza!
—¿Cree usted que lo sería? Diga la verdad. En cuanto a mí, no tengo intención de ponerle en una situación embarazosa por culpa de su erección. Por lo tanto, será mejor que sigamos vestidos.
—¿No habrá ninguna objeción? Me refiero a mi presencia como terrícola de aspecto poco atractivo.
—No, si yo estoy con usted.
—De acuerdo, entonces, Selene. ¿Está lejos?
—Ya estamos. Detrás de esa puerta.
—¡Ah!, así resulta que desde el principio, usted tenía la intención de traerme aquí.
—Pensé que sería interesante.
—¿Por qué?
Selene sonrió de repente.
—Una ocurrencia.
El terrestre meneó la cabeza.
—Estoy empezando a creer que usted nunca tiene ocurrencias. Déjeme adivinar. Si voy a quedarme en la Luna, necesitaré hacer ejercicio dé vez en cuando para mantener los músculos, los huesos y tal vez todos mis órganos en buenas condiciones.
—Exacto. Todos lo necesitamos, pero de modo especial, los inmigrantes de la Tierra. Llegará un día en que la gimnasia será un deber cotidiano para usted.
Cruzaron el umbral y el terrestre se quedó mirando de hito en hito.
—Este es el primer lugar que me recuerda a la Tierra.
—¿En qué sentido?
—Porque es grande. No imaginé que tuvieran habitaciones tan grandes en la Luna. Mesas, mobiliario de oficina, secretarias…
—Secretarias con los pechos desnudos —agregó Selene gravemente.
—Admito que este detalle no es nada terrestre.
—También tenemos un tubo de asas y un ascensor para los terrícolas. Hay muchas plantas… Espere aquí.
Se acercó a una mujer que estaba sentada ante una de las mesas más próximas, y le habló en voz baja y rápida mientras el terrestre lo contemplaba todo con sonriente curiosidad. Selene volvió.
—No hay problemas. Y por casualidad, vamos a ver una mêlée, y bastante buena: conozco los equipos.
—Este lugar es realmente impresionante.
—Si se refiere al tamaño, aún tendría que ser mayor. Tenemos tres gimnasios. Este es el más grande.
—Me satisface ver que en las espartanas condiciones de la Luna, puedan permitirse el lujo de desperdiciar tanto espacio en frivolidades.
—¡Frivolidades! —Selene parecía ofendida—. ¿Qué le hace pensar que son frivolidades?
—Una mêlée. ¿Qué clase de juego es?
—Podría llamarse un juego. En la Tierra lo practican como deporte: diez hombres juegan y diez mil los contemplan. No así en la Luna: lo que es frívolo para ustedes para nosotros es necesario… Por aquí; tomaremos el ascensor, lo cual tal vez signifique una corta espera.
—No he querido hacerla enfadar.
—No estoy enfadada, pero ha de ser razonable. Ustedes, los terrestres, han vivido adaptados a la gravedad de la Tierra durante los trescientos millones de años transcurridos desde que la vida pasó a tierra firme. Pueden prescindir del ejercicio. Nosotros no hemos tenido tiempo de adaptarnos a la gravedad de la Luna.
—Por su aspecto, yo diría lo contrario.
—Cuando se nace y se crece bajo la gravedad lunar, los huesos y los músculos son, como es natural, más finos y menos macizos que los de un terrícola, pero esto es superficial. No poseemos ni una sola función corporal, por sutil que sea: digestión, secreciones hormonales, que no esté mal ajustada a la gravedad y que no requiera un determinado régimen de ejercicio. Si hacemos que este ejercicio sea en forma de diversión y de juegos, no por ello podemos llamarlo frivolidades… Aquí está el ascensor.
El terrestre retrocedió con momentánea alarma, pero Selene dijo, con impaciencia residual, como si no sintiera la necesidad de explicarlo:
—Supongo que me dirá que parece una cesta de mimbre. Todos los terrestres que lo usan lo dicen. Con la gravedad lunar, no es necesario que sea más sólido.
El ascensor bajó lentamente. Eran los dos únicos ocupantes. El terrestre observó.
—Sospecho que no se utiliza mucho.
Selene volvió a sonreír:
—Acierta. El tubo de asas es mucho más popular y mucho más divertido.
—¿Qué es?
—Exactamente lo que el nombre implica… Ya hemos llegado. Sólo hemos bajado dos plantas… Es sólo un tubo vertical, con asas para agarrarse, que tira hacia abajo. No aconsejamos su uso a los terrícolas.
—¿Demasiado peligroso?
—No por sí solo. Se puede ir bajando por él como si fuera una escalera. Sin embargo, siempre hay adolescentes que bajan a velocidad considerable, y los terrícolas no saben cómo apartarse. Los choques son siempre desagradables. Pero con el tiempo aprenderá a usarlo… De hecho, lo que ahora va a ver es una especie de tubo grande diseñado para agarrarse.
Le condujo hasta una baranda circular en torno a la cual hablaba un grupo de personas. Todos iban más o menos desnudos. Abundaban las sandalias, así como una bolsa suspendida de un hombro. Algunos llevaban taparrabos. Uno de ellos estaba comiendo una pasta verdosa directamente de la lata. El terrestre arrugó un poco la nariz al pasar junto a él. Comentó.
—El problema dental debe ser grave en la Luna.
—Sí —convino Selene—. Si algún día nos lo permiten, lograremos una mandíbula desdentada.
—¿Ningún diente?
—Tal vez algunos. Quizá conservemos los incisivos y los caninos por razones de estética y para algún uso práctico. Además, son fáciles de limpiar. Pero ¿para qué queremos inútiles muelas? Son sólo una reliquia del pasado terrícola.
—¿Están haciendo progresos en esa dirección?
—No —repuso ella con aspereza—. La mutación genética es ilegal. La Tierra insiste en ello.
Se apoyó en la baranda.
—A esto lo llaman el terreno de juego de la Luna.
El terrestre miró hacia abajo. Era una gran abertura cilíndrica de paredes lisas y rosadas, con barras de metal dispuestas de un modo que se antojaba casual. A intervalos surgía una barra del cilindro y algunas alcanzaban la pared opuesta. Tendría unos ciento cincuenta metros de profundidad por quince de anchura.
Nadie parecía dedicar una atención especial al terreno de juego ni al terrestre. Algunos le habían mirado con indiferencia al verle pasar, advirtiendo que iba vestido y observando la disparidad de sus rasgos, pero en seguida desviaron la mirada. Unos cuantos saludaron con la mano a Selene antes de volverse, pero todos se volvieron. La actitud de indiferencia, por casual que fuese, no podía resultar más evidente.
El terrestre contempló la abertura cilíndrica. Al fondo se veían unas figuras esbeltas, achatadas al ser vistas desde arriba. Algunas lucían una franja de tela roja, otras azul. «Dos equipos», pensó. Era obvio que las franjas cumplían una función protectora, pues todos llevaban guantes y sandalias, y bandas protectoras en los codos y en las rodillas. Algunos también las llevaban en las caderas o alrededor del pecho.
—¡Oh! —murmuró—. Hay hombres y mujeres.
Selene dijo:
—En efecto. Los sexos compiten en igualdad de condiciones, pero se trata de evitar el movimiento incontrolado de partes que podrían obstaculizar la caída dirigida. En esto hay una diferencia sexual que también implica la vulnerabilidad al dolor. No es modestia.
—Creo que he leído algo sobre este juego —observó el terrestre.
—Es posible —dijo Selene con tono indiferente—, aunque no se publica gran cosa. No es que nosotros nos opongamos; es el gobierno de la Tierra, que prefiere dar el mínimo de publicidad a la Luna.
—¿Por qué, Selene?
—Usted es un terrestre, y lo ha de saber… Nosotros tenemos la teoría de que la Luna resulta incómoda para la Tierra, o al menos para su gobierno.
Ahora, por ambos lados del cilindro, dos personas ascendían rápidamente y, a lo lejos, sonaba un ligero redoble de tambores. Al principio, parecían que subían por una escalera, peldaño tras peldaño, pero su rapidez iba en aumento, y cuando llegaron a medio camino, sólo tocaban las barras al pasar, haciendo un ostentoso ruido de palmadas.
—En la Tierra no se podría hacer con tanta agilidad —dijo el terrestre con admiración—. Mejor dicho, sería imposible —rectificó.
—No es sólo la escasez de gravedad —observó Selene—. Inténtelo, si quiere comprobarlo. Requiere infinitas horas de práctica.
Los jugadores alcanzaron la baranda y saltaron, de modo que quedaron boca abajo. Realizaron una voltereta simultánea y empezaron a bajar.
—Pueden moverse con rapidez cuando quieren —comentó el terrestre.
—Sí… —ratificó Selene bajo los aplausos—. Creo que cuando los terrestres (me refiero a los verdaderos terrestres, a los que nunca han visitado la Luna) piensan en un paseo por la Luna, sólo ven la superficie y los trajes espaciales. Así se avanza con lentitud, naturalmente. La masa, junto con el traje espacial, es enorme, lo cual significa mucha inercia y poca gravedad para vencerla.
—Exacto —convino el terrestre—. He visto las clásicas películas de los primeros astronautas, que todos los niños ven en la escuela, y los movimientos parecen realizarse bajo el agua. La imagen se nos queda grabada, incluso después de enterarnos mejor.
—Le sorprendería ver la rapidez con que nos movemos actualmente por la superficie, pese a los trajes espaciales —dijo Selene—. Y aquí, bajo tierra, sin trajes, nos movemos con la misma rapidez que en la superficie terrestre. La falta de gravedad queda compensada por el uso apropiado de los músculos.
—Pero también saben moverse despacio. —El terrestre estaba contemplando a los acróbatas. Habían subido velozmente y ahora bajaban con lentitud deliberada. Flotaban, tocando las asas para demorar la caída, mientras que antes lo habían hecho para acelerar el ascenso. Llegaron al suelo y otros dos les reemplazaron, y después dos más, y todavía otros dos; alternándose las parejas de ambos equipos en la dura competición de habilidad.
Cada pareja subía al unísono. Cada pareja ascendía y caía de un modo cada vez más complicado. Una de ellas se soltó simultáneamente para cruzar el tubo con una baja parábola, el lado convexo hacia arriba, y al alcanzar el asa que el otro había abandonado, después de pasar muy juntos por el aire, sin llegar a rozarse. Esto mereció una gran ovación.
El terrestre dijo:
—Creo que me falta experiencia para apreciar cuáles son los movimientos más hábiles. ¿Son todos selenitas nativos?
—Tienen que serlo —repuso Selene—. El gimnasio está abierto a todos los ciudadanos de la Luna, y algunos inmigrantes lo hacen bastante bien. Sin embargo, para esta clase de virtuosismo es necesario haber nacido aquí. Sólo entonces se posee la adecuada adaptación física, mayor que la de los terrestres nativos, además de la preparación que reciben en la infancia. La mayoría de estos acróbatas no han cumplido dieciocho años.
—Me imagino que será peligroso, incluso con la gravedad lunar.
—No es raro que se rompan algún hueso. No creo que haya ocurrido nunca un accidente fatal, pero sí hubo un caso de columna vertebral rota y la consiguiente parálisis. Fue un accidente terrible; yo me contaba entre los espectadores… ¡Oh!, espere; ahora empiezan los saltos libres.
—¿Cómo?
—Hasta ahora han sido ejercicios establecidos. Los ascensos seguían una pauta determinada.
El sonido del tambor bajó de tono cuando un gimnasta subió y de pronto se lanzó al vacío. Se agarró con una sola mano a una barra transversal, describió un círculo con el cuerpo y la soltó.
El terrestre lo contempló con atención. Comentó:
—Asombroso. Sube por estas barras exactamente como un gibón.
—¿Un qué? —preguntó Selene.
—Un gibón. Una especie de mono; de hecho, el único simio que aún existe en estado salvaje. Ellos… —advirtió la expresión de Selene y añadió—: No lo he dicho como un insulto, Selene; son animales muy ágiles.
Selene murmuró, con el ceño fruncido:
—He visto fotografías de monos.
—Es probable que no haya visto gibones en acción… Yo diría que si los terrícolas llamasen «gibones» a los selenitas en sentido insultante, tendría más o menos el significado que ustedes le dan a «terrícola». Pero yo no lo he dicho en este sentido.
Se apoyó con ambos codos en la baranda y contempló los ejercicios. Era como ver bailar en el aire. Preguntó:
—¿Cómo tratan en la Luna a los inmigrantes de la Tierra, Selene? Me refiero a los inmigrantes que piensan quedarse toda la vida. Puesto que carecen de las habilidades auténticamente selenitas…
—Esto no importa. Los inmis son ciudadanos. No hay discriminación, ninguna discriminación legal.
—¿Qué significa eso de ninguna discriminación legal?
—Usted mismo acaba de decirlo. Hay cosas que no pueden hacer. Existen diferencias. Sus problemas médicos son diferentes y, en general, su historial clínico es peor. Si vienen a la edad madura, parecen… viejos.
El terrestre desvió la vista con embarazo.
—¿Se celebran matrimonios mixtos? Quiero decir, entre inmigrantes y selenitas.
—Claro. Es decir, pueden tener hijos.
—A eso me refería.
—Pues, sí. No hay razón para pensar que un inmigrante no pueda tener genes interesantes. Sin ir más lejos, mi padre era un inmigrante, aunque yo sea selenita de la segunda generación por el lado materno.
—Supongo que su padre debió venir cuando era muy… ¡Oh, Dios mío! —Se quedó aferrado a la baranda y después suspiró profundamente—. Pensé que iba a fallar aquella barra.
—Imposible —dijo Selene—: es Marco Fore. Le entusiasma hacer esto, no cogerse hasta el último momento. En realidad, hacerlo no es correcto ni propio de un verdadero campeón. —Sin embargo… Mi padre tenía veintidós años cuando llegó.
—Me imagino que esto es lo mejor, venir muy joven, cuando uno se adapta con facilidad y no se dejan complicaciones emocionales en la Tierra. Desde el punto de vista de un galán terrícola, creo que debe ser muy atractivo tener relaciones sexuales con una…
—¡Relaciones sexuales! —La burla de Selene parecía ocultar un auténtico terror—. No supondrá que mi padre tuvo tratos sexuales con mi madre, ¿verdad? Si mi madre le oyera a usted decir esto, le sacaría de dudas y sin pelos en la lengua.
—Pero…
—¡Inseminación artificial, hombre! ¿Sexo con un terrestre?
El terrestre adoptó una expresión solemne.
—Creí haberle oído decir que no existía la discriminación.
—Esto no es discriminación. Es una realidad física. Un terrestre no se desenvuelve bien en esta gravedad. Por mucha práctica que tuviese, la fuerza de la pasión se la haría olvidar. Yo no me arriesgaría a intentarlo. El idiota podría romperse un brazo o una pierna… o lo que es peor, los míos. La mezcla de genes es una cosa, el sexo es otra.
—Lo siento… ¿No está fuera de la ley la inseminación artificial?
Ella contemplaba los ejercicios gimnásticos con extrema atención.
—Ahí va otra vez Marco Fore. Cuando no trata de ser inútilmente espectacular, es magnífico; y su hermana casi le iguala. Verles trabajar a los dos juntos es como ver un poema en movimiento. Mírelos ahora. Se encontrarán y darán vueltas a la misma barra como si fueran un solo cuerpo. A veces, él es demasiado aficionado a los alardes, pero su control muscular es perfecto… Sí, la inseminación artificial está fuera de la ley terrestre, pero se permite cuando existen razones de tipo médico, y, aquí, éste es casi siempre el caso.
Ahora, todos los acróbatas habían subido y formaban un gran círculo alrededor de la baranda; todos los rojos en un lado y los azules en el otro. Los espectadores mantenían los brazos en alto, aplaudiendo jubilosamente, amontonados en torno a la baranda.
—Tendrían que tener gradas con asientos para todos —sugirió el terrestre.
—Ni hablar. Esto no es un espectáculo sino un ejercicio gimnástico. No se permite la entrada a más espectadores de los que caben con comodidad alrededor de la baranda. Lo importante es participar, no mirar.
—¿Quiere decir que usted es capaz de hacer eso, Selene?
—A mi modo, claro. Todos los selenitas lo hacemos. Yo no lo hago tan bien como ellos; no pertenezco a ningún equipo. Ahora va a empezar la mêlée. Esta es la parte realmente peligrosa. Los diez estarán en el aire y cada equipo intentará hacer caer al equipo contrario.
—¿Caer de verdad?
—Tan de verdad como sea posible.
—¿Se producen accidentes de vez en cuando?
—Alguna que otra vez. En teoría, este ejercicio no está bien visto. Se considera frívolo, y nuestra población no es lo bastante numerosa para arriesgarnos a que alguien quede lisiado tontamente. Pese a ello, la mêlée es popular y no podemos conseguir los votos suficientes para prohibirla.
—¿Por qué votaría usted, Selene?
Selene se ruborizó.
—¡Oh, qué importa eso! ¡Mire!
El ritmo de percusión se aceleró de repente y todos los gimnastas que estaban dentro del enorme pozo salieron disparados hacia el centro como una flecha. Se produjo una gran confusión en el vacío, pero cuando todos se separaron, cada uno de ellos acertó a agarrarse a una barra. Hubo la tensión de la espera, hasta que uno se lanzó; en seguida le imitó otro y el aire volvió a llenarse de cuerpos voladores. Repitieron lo mismo muchas veces.
Selene explicó:
—La puntuación es intrincada. Hay un punto por cada lanzamiento, un punto por cada roce, dos puntos por cada vez que se hace fallar al contrario, diez puntos si éste se cae y varias penalizaciones por las distintas faltas.
—¿Quién se encarga de la puntuación?
—Hay jueces que pronuncian las decisiones preliminares y un circuito cerrado de televisión para los casos de apelación. A menudo ni siquiera la imagen puede decidir.
Se oyó un repentino grito de excitación cuando una chica del equipo azul golpeó con fuerza a un muchacho del equipo rojo. Este se apartó, pero perdió el impulso correcto, y al agarrarse a una barra, tropezó con la rodilla contra la pared.
—¿Dónde estaría mirando? —se preguntó Selene, indignada—. No la ha visto acercarse.
La acción se hizo más intensa y el terrestre empezó a cansarse de seguir las evoluciones de los cuerpos voladores. De vez en cuando, un acróbata tocaba una barra, pero no conseguía asirse a ella. Entonces, todos los espectadores se asomaban por encima de la baranda, como dispuestos a saltar también ellos al espacio. En una ocasión, Marco Fore fue golpeado en la muñeca y alguien exclamó: «¡Falta!».
Fore no logró asirse y cayó. A los ojos del terrestre, la caída, bajo la gravedad de la Luna, fue lenta, y el esbelto cuerpo de Fore se retorció y describió círculos, en el intento de alcanzar una barra tras otra, sin conseguirlo. Los demás esperaron, como si todo el ejercicio se suspendiera durante una caída.
Ahora, Fore se movía con más rapidez, aunque por dos veces se había detenido en su caída, llegando a tocar una barra pero sin poder asirse a ella.
Ya estaba casi en el suelo cuando en una voltereta repentina tocó una barra con la pierna derecha, y quedó suspendido y balanceándose cabeza abajo, a unos cuatro metros del suelo. Abrió los brazos y dejó de balancearse, y bajo un aplauso general, se dio impulso hacia arriba y agarró con agilidad una barra más alta.
El terrestre preguntó:
—¿Ha sido víctima de un golpe deliberado?
—Si Jean Wong agarró la muñeca de Marco, en vez de rozarla, ha sido juego sucio. Pero el juez estima que fue casualidad y no creo que Marco piense apelar. Ha caído mucho más abajo de lo necesario. Le gustan estos golpes efectistas, pero algún día fallará en sus cálculos y se hará daño… ¡Oh, oh!
El terrestre miró hacia ella inquisitivamente, pero Selene no le estaba mirando a él. Dijo:
—Ha venido alguien de la oficina del Comisionado y debe estar buscándole a usted.
—¿Por qué?
—No vendría aquí para buscar a nadie más. Usted es el forastero.
—Pero no hay razón —empezó el terrestre.
No obstante, el mensajero, que tenía la complexión de un terrestre, o de un inmigrante de la Tierra, y a quien parecía molestar el hecho de ser el centro de las miradas de una docena de personas esbeltas y desnudas, vueltas hacia él con una mezcla de indiferencia y desdén, fue directamente a su encuentro.
—Señor —empezó—, el Comisionado Gottstein desea que usted venga conmigo…