Por el tamaño, nadie hubiera podido distinguir la vivienda del Comisionado de entre las de los selenitas. En la Luna se carecía de espacio, incluso para los funcionarios terrestres; no podía desperdiciarse, ni siquiera como un símbolo de la madre patria. Tampoco, a decir verdad, había modo de cambiar el hecho abrumador de que la Luna carecía de la gravedad suficiente, incluso para el terrestre más eximio que jamás existiera.
—El hombre sigue siendo un animal de costumbres —suspiró Luis Montes—. Hace dos años que estoy en la Luna y a veces me siento tentado de quedarme, pero… me voy haciendo viejo. He pasado de los cuarenta, y si tengo que volver a la Tierra alguna vez, es mejor que sea ahora. Cuanto más tarde en hacerlo, más difícil será adaptarme a la gravedad normal.
Konrad Gottstein tenía sólo treinta y cuatro años, y parecía más joven. Su rostro era ancho, redondo y de facciones grandes, un rostro poco común entre los selenitas, el rostro que evocaban como caricatura de un terrícola. No era de complexión fuerte (se procuraba no enviar hombres corpulentos a la Luna) y su cabeza parecía demasiado grande para su cuerpo.
Dijo, hablando el idioma planetario con un acento muy distinto al de Montes.
—Parece usted apesadumbrado.
—Lo estoy, lo estoy —asintió Montes. Mientras el rostro de Gottstein parecía intrínsecamente afable, las líneas largas y finas del de Montes tenían un aspecto de tragedia casi cómica—. Lo estoy en ambos sentidos. Siento abandonar la Luna, porque es un mundo atractivo, repleto de emociones. Y me avergüenza sentirlo; ser reacio a cargar con las responsabilidades de la Tierra, gravedad incluida.
—Sí, me imagino que será difícil volver a sentir las otras cinco sextas partes —convino Gottstein—. Hace sólo unos días que estoy en la Luna y ya empieza a gustarme una sexta parte de gravedad.
—Cambiará de opinión cuando le acometa el estreñimiento y tenga que vivir de aceite mineral —suspiró Montes—, pero esto pasará… Y no crea que puede imitar a la gacela sólo porque se siente ligero. Es todo un arte.
—Así me lo han dado a entender.
—Pero sólo cree entenderlo, Gottstein. No ha visto el paso del canguro, ¿verdad?
—En la televisión.
—Eso no le da una idea; hay que probarlo. Es el único modo de avanzar a gran velocidad sobre la superficie plana lunar. Los pies se levantan juntos hacia atrás como si fuese a dar un gran salto en la Tierra. En el aire se mueven hacia delante; antes de que vuelvan a tocar el suelo ya se levantan de nuevo hacia atrás, y así sucesivamente. El movimiento parece lento comparado con los de la Tierra, con tan poca gravedad para empujarle a uno, pero cada salto representa unos siete metros y el esfuerzo muscular requerido para mantenerse en el aire (si hubiese aire) es mínimo. Se experimenta la sensación de volar…
—¿Usted lo ha intentado? ¿Lo sabe hacer?
—Ningún terrestre es capaz de hacerlo bien. Yo he llegado a dar cinco saltos seguidos, lo suficiente para experimentar la sensación, y querer continuar, pero entonces se produce el inevitable error de cálculo, una pérdida de sincronización, y uno va dando tumbos y deslizándose por más de medio kilómetro. Los selenitas son corteses y nunca se burlan. Por supuesto, para ellos es fácil. Empiezan cuando son niños y lo hacen como si tal cosa.
—Es su mundo —observó Gottstein, riendo—. Imagínese cómo se las compondrían en la Tierra.
—No podrían vivir en la Tierra. Supongo que en este aspecto les llevamos ventaja, pues podemos vivir en la Luna y en la Tierra. Ellos, en cambio, sólo en la Luna. Solemos olvidar este hecho porque confundimos a los selenitas con los inmis.
—¿Quiénes son?
—Es como llaman aquí a los inmigrantes de la Tierra; los que viven en la Luna más o menos permanentemente, pero que nacieron y se educaron en la Tierra. Los inmigrantes, como es natural, pueden volver a la Tierra, pero los selenitas de nacimiento carecen de los huesos y de los músculos adecuados para soportar la gravedad de la Tierra. A este respecto sucedieron algunas tragedias en los comienzos de la historia lunar.
—¿Ah, sí?
—Sí, a la gente que volvió con sus hijos nacidos en la Luna. Nosotros lo olvidamos. Hemos tenido nuestra propia Crisis, y la muerte de unos cuantos niños no parece importante comparada con las matanzas de finales del siglo XX y con lo que sucedió a continuación. Pero aquí en la Luna se recuerda a cada uno de los selenitas muertos a causa de la gravedad de la Tierra… Creo que les ayuda a sentirse en un mundo diferente.
Gottstein observó:
—Yo creía haber sido informado de todo en la Tierra, pero veo que aún me queda mucho por aprender.
—Es imposible saber todo lo concerniente a la Luna cuando se llega de la Tierra, de modo que le he dejado un informe completo, como hizo conmigo mi predecesor. La Luna le fascinará, pero también, en algunos aspectos, le resultará deprimente. Dudo de que haya comido raciones lunares en la Tierra, y si sólo se fía de la descripción, no está preparado para la realidad… Pero tendrá que luchar hasta que le gusten. No es buena política importar artículos terrestres. Tenemos que comer y beber los productos locales.
—Usted lo ha estado haciendo durante dos años. Supongo que podré sobrevivir.
—No lo he hecho continuamente; disfrutamos de vacaciones periódicas en la Tierra. Son obligatorias, tanto si se desean como si no. Se lo habrán dicho, supongo.
—Sí —confirmó Gottstein.
—Además de los ejercicios que hará, tendrá que someterse a la gravedad normal de vez en cuando, sólo para que sus huesos y sus músculos no la olviden. Y cuando esté en la Tierra, podrá comer. Además, llega algo de contrabando muy de tarde en tarde.
Gottstein dijo:
—Examinaron muy bien mi equipaje, naturalmente, pero resultó que llevaba una lata de carne en el bolsillo de mi abrigo. Yo la había olvidado y ellos no la vieron.
Montes sonrió con lentitud y dijo, titubeando:
—Sospecho que está a punto de proponerme que la comamos a medias.
—No —replicó Gottstein, arrugando su nariz achatada—. Iba a decirle, con toda la trágica nobleza de que soy capaz: «¡Tómala, Montes, te la regalo! La necesitas más que yo».
Se le trabó un poco la lengua al decirlo, pues raramente se usaba la segunda persona del singular en la lengua Planetaria. Montes amplió su sonrisa, pero en seguida recobró la seriedad. Meneó la cabeza.
—No. Dentro de una semana tendré toda la comida terrestre que me apetezca, y usted no. Comerá poco durante los próximos años y malgastaría mucho tiempo arrepintiéndose de su presente generosidad. Quédesela… insisto en ello. Si la aceptara, llegaría usted a odiarme. —Con la mayor seriedad, puso una mano en el hombro de Gottstein y le miró a los ojos. Además añadió—, hay algo de lo cual quiero hablarle, y lo he estado demorando porque no sé cómo abordar el tema y esta lata de carne me sirve de excusa para acorralarle.
Gottstein guardó de inmediato la lata de carne terrestre. Le resultaba imposible adoptar la expresión seria de su interlocutor, pero su voz era grave y firme.
—¿Hay algo que no pudo incluir en sus informes, Montes?
—Hay algo que intenté incluir, Gottstein, pero entre mi dificultad en formularlo y la resistencia de la Tierra a captar mi intención terminamos por no comunicarnos. Es posible que usted logre algo más. Así lo espero. Una de las razones por las cuales no he pedido ser reelegido en mi puesto es que ya no puedo cargar con la responsabilidad de fracasar en mi intento.
—Al parecer, se trata de un asunto grave.
—Más de lo que usted cree. Y sin embargo, no sé cómo planteárselo. Hay sólo unas diez mil personas en la colonia lunar. Los nativos no llegan ni a la mitad de esta cifra. Están afectados por una insuficiencia de recursos, una insuficiencia de espacio, en un mundo hostil, y sin embargo, sin embargo…
—¿Qué…? —le animó Gottstein.
—Hay algo latente aquí…, no sé exactamente qué…, que puede ser peligroso.
—¿Cómo puede ser peligroso? ¿Qué pueden hacer? ¿Declarar la guerra a la Tierra? —el rostro de Gottstein pareció a punto de esbozar una sonrisa.
—No, no, se trata de algo más sutil. —Montes se pasó la mano por la cara y se restregó los ojos—. Voy a ser franco con usted. La Tierra ha perdido el valor.
—¿Qué significa eso?
—Bueno, ¿cómo podríamos calificarlo? Casi al mismo tiempo en que se establecía la colonia lunar, la Tierra atravesaba la Gran Crisis. No creo necesario hablarle de ella.
—No, en efecto —asintió Gottstein con desazón.
—La población es ahora de dos billones, mientras que entonces llegaba a seis billones.
—Una gran ventaja para la Tierra, ¿no cree?
—¡Oh!, sin duda, aunque preferiría que el descenso se hubiera efectuado por otros medios… Pero la secuela ha sido una permanente desconfianza en la tecnología, una vasta inercia, una ausencia del deseo de progresar por miedo a las posibles consecuencias. Han sido abandonados grandes y quizá peligrosos esfuerzos porque era más fuerte el temor al peligro que el deseo de grandeza.
—Supongo que se está refiriendo al programa de mutación genética.
—Es el caso más espectacular, por supuesto, pero no el único —dijo Montes con amargura.
—Francamente, no consigo lamentar el abandono de la mutación genética. Era una serie de fracasos.
—Perdimos la oportunidad de llegar al intuicionismo.
—Nunca ha sido demostrado que el intuicionismo sea deseable, y hay muchas cosas que indican lo contrario… Además, ¿qué me dice de la propia colonia lunar? No demuestra, por cierto, un estancamiento de la Tierra.
—Se equivoca —replicó Montes, acalorado—. La colonia lunar es un vestigio, la última reliquia del período anterior a la Crisis; algo que fue realizado como un último y triste esfuerzo de la humanidad antes del gran retroceso.
—Esto es demasiado dramático, Montes.
—Yo no lo creo así. La Tierra ha retrocedido. La humanidad ha retrocedido en todas partes menos en la Luna. La colonia lunar es la frontera del hombre, no sólo física sino también psicológica. Este es un mundo sin una trama de vida que romper, sin un ambiente complejo cuyo delicado equilibrio pueda ser quebrantado. Todo lo que en la Luna es útil para el hombre está hecho por el hombre. La Luna es un mundo construido por él desde la misma base. No existe un pasado.
—Bien, ¿y qué?
—En la Tierra, nos desarma una nostalgia por un pasado bucólico que nunca existió realmente y que de haber existido, nunca podría volver a existir. En algunos aspectos, gran parte de la ecología fue destruida durante la Crisis, y nos conformamos con los restos y sentimos miedo, mucho miedo… En la Luna, no hay pasado con el cual soñar. No hay otra dirección que no sea hacia delante.
Montes parecía animarse a medida que hablaba.
—Gottstein, yo lo he contemplando durante dos años; usted hará lo propio, por lo menos, durante ese tiempo. Hay un fuego aquí en la Luna, un fuego incesante. Se extiende en todas direcciones. Se extiende físicamente. Todos los meses se taladran nuevos corredores, se inauguran nuevas viviendas, se prepara alojamiento para una nueva población. La extensión también afecta los recursos. Se encuentran nuevos materiales de construcción, nuevos manantiales de agua, nuevas vetas de minerales especiales. Se amplían las estaciones de energía solar, las fábricas de electrónica… Supongo que sabe que los diez mil habitantes de la Luna son, en la actualidad, la principal fuente de suministro de aparatos mini electrónicos y de sustancias bioquímicas de la Tierra.
—Sé que constituyen una fuente importante.
—La Tierra lo desvirtúa por conveniencia. La Luna es la fuente principal. Al ritmo actual puede convertirse dentro de poco en la única fuente… También está creciendo intelectualmente, Gottstein; me imagino que no hay en la Tierra ni un solo futuro científico que no sueñe (con mayor o menor vaguedad) con venir algún día a la Luna. Al renunciar la Tierra a desarrollar la tecnología, la Luna se convierte en su campo de acción.
—¿Se refiere usted al protón sincrotrón?
—Es un ejemplo. ¿Cuándo se construyó en la Tierra el último sincrotrón? Pero se trata sólo de lo más grande y espectacular, pero no del único ni siquiera del más importante invento. Si quiere conocer el adelanto científico más importante de la Luna…
—¿Algo tan secreto que aún no se me ha dicho?
—No, algo tan evidente que nadie parece observarlo. Se trata de los diez mil cerebros que hay aquí. Los mejores diez mil cerebros que existen. El único núcleo de diez mil cerebros, orientados todos ellos, por principio y por inclinación, hacia la ciencia.
Gottstein se movió, inquieto, y trató de cambiar la posición de su silla. Estaba clavada al suelo y no podía ser movida, y al intentarlo, Gottstein estuvo a punto de caerse. Montes alargó un brazo para sostenerle.
Gottstein enrojeció.
—Lo siento.
—Ya se acostumbrará a la gravedad.
Gottstein preguntó:
—Pero ¿no estará presentándomelo peor de lo que es? La Tierra no es un planeta de ignorantes. Construimos la Bomba de Electrones; fue una realización puramente terrestre. Los selenitas no intervinieron para nada.
Montes movió la cabeza y murmuró unas palabras en su español nativo. No sonaron muy plácidas. Preguntó a su vez:
—¿Conoce usted a Frederick Hallam?
Gottstein sonrió.
—Pues, sí, en efecto. El Padre de la Bomba de Electrones. Creo que lleva la frase tatuada en el pecho.
—El mero hecho de que usted sonría y haga esta observación ya ilustra mi punto de vista. Interróguese a sí mismo: ¿Puede un hombre como Hallam haber inventado la Bomba de Electrones? Para las masas, el cuento puede servir, pero la realidad es (y usted ha de saberlo si se detiene a reflexionar) que nadie ha inventado la Bomba de Electrones. Los paraseres, los seres del parauniverso, quienquiera que sean, la inventaron. Hallam fue su instrumento accidental. Todo en la Tierra es su instrumento accidental.
—Fuimos lo bastante inteligentes para aprovecharnos de su iniciativa.
—Sí, como las vacas son lo bastante inteligentes para comerse el heno que les ponemos delante. La Bomba no significa que el hombre vaya hacia delante. Todo lo contrario.
—Si la Bomba es un paso hacia atrás, entonces voto por los retrógrados. No me gustaría prescindir de ella.
—¿Y a quién sí? Pero la cuestión es que encaja de modo perfecto con el actual estado de ánimo de la Tierra. Energía infinita, virtualmente gratis, a excepción de su mantenimiento, y sin contaminación. Pero en la Luna no hay Bombas de Electrones.
—Supongo que no son necesarias —dijo Gottstein—. Las baterías solares satisfacen las exigencias de los selenitas. Energía infinita, virtualmente gratis, a excepción de su mantenimiento, y sin contaminación… ¿No es ésta la letanía?
—Sí, pero las baterías solares son obra de los hombres. Esta es la cuestión a que me refiero. Se proyectó una Bomba de Electrones para la Luna, se intentó su instalación.
—Y no funcionó. Los paraseres no aceptaron el tungsteno. No sucedió nada.
—Yo ignoraba esto. ¿Por qué no?
Montes enderezó los hombros y enarcó expresivamente las cejas.
—¿Cómo saberlo? Podríamos suponer, por ejemplo, que los paraseres habitan un mundo que carece de satélite; que no conciben mundos separados, muy cercanos el uno al otro, ambos habitados; que cuando encontraron uno, ya no buscaron otro. ¿Quién sabe? La cuestión es que los paraseres no picaron el anzuelo, y nosotros, sin ellos, no podíamos hacer nada.
—Nosotros —repitió Gottstein, pensativo—. ¿Se refiere usted a los terrestres?
—Sí.
—¿Y los selenitas?
—No se inmiscuyeron.
—¿Estaban interesados?
—Lo ignoro. Este punto es precisamente el que me inquieta y me atemoriza. Los selenitas (los nativos, en partículas) no se sienten terrestres. Desconozco sus planes o sus intenciones. No logro averiguarlos.
Gottstein parecía intrigado.
—Pero ¿qué pueden hacer? ¿Tiene usted motivos para suponer que intentan perjudicarnos, o que pueden perjudicarnos si se lo proponen?
—No sé contestar a esta pregunta. Es gente inteligente y atractiva. Me da la impresión de que son incapaces de sentir verdadero odio, furor o miedo. Pero quizá sea sólo una apreciación mía. Lo que más me preocupa es que no lo sé.
—Tengo entendido que el equipo científico de la Luna está dirigido por la Tierra.
—Es cierto. El protón sincrotrón, el radiotelescopio del lado transterrestre el telescopio óptico de trescientas pulgadas… Es decir, todo el equipo importante, que ya lleva cincuenta años de funcionamiento.
—¿Y qué se ha hecho desde entonces?
—Por parte de los terrestres, muy poco.
—¿Y qué hay de los selenitas?
—No estoy seguro. Sus científicos trabajan en las grandes instalaciones, pero una vez quise comprobar las tarjetas de asistencia. Existen huecos.
—¿Huecos?
—Pasan un tiempo considerable fuera de las grandes instalaciones. Como si tuvieran laboratorios propios.
—Bueno, si fabrican aparatos mini electrónicos y productos bioquímicos ¿no es eso de esperar?
—Sí, pero… no lo sé, Gottstein. Mi ignorancia me da miedo.
Se produjo una pausa relativamente prolongada. Gottstein preguntó al fin:
—Montes, ¿me está diciendo todo esto para que sea precavido y para que intente descubrir qué están haciendo los selenitas?
—Supongo que sí —murmuró Montes con desaliento.
—Sin embargo, usted ni siquiera sabe con certeza si están haciendo algo.
—Lo presiento.
—Es extraño —dijo Gottstein—. Lo lógico sería que ahora yo intentase rebatir este inquietante misticismo suyo, pero, es extraño…
—¿De qué habla?
—La misma nave que me ha traído a la Luna ha traído a alguien más. Quiero decir, ha venido mucha gente, pero una cara en particular me ha recordado a alguien. No he hablado con él (no he tenido ocasión), y no le he dado importancia. Pero ahora, nuestra conversación me sugiere, me recuerda de repente…
—¿Qué?
—Un día formé parte de un comité que debatía cuestiones referentes a la Bomba de Electrones.
»Cuestiones de seguridad —sonrió brevemente—. Según usted, la Tierra ha perdido el valor. Nos preocupa mucho la seguridad, y, maldita sea, con valor o sin él, creo que hacemos bien. Los detalles se me escapan, pero, en relación con aquella reunión, veo la misma cara que he visto en la nave. Estoy convencido de ello.
—¿Opina usted que puede tener alguna importancia?
—No estoy seguro. Pero asocio aquella cara con algo inquietante. A medida que lo vaya pensando, es posible que recuerde algo. En cualquier caso, será mejor que consiga una lista de los pasajeros y vea si algún nombre me sugiere algo concreto. Lo siento, Montes, pero creo que me ha puesto usted en guardia.
—No lo sienta —dijo Montes—. Yo lo celebro. Respecto a este hombre: puede ser sólo un turista insignificante que se vaya dentro de dos semanas, pero me alegra que se ocupe usted de este asunto…
Gottstein no pareció haberle oído.
—Es un físico, sin duda alguna un científico —murmuró—. Estoy seguro de ello y le asocio con un determinado peligro…