La vivienda de Selene era pequeña, por supuesto, y compacta; pero también caprichosa. Las ventanas eran panorámicas; escenas de estrellas que cambiaban con lentitud y al azar, sin tener ninguna relación con cualquier constelación real. Cada una de las tres ventanas podía ampliarse telescópicamente cuando Selene así lo deseaba.
Barron Neville detestaba aquellas vistas. Solía desconectarlas con gesto salvaje y decir:
—¿Cómo puedes soportarlo? Eres la única persona que conozco con el mal gusto de tener eso. Para colmo, todas estas nebulosas y constelaciones ni siquiera existen.
Selene se encogía de hombros con indiferencia y replicaba.
—¿Qué es la existencia? ¿Cómo sabes que las otras no existen? Además, me da una sensación de libertad y de movimiento. ¿No puedo tenerlo en mi propia vivienda, si se me antoja?
Entonces, Neville murmuraba algo y trataba de situar los mandos donde estaban antes, y Selene exclamaba.
—¡Déjalo!
Los muebles tenían curvas suaves y las paredes estaban decoradas con dibujos abstractos, en tonos apagados y discretos. No había ninguna representación de algo que pudiera considerarse vivo.
—Las cosas vivas están en la Tierra —solía decir Selene—, no en la Luna.
Al entrar ahora encontró allí, como tantas veces, a Neville; Barron Neville, descansando sobre un grácil diván y sólo con una sandalia puesta. La otra yacía en el suelo, donde había caído; se rascaba pensativamente el abdomen, por encima del ombligo, marcando una línea de huellas coloradas.
—Prepara un poco de café, ¿quieres Barron? —dijo ella, y se despojó de la ropa con un largo y gracioso gesto, acompañado por un suspiro de alivio, mientras dejaba caer las prendas al suelo para después empujarlas con un pie a un rincón—. Qué gusto da desnudarse —comentó—. La peor parte de mi trabajo es tener que vestir como una terrícola.
Neville estaba en el ángulo de la cocina. No hizo ningún caso; ya se lo había oído decir otras veces. Preguntó:
—¿Qué le pasa a tu suministro de agua? Sale muy poca.
—¿De veras? —dijo ella—. Supongo que habré gastado demasiada. Ten paciencia.
—¿Has tenido algún problema hoy?
Selene se encogió de hombros.
—No. Todo muy corriente. Como de costumbre han fingido que no les desagradaba la comida, y no me sorprendería que estuvieran esperando a que les ordenase que se desnudaran. Una posibilidad repugnante.
—¿Te ha dado por la mojigatería? —inquirió él, acercándose con dos tazas de café.
—No creo que estuviera de más en esta ocasión. Son arrugados, gordos, barrigudos y están llenos de gérmenes. No me importan las reglas de la cuarentena: rebosan de gérmenes… ¿Y tú, tienes algo de nuevo?
Barron negó con la cabeza. Era macizo para ser de la Luna, y su manía de entornar los ojos se había convertido en una costumbre. Aparte de aquello, sus facciones eran regulares y notablemente correctas, según la opinión de Selene.
—Nada excepcional —repuso—. Aún estamos esperando al sucesor del Comisionado. Veremos cómo resulta este Gottstein.
—¿Puede crear dificultades?
—No más de las que ya existen. Después de todo, ¿qué pueden hacer? No pueden infiltrarse. Un terrícola nunca será confundido con un selenita. —Pero parecía intranquilo.
Selene sorbió el café y le miró con atención.
—Algunos selenitas podrían ser terrícolas por dentro.
—Sí, y me gustaría saber cuáles. A veces no sé en quién confiar… Bueno, el caso es que estoy perdiendo mucho tiempo con mi proyecto del sincrotrón y no voy a ninguna parte. No tengo suerte con las autoridades.
—Es probable que no tengan confianza en ti, y no se lo reprocho. No tendrías que ir de un lado para otro con aire de conspirador.
—No lo hago. Me encantaría poder salir de la sala del sincrotrón y no volver jamás, pero entonces sí que sospecharían… Supongo, Selene, que si has gastado demasiada agua, no podremos tomar otra taza.
—No, no podemos. A propósito, tú me has ayudado a desperdiciar el agua. Te has duchado dos veces durante la última semana.
—Haré que te aumenten el suministro. No sabía que era insuficiente.
—Por lo visto… el nivel del agua baja muy de prisa.
Selene terminó el café y miró su taza con fijeza. Dijo.
—Todos lo encuentran malo. Me refiero a los turistas. Y nunca puedo comprender la razón. A mí me parece bueno. ¿Has probado el café de la Tierra alguna vez, Barron?
—No —repuso él lacónicamente.
—Yo, sí. Una vez. Un turista trajo unos botes de contrabando. Me ofreció algunos a cambio de lo que tú ya sabes. Al parecer, lo creyó un intercambio honesto.
—¿Y lo probaste?
—Sentía curiosidad. Era amargo y metálico. Lo encontré horrible. Entonces le dije que la mezcla de razas iba en contra de las usanzas selenitas, y también él se volvió amargo y metálico.
—No me lo habías dicho. ¿No intentó nada, supongo?
—No creo que te concierna, pero no, no intentó nada. De haberlo hecho, con la gravedad en contra, yo hubiera podido mandarle de aquí al corredor número uno. —Hizo una pausa y en seguida continuó—: ¡Ah! Hoy he conquistado a otro terrestre. Ha insistido en sentarse junto a mí.
—¿Y qué te ha ofrecido a cambio de lo que tú tan delicadamente calificas de «lo que tú ya sabes»?
—Se limitó a hablar.
—¿Mirando tus pechos con fijeza?
—Los tengo para que los miren, pero en realidad no lo hizo. Miraba la placa con mi nombre… Además, ¿qué te importan sus pretensiones? Son libres, y yo no tengo que convertirlas en realidad. ¿Qué te imaginas? ¿Qué me propongo ir a la cama con un terrestre? ¿Pese a todas las acrobacias en que incurriría una persona no habituada al campo gravitatorio? No puedo afirmar que no se haya hecho, pero yo no lo he probado y no creo que salga bien. ¿Entendido? ¿Puedo volver al terrícola? Tiene casi cincuenta años. Es evidente que no fue guapo ni a los veinte. Pero su aspecto es interesante, lo reconozco.
—Bueno, no me lo describas. ¿Qué pasa con él?
—¡Preguntó acerca del protón sincrotrón!
Neville se puso en pie, con un poco de balanceo, como era de esperar después de un movimiento brusco con escasa gravedad.
—¿Qué te preguntó del sincrotrón?
—Nada. ¿Por qué estás tan excitado? Me pediste que te explicara cualquier anormalidad entre los turistas, y esto me ha parecido algo anómalo. Nadie me ha preguntado jamás sobre el sincrotrón.
—Muy bien. —Neville hizo una pausa y luego preguntó en tono normal—: ¿Por qué estaba interesado en el sincrotrón?
—No tengo la menor idea —repuso Selene—. Se limitó a preguntar si podía verlo. Es posible que sea un turista interesado en la ciencia. Pero tengo la impresión de que es un truco para que yo me interese por él.
—Lo cual debe haber conseguido. ¿Cómo se llama?
—No lo sé. No se lo he preguntado.
—¿Por qué no?
—Porque no me interesa. ¿Qué te creías? Además, su pregunta demuestra que es un turista. Si fuera un científico no tendría que preguntar nada: estaría allí.
—Mi querida Selene —dijo Neville—, te lo diré con claridad. Bajo las circunstancias actuales, cualquiera que desee ver el protón sincrotrón es un hombre especial que merece nuestro interés. Además, ¿por qué decírtelo a ti? —caminó con rapidez hasta el fondo de la habitación y volvió, como si quisiera gastar un exceso de energía. Entonces añadió—: Tú eres una experta en estas cuestiones. ¿Le encuentras interesante?
—¿Sexualmente?
—Ya sabes a qué me refiero. No bromees, Selene.
Selene dijo, con evidente desgana:
—Es interesante, incluso perturbador. Pero no sé por qué. No ha dicho ni hecho nada en absoluto.
—Conque interesante y perturbador, ¿eh? En tal caso, tendrás que volver a verle.
—¿Para qué?
—¿Qué se yo? Ya lo averiguarás. Entérate de su nombre y de todo lo que puedas. Tienes algo de inteligencia: utilízala en algo práctico, para variar.
—Está bien —concluyó ella—; órdenes del alto mando. Obedeceré.