Si, a estas alturas, Lamont hubiera creído que tenía algo que perder, profesionalmente, podría haber vacilado. Joshua Chen era un paria de la sociedad, y cualquiera que se tratase con él se granjeaba de inmediato la enemistad de todos los habitantes del planeta. Chen era un revolucionario individualista cuya voz siempre lograba hacerse oír, porque aportaba a sus causas una intensidad absolutamente arrolladora y porque había constituido una organización más unida que cualquier partido político del mundo (como más de un político estaba dispuesto a aseverar).
El había sido uno de los factores importantes que contribuyeron a la celeridad con que la Bomba se hizo cargo de las necesidades de energía del planeta. Las ventajas de la Bomba eran claras y evidentes tan claras como la ausencia de polución y tan evidentes como su carácter gratuito, y sin embargo, podría haberse librado una batalla mucho más larga en la retaguardia por culpa de los que querían energía nuclear, no porque fuese mejor sino porque había sido el sueño de su infancia.
Pero cuando Chen hacía sonar sus tambores, el mundo escuchaba con más atención.
Ahora estaba allí sentado, dando muestras, con su cara redonda y sus pómulos achatados, de las tres cuartas partes de su ascendencia china. Dijo:
—Déjeme concretar una cosa. ¿Está hablando sólo por sí mismo?
—Sí —repuso Lamont tensamente—. Hallam no me respalda. De hecho, dice que estoy loco. ¿Necesita usted la aprobación de Hallam para empezar a actuar?
—No necesito la aprobación de nadie —replicó Chen con su típica arrogancia, y entonces pareció entregarse a la meditación—. ¿Dice usted que los parahombres están mucho más avanzados en tecnología que nosotros?
Lamont había decidido claudicar en aquel punto. Evitó decir que eran más inteligentes. «Mucho más avanzados en tecnología» era menos ofensivo, e igualmente cierto.
—Es evidente —contestó Lamont—, aunque sólo sea porque pueden mandar material a través del espacio entre los universos, y nosotros no.
—Entonces, ¿por qué pusieron en marcha la Bomba, si es peligrosa? ¿Por qué siguen con ella?
Lamont estaba aprendiendo a claudicar en más de una dirección. Hubiera podido decir que Chen no era el primero en preguntarle esto, pero hacerlo hubiese sonado condescendiente, quizá impaciente, y prefirió abstenerse. Entonces dijo:
—Tenían grandes deseos de iniciar algo que parecía tan ventajoso como una fuente de energía, igual que nosotros. Tengo razones para creer que ahora están tan preocupados como yo.
—Esto sigue siendo una opinión suya. Carece de pruebas al respecto.
—No tengo ninguna que pueda presentar en este momento.
—Entonces, no es suficiente.
—¿Podemos permitirnos el lujo de arriesgarnos a…?
—No es suficiente, profesor. No hay pruebas. No he conseguido mi reputación haciendo disparos al azar. He dado siempre en el blanco porque todas las veces estaba seguro de lo que hacía.
—Pero cuando yo consiga las pruebas…
—Entonces le respaldaré. Si las pruebas me satisfacen, le aseguro que ni Hallam ni el Congreso serán capaces de resistir la oleada. Así pues, consiga las pruebas y venga a verme.
—Para entonces será demasiado tarde.
Chen se encogió de hombros.
—Tal vez. Pero es mucho más probable que descubra que está equivocado y que no existe ninguna prueba.
—No estoy equivocado. —Lamont suspiró profundamente y añadió en tono confidencial—: Señor Chen. Es muy posible que existan en el universo billones y billones de planetas habitados, y entre ellos puede haber millones con vida inteligente y tecnologías altamente desarrolladas. Lo mismo también es probable en el parauniverso. Es posible que en la historia de los dos universos haya habido muchos pares de mundos que se hayan puesto en contacto y compartido la Bomba. Puede haber docenas o incluso cientos de Bombas esparcidas por los puntos de unión de los dos universos.
—Pura especulación. Pero ¿y si es así?
—Entonces es posible que en docenas o cientos de casos, la mezcla de leyes naturales haya avanzado localmente hasta el punto de hacer explotar el sol de un planeta. El efecto podría haberse extendido hacia fuera. La energía de una supernova, añadida al cambio de la ley natural, puede haber provocado explosiones en las estrellas vecinas, y éstas, a su vez, provocado otras. Con el tiempo, quizá todo el núcleo de una galaxia, o la espiral de una galaxia, puede explotar.
—Pero esto es sólo imaginación, naturalmente.
—¿Lo es? Hay cientos de quásares en el universo; cuerpos que, pese a parecer diminutos, tienen el tamaño de varios sistemas solares, pero que brillan con la luz de cien galaxias de tamaño normal.
—Usted está insinuando que los quásares son lo que queda de los planetas que usaban la Bomba.
—En efecto, esto es lo que insinúo. Hace un siglo y medio que fueron descubiertos, y los astrónomos siguen sin saber de dónde proceden sus fuentes de energía. Nada en el universo lo sugiere, nada en absoluto. ¿No podría ser, pues…?
—¿Y qué me dice del parauniverso? ¿También está lleno de quásares?
—No lo creo. Allí, las condiciones son diferentes. Según la parateoría, es casi seguro que allí la fusión tiene lugar con mucha mayor rapidez, de modo que el tamaño de las estrellas normales debe ser considerablemente menor que el de las nuestras. Necesitan una provisión mucho menor de hidrógeno que nuestro sol para producir energía. Una cantidad tan abundante como la de nuestro sol explotaría de manera espontánea. Si nuestras leyes penetran en el parauniverso, el hidrógeno se funde con más dificultad; las paraestrellas empiezan a enfriarse.
—Pues esto es una ventaja —dijo Chen—. Pueden utilizar la Bomba para proveerse de la energía necesaria. Según sus especulaciones, su situación es buena.
—No del todo —replicó Lamont, que hasta ahora no había hecho un análisis completo de la parasituación—. Si nuestro universo explota, la Bomba se detiene. No pueden mantenerla sin nosotros, lo cual significa que se enfrentarán a una estrella en proceso de enfriamiento, sin la energía de la Bomba. Su situación puede ser peor que la nuestra; nosotros desapareceríamos en un instante, sin dolor, mientras que su agonía sería prolongada.
—Posee usted mucha imaginación, profesor —dijo Chen—. Pero yo no puedo participar plenamente de ella. No veo ninguna posibilidad de que renunciemos a la Bomba basándonos únicamente en su imaginación. ¿Sabe qué significa la Bomba para la humanidad? No es sólo energía gratis, limpia y abundante. Miremos más allá Significa que la humanidad ya no ha de trabajar para ganarse la vida: que por primera vez en la historia, la humanidad puede dedicar sus cerebros colectivos al problema más importante de desarrollar su verdadero potencial.
—Por ejemplo, los adelantos médicos de los últimos dos siglos y medio no han logrado prolongar la vida del hombre mucho más allá de los cien años. Los gerontólogos nos repiten una y otra vez que, en teoría, no hay nada que excluya la inmortalidad humana, pero a pesar de ello no se ha dedicado la suficiente atención al problema.
Lamont exclamó con irritación.
—¡Inmortalidad! Habla usted de sueños imposibles.
—Tal vez sea usted una autoridad en sueños imposibles, profesor —contestó Chen—, pero yo me propongo lograr que se empiece a investigar la inmortalidad, y no podrá empezarse si se detiene la Bomba. Entonces volveríamos a la energía cara, escasa, contaminante. Los dos mil millones de habitantes de la Tierra tendrían que volver a trabajar para vivir y el sueño imposible de la inmortalidad seguiría siendo un sueño imposible.
—Lo seguirá siendo de todos modos. Nadie va a ser inmortal. Nadie va a vivir ni siquiera los años de una existencia normal.
—¡Ah!, esto es sólo una teoría suya.
Lamont sopesó las posibilidades y decidió arriesgar el todo por el todo.
—Señor Chen, hace un rato le dije que no estaba dispuesto a exponer mis conocimientos sobre el estado de ánimo de los parahombres. Pues bien, voy a intentarlo. Hemos estado recibiendo mensajes.
—Sí, pero ¿saben interpretarlos?
—Hemos recibido una palabra en inglés.
Chen frunció ligeramente el ceño. De pronto, metió las manos en los bolsillos, estiró ante sí sus cortas piernas y se apoyó en el respaldo de la silla.
—¿Y qué palabra inglesa han recibido?
—¡Miedo! —Lamont no consideró necesario mencionar la falta ortográfica.
—Miedo —repitió Chen—; ¿y qué cree usted que significa?
—¿No está claro que tienen miedo del fenómeno de la Bomba?
—En absoluto. Si tuvieran miedo, la detendrían. Yo creo que en realidad tienen miedo, pero miedo de que nosotros la detengamos. Ellos han captado su intención, y si nosotros la detenemos, como usted desea, ellos tendrán que hacer lo mismo. Ha sido usted quien ha dicho que no pueden continuar sin nosotros; es una cuestión de reciprocidad. No me extraña que tengan miedo.
Lamont guardó silencio.
—Ya veo —comentó Chen— que usted no había pensado en eso. Muy bien, nos dedicaremos a la inmortalidad. Creo que será una causa mucho más popular.
—¡Oh!, causas populares —murmuró Lamont con lentitud—. No sabía lo que usted consideraba importante. ¿Qué edad tiene, señor Chen?
Chen pestañeó rápidamente durante unos segundos y después dio media vuelta. Salió de la habitación a grandes zancadas, con los puños cerrados.
Al cabo de un rato, Lamont dio un repaso a su biografía. Chen tenía sesenta años y su padre había muerto a los sesenta y dos. Pero no importaba.