Requirió tiempo acorralar al senador; un tiempo que Lamont sintió desperdiciar, con tanta mayor razón cuanto que no se habían recibido más mensajes de los parahombres en letras latinas. Ninguno en absoluto, a pesar de que Bronovski había enviado media docena, cada uno de ellos con una cuidadosa selección de parasímbolos, incluyendo M-I-O-D-O y M-I-E-D-O.
Lamont no estaba seguro del significado de las seis variaciones, pero Bronovski parecía muy esperanzado.
Sin embargo, nada ocurrió y, ahora, Lamont era admitido por fin en presencia de Burt.
El senador era un hombre de edad avanzada, tenía un rostro delgado y unos ojos astutos. Había sido jefe del Comité de Tecnología y el Medio Ambiente durante una generación. Se tomaba su trabajo en serio y daba muchas pruebas de ello.
Se entretenía, ahora, jugando con la anticuada corbata que llevaba para presumir (y que ya era su distintivo propio). Anunció:
—Sólo puedo concederle media hora, hijo mío —y miró el reloj.
Lamont no hizo caso. Esperaba interesar al senador Burt hasta el punto de hacerle olvidar la hora. Ni siquiera intentó empezar por el principio; sus intenciones eran muy distintas de las que había tenido al hablar con Hallam. Dijo:
—Pasaré por alto las matemáticas, senador, y supondré que usted ya sabe que con la Bomba se están mezclando las leyes naturales de dos universos.
—Se están fusionando —corrigió con flema el senador—, y se equilibrarán dentro de 1030 años. ¿Es la cifra correcta? —Sus cejas en reposo subían y bajaban, prestando a su rostro arrugado una expresión de permanente sorpresa.
—Lo es —repuso Lamont—, pero ha sido calculada a partir del supuesto de que las leyes extrañas que penetran en nuestro universo y en el suyo se desparraman hacia fuera desde el punto de entrada a la velocidad de la luz. No es más que una suposición, y yo la considero equivocada.
—¿Por qué?
—La única proporción de la mezcla que ha podido ser medida se encuentra en el plutonio-186 enviado a este universo. Esta proporción de mezcla es extremadamente lenta al principio, porque la materia es densa, y con el tiempo se acelera. Si el plutonio se mezcla con una materia menos densa, la mezcla se produce con mayor rapidez. Gracias a varias mediciones de esta clase, se ha calculado que el ritmo de permeabilidad aumentaría hasta la velocidad de la luz en el vacío. Las leyes extrañas tardarían algún tiempo en penetrar a través de la atmósfera, mucho menos tiempo en atravesarla, y después, recorrerían el espacio en todas direcciones a 300 000 kilómetros por segundo, evaporándose sin causar ningún daño, automáticamente.
Lamont hizo una pausa para pensar en la mejor manera de proseguir y el senador la aprovechó sin demora.
—Sin embargo… —acosó, con la actitud de un hombre que no está dispuesto a perder el tiempo.
—Es una suposición conveniente que parece tener sentido y no encerrar consecuencias perjudiciales, pero ¿qué ocurre si no es la materia lo que ofrece resistencia a la penetración de las leyes extrañas, sino la sustancia básica del propio universo?
—¿Cuál es la sustancia básica?
—No puedo describirla con palabras. Hay una expresión matemática que, en mi opinión, la representa, pero no puedo describirla. La sustancia básica del universo es lo que dicta las leyes de la naturaleza. La sustancia básica del universo es lo que hace necesario que la energía sea conservada. Y es la sustancia básica del parauniverso, que tiene una textura, por decirlo así, algo diferente de la del nuestro, lo que hace que su acción nuclear sea cien veces más potente que la nuestra.
—¿Y entonces…?
—Si es la sustancia básica lo que está siendo penetrado, señor, entonces la presencia de la materia, densa o no, sólo tiene una influencia secundaria. El ritmo de la penetración es más rápido en el vacío que en una masa densa, pero no mucho más. El ritmo de penetración en el espacio exterior puede ser grande en términos terrestres, pero es sólo una pequeña fracción de la velocidad de la luz.
—¿Lo cual significa…?
—Que la sustancia extraña no se disipa con tanta rapidez como creemos, sino que se acumula, por así decirlo, dentro del sistema solar, formando una concentración mucho mayor de la que hemos supuesto.
—Comprendo —dijo el senador, asintiendo con la cabeza—. ¿Y cuánto tiempo transcurrirá antes de que el espacio dentro del sistema solar alcance el equilibrio? Menos de 1030 años, me imagino.
—Mucho menos, señor. Creo que menos de 1010, tal vez la mitad de esto, mil millones más o menos.
—No mucho, en comparación, pero bastante, ¿no es cierto? No existe causa inmediata de alarma, ¿verdad?
—Pero me temo que esto ya sea causa inmediata de alarma, señor. El daño sobrevendrá mucho antes de que se alcance el equilibrio. Debido a la Bomba, la potente acción nuclear reciproca aumenta regularmente por segundos en nuestro universo.
—Un aumento suficiente para poder ser medido.
—Tal vez no, señor.
—Entonces, ¿por qué preocuparse?
—Porque, señor, en la fuerza de la potente acción nuclear se basa el ritmo al cual el hidrógeno se convierte en helio en la corteza del sol. Si la acción reciproca aumenta aunque sea imperceptiblemente, el ritmo de la fusión del hidrógeno en el sol aumentará de modo considerable. El sol mantiene el equilibrio entre la radiación y la gravitación con gran delicadeza, y romper ese equilibrio en favor de la radiación, como estamos haciendo…
—Siga…
—… Causará una enorme explosión. Bajo nuestras leyes naturales, es imposible que una estrella tan pequeña como el sol se convierta en una supernova. Bajo leyes alteradas, puede ser. Dudo de que recibamos algún aviso. El sol se transformará en una enorme explosión; ocho minutos después, usted y yo estaremos muertos y la Tierra se convertirá en una nube de vapor.
—¿Y no puede hacerse nada?
—Si es demasiado tarde para evitar romper el equilibrio, nada. Si aún no es demasiado tarde, tenemos que detener la Bomba.
El senador carraspeó.
—Antes de consentir en verle, jovencito, hice averiguaciones sobre usted, puesto que no le conocía personalmente. Entre aquellos a quienes pregunté, se encuentra el doctor Hallam. ¿Usted le conoce, supongo?
—Sí, señor —una comisura de los labios de Lamont se estremeció, pero su voz fue normal—. Le conozco bien.
—Me dice —añadió el senador, mirando un papel que tenía sobre el escritorio— que es usted un entrometido idiota de dudosa cordura, y exige que me niegue a verle.
Lamont preguntó, tratando de hablar con calma:
—¿Son éstas sus palabras, señor?
—Sus palabras exactas.
—Entonces, ¿por qué ha accedido a verme, señor?
—Normalmente, al recibir una cosa así de Hallam, no hubiese querido verle. Mi tiempo es valioso y Dios sabe que recibo a más idiotas entrometidos de dudosa cordura de lo que sería conveniente, incluso entre los que vienen a verme con las mejores recomendaciones. Pero en este caso, no me ha gustado la «exigencia» de Hallam. No se puede exigir nada a un senador, y quiero que Hallam lo sepa.
—Entonces, ¿me ayudará usted, señor?
—¿Ayudarle a hacer qué?
—Pues… a conseguir que detengan la Bomba.
—¿Eso? En absoluto. Es imposible.
—¿Por qué? —preguntó Lamont—. Usted es el jefe del Comité de Tecnología y el Medio Ambiente, y su deber es precisamente detener la Bomba, o cualquier procedimiento tecnológico que amenace con causar un daño irreparable al medio ambiente. No puede haber un daño mayor ni más irreversible que el que causará la Bomba.
—Cierto. Cierto. Si usted tiene razón. Pero, al parecer, su opinión se basa en conjeturas diferentes de las aceptadas. ¿Quién puede decirnos qué suposiciones son las correctas?
—Señor, la estructura que le he presentado explica varias cosas que permanecen dudosas en la versión aceptada.
—En tal caso, sus colegas tendrían que aceptar la modificación de usted y, entonces, me imagino que no hubiera tenido necesidad de venir a verme.
—Señor, mis colegas no quieren creerme. Sus intereses se lo impiden.
—Del mismo modo que el interés de usted le impide ver que puede estar equivocado… Jovencito, mis atribuciones, sobre el papel son enormes, pero sólo puedo lograr algo cuando el público me lo permite. Déjeme darle una lección de política práctica.
Miró su reloj, se apoyó en el respaldo y sonrió. Su ofrecimiento no era característico en él, pero el editorial de aquella mañana en el Terrestrial Post se refería a él como «un político consumado, el más hábil del Congreso Internacional», y aún persistía la satisfacción que le había proporcionado.
—Es un error —dijo— suponer que el público quiere que se proteja el medio ambiente y se salven sus vidas, y que se sentirá agradecido hacia cualquier idealista que luche para conseguir estos fines. Lo que el público quiere es su comodidad individual. Lo sabemos muy bien por nuestra experiencia en la crisis ambiental del siglo XX. Hubo un día en que se descubrió que los cigarrillos aumentaban la frecuencia de cáncer de pulmón; el remedio evidente era dejar de fumar, pero el remedio deseado fue un cigarrillo que no provocase dicha enfermedad. Cuando quedó demostrado que el motor de combustión interna polucionaba peligrosamente la atmósfera, el remedio evidente era prescindir de tales motores, y el remedio deseado fue fabricar motores que no causaran la polución.
»Pues bien, jovencito, ahora no me pida que detenga la Bomba. La economía y la comodidad de todo el planeta dependen de ella. Dígame, en cambio, cómo evitar que la Bomba haga explotar el sol.
Lamont dijo:
—No existe ningún medio, senador. Nos enfrentamos a algo tan básico que no podemos jugar con ello. Hemos de pararla.
—¡Ah!, y lo único que puede sugerirme es que volvamos a la situación anterior a la Bomba.
—No hay otro remedio.
—En este caso, necesitará una prueba incontestable y fehaciente de que tiene razón.
—La mejor prueba —repuso Lamont con rigideces— dejar que el sol explote. Supongo que no querrá que vaya tan lejos.
—Tal vez no sea necesario. ¿Por qué no consigue que Hallam le respalde?
—Porque es un hombre mezquino, que ostenta el título de Padre de la Bomba de Electrones. ¿Cómo puede admitir que su obra destruirá la Tierra?
—Comprendo lo que quiere decir, pero ante el mundo sigue siendo el Padre de la Bomba de Electrones y sólo su palabra pesaría lo suficiente a este respecto.
Lamont meneó la cabeza.
—Jamás daría su brazo a torcer. Preferiría ver explotar el sol.
El senador dijo.
—Entonces, oblíguele. Usted tiene una teoría, pero una teoría como tal es insuficiente. Debe haber algún modo de probarla. El ritmo de la fusión radiactiva de, digamos, el uranio, depende de las acciones contrarias dentro del núcleo. ¿Ha cambiado este ritmo de un modo predicho por su teoría, pero no por la oficial?
De nuevo, Lamont meneó la cabeza.
—La radiactividad ordinaria depende de la interacción nuclear débil y, por desgracia, los experimentos de esta clase sólo proporcionan una evidencia aproximada. Cuando adquiriese la proporción suficiente para ser inconfundible, sería demasiado tarde.
—¿Qué otra cosa, entonces?
—Existen interacciones de una clase específica que podrían proporcionarnos datos inequívocos ahora. Y aún mejor, hay combinaciones de quark-quark que recientemente han producido resultados asombrosos y que estoy seguro de poder explicar…
—Pues, adelante.
—Sí, pero para obtener estos datos tengo que utilizar el gran sincrotón de protones de la Luna, señor, y (lo he comprobado) hay una lista de espera que supondría aguardar años antes de poder utilizarlo, a menos que alguien me consiguiera la precedencia.
—¿Se refiere a mí?
—Me refiero a usted, senador.
—Imposible mientras el doctor Hallam diga esto de usted, hijo mío —y los dedos nudosos del senador Burt golpearon el papel que tenía delante—. No puedo partir de esta base.
—Pero la existencia del mundo…
—Pruébelo.
—Prescinda de Hallam y lo probaré.
—Pruébelo y prescindiré de Hallam.
Lamont inspiró profundamente.
—¡Senador! Suponga que existe una mínima posibilidad de que yo tenga razón. ¿No vale la pena luchar por esta mínima posibilidad? Significa tanto: toda la humanidad, el planeta entero…
—¿Quiere que luche por una buena causa? Me gustaría hacerlo. Hay cierto dramatismo en morir por una buena causa. Cualquier político decente es lo bastante masoquista para soñar de vez en cuando en morir en la hoguera, mientras los ángeles entonan sus cánticos. Pero, doctor Lamont, para hacer esto hay que tener una posibilidad de ganar. Hay que luchar por algo que pueda (sólo pueda) salir triunfante. Si yo le respaldo, no conseguiré nada armado solamente con su palabra frente al infinito atractivo de la Bomba. ¿Puedo exigir a todos los hombres que renuncien a la comodidad y a la holgura a que se han acostumbrado, gracias a la Bomba, sólo porque un hombre grita: «¡Perdición!», mientras todos los demás científicos están contra él y el reverenciado Hallam le califica de idiota? No, señor, no me echaré a la hoguera para nada.
Lamont dijo:
—Entonces, ayúdeme a encontrar la prueba. No es preciso que lo haga abiertamente si teme…
—No temo nada —replicó Burt con brusquedad—. Pero soy práctico. Doctor Lamont, su media hora ha terminado hace rato.
Lamont le miró fijamente un momento, lleno de frustración, pero ahora la expresión de Burt era de una evidente intransigencia. Lamont se fue.
El senador Burt no recibió, inmediatamente a su próximo visitante. Durante varios minutos se quedó mirando con inquietud la puerta cerrada, jugando con la corbata. ¿Podía ser que aquel hombre tuviese razón? ¿Cabía la menor posibilidad de que tuviese razón?
Tuvo que admitir que sería un placer preparar la zancadilla a Hallam y hacerle caer en el fango y sentarse encima de él hasta que se ahogara…, pero no lo haría. Hallam era intocable. Burt había tenido una única discusión con Hallam hacía casi diez años. A Burt le asistía la razón, toda la razón, y Hallam estaba rotundamente equivocado, como lo probaron después los acontecimientos. Sin embargo, en aquel entonces, Burt sufrió una humillación y estuvo a punto de no ser reelegido a causa de ello.
Burt meneó la cabeza, en un mudo reproche hacia sí mismo. Podía arriesgarse a no ser reelegido por una buena causa, pero no podía sufrir una segunda humillación. Avisó para que entrase el siguiente visitante, y su rostro era tranquilo y plácido cuando se levantó para saludarle.