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Sin embargo, el trabajo de un año les rindió muy poco. Por fin llegaron algunos mensajes, pero incomprensibles.

—¡Trate de adivinar! —dijo Lamont, febrilmente, a Bronovski—. Cualquier cosa, por absurda que parezca. Transmítales una respuesta.

—Es exactamente lo que estoy haciendo, Pete. ¿Por qué se exaspera? Las inscripciones etruscas me tomaron doce años. ¿Supone que este trabajo requerirá menos tiempo?

—¡Dios santo, Mike! No podemos esperar doce años.

—¿Por qué no? Escuche, Pete, no me ha pasado por alto que su actitud ha sufrido un cambio. Está usted imposible desde hace un mes. Supuse que habíamos dejado sentado desde el principio que este trabajo no puede ir de prisa y que debemos ser pacientes, y que usted comprendía que también tengo mis tareas habituales en la universidad. Escuche, ya se lo he preguntado bastantes veces, pero se lo preguntaré una vez más: ¿por qué tiene tanta prisa?

—Porque sí —replicó Lamont bruscamente—. Porque quiero tener resultados concretos.

—Le felicito —dijo Bronovski con sequedad—. A mí me pasa lo mismo. Oiga, no tiene miedo de una muerte prematura, ¿verdad? ¿Le ha insinuado su médico que padece un cáncer incurable?

—No, no —gimió Lamont.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Nada —dijo Lamont, alejándose a toda prisa.

Cuando intentó por primera vez conseguir la ayuda de Bronovski, a Lamont sólo le preocupaba la estúpida terquedad de Hallam respecto a la sugerencia de que los parahombres eran más inteligentes. Tal había sido la razón, la única razón de que Lamont luchara por encontrar una prueba. No tenía otro objetivo… al principio.

Pero en el curso de los meses que siguieron, se sintió dominado por una creciente exasperación. Sus demandas de medios, asistencia técnica, computadoras, sólo obtenían aplazamientos; se le negaban fondos para viajar, se hacía caso omiso de sus opiniones en las juntas con los distintos departamentos.

El momento crítico llegó cuando Henry Garrison, con muchos menos años de servicio que él y decididamente con menos capacidad, pasó a formar parte de la junta consultiva, un puesto de mucho prestigio, que por derecho le correspondía a Lamont. Entonces, su resentimiento alcanzó un punto en que demostrar que tenía razón ya no era suficiente. Ardía en deseos de fastidiar a Hallam, destruirle por completo. Este sentimiento crecía de día en día, por no decir de hora en hora, ante la inconfundible actitud de todos los ocupantes de la Estación de la Bomba. La acusada personalidad de Lamont no inspiraba muchas simpatías, pero sí las que contaban.

El propio Garrison se sentía incómodo. Era un joven reticente y amable que no quería meterse en líos y que ahora se asomó al laboratorio de Lamont con una expresión de evidente malestar. Saludó.

—Hola, Pete. ¿Puedo hablar un momento con usted?

—Todos los momentos que quiera —repuso Lamont, frunciendo el ceño y evitando mirarle a la cara.

Garrison entró y tomó asiento.

—Pete —dijo—, no puedo renunciar al cargo, pero quiero que sepa que no lo he buscado. Ha sido una sorpresa.

—¿Quién le pide que renuncie a él? A mí me importa un bledo.

—Pete. Es Hallam. ¿Qué le ha hecho usted a ese tipejo? Si yo no aceptara el cargo, se lo daría a cualquiera menos a usted.

Lamont se encaró con él.

—¿Qué opina de Hallam? ¿Qué clase de hombre es, según usted?

Garrison pareció cogido por sorpresa. Apretó los labios y se rascó la nariz.

—Bueno… —murmuró, sin continuar.

—¿Que es un gran hombre? ¿Un científico eminente? ¿Un dirigente nato?

—Bueno…

—Déjeme decírselo. ¡Es un muñeco! ¡Un fraude!, su reputación, su cargo, tiene pánico de perderlos sabe que yo le conozco bien y esto es lo que tiene en mi contra.

Garrison emitió una risita inquieta.

—Pero usted no habrá ido a decírselo…

—No, no le he dicho nada directamente —contestó Lamont—. Algún día lo haré. Pero él lo sabe y sabe que a mí no me engaña, aunque no diga nada.

—Pero, Pete, ¿de qué sirve decírselo? No voy a confesarle que le considero un gran hombre, pero no veo la utilidad de proclamarlo. Sea un poco amable con él. Tiene su carrera en sus manos.

—¿De veras? Yo tengo su reputación en las mías. Voy a desenmascararle. Voy a darle a conocer.

—¿Cómo?

—¡Eso es asunto mío! —murmuró Lamont, que de momento no tenía la menor idea de cómo lo haría.

—Pero esto es ridículo —dijo Garrison—. Usted no puede ganar. El le destruirá. Aunque no sea ni un Einstein ni un Oppenheimer, es más que ambos para el mundo en general. Es el Padre de la Bomba de Electrones para los dos mil millones de habitantes de la Tierra, y nada de lo que usted pueda hacer le afectará mientras la Bomba de Electrones sea la clave del paraíso humano. Mientras sea así, Hallam es invulnerable, y usted está loco si cree lo contrario. ¡Qué demonios, Pete! Dígale que es un genio y viva a sus expensas. ¡No se convierta en un segundo Deison!

—Oiga una cosa, Henry —dijo Lamont, repentinamente furioso—: ¡no se meta en lo que no le importa!

Garrison se puso en pie de un salto y se fue sin añadir una palabra más. Lamont se había granjeado otra enemistad o, por lo menos, había perdido a otro amigo. Decidió que, a pesar de todo, el precio lo valía, porque una observación de Garrison le había puesto sobre otra pista.

Garrison había dicho, en esencia: R… mientras la Bomba de Electrones sea la clave del paraíso humano… Hallam es invulnerable.

Con esta frase martilleándole el cerebro, Lamont desvió por primera vez su atención de Hallam, para centrarla en la Bomba de Electrones.

¿Era la Bomba de Electrones la clave del paraíso humano? ¿O había en ella, por una suerte inesperada, una trampa?

Todo, en la historia, tenía su trampa. ¿Cuál era la trampa de la Bomba de Electrones?

Lamont tenía conocimientos suficientes sobre la historia de la parateoría para saber que la cuestión de «una trampa» no carecía de investigadores. Cuando se anunció por primera vez que el cambio total básico de la Bomba de Electrones era el bombeo de electrones desde el universo al parauniverso, no faltaron aquellos que inmediatamente preguntaron: «Pero ¿qué ocurrirá cuando todos los electrones hayan sido bombeados?».

La respuesta fue fácil. A la proporción más amplia de bombeo, la provisión de electrones duraría por lo menos un billón de billones de años, y el universo entero, seguramente, junto con el parauniverso, no duraría ni una pequeña fracción de ese tiempo.

La siguiente objeción era más artificiosa. No había posibilidad de bombear hacia el otro lado todos los electrones. Al ser bombeados los electrones, el parauniverso ganaría una carga neta negativa, y el universo, una carga neta positiva. Con cada año que pasara, al incrementarse esta diferencia de carga, se haría más difícil bombear más electrones contra la fuerza de la diferencia de carga opuesta. Como es natural, en realidad se bombeaban átomos neutros, pero la distorsión de los electrones orbitales durante el proceso creaba una carga efectiva que crecía inmensamente con los subsiguientes cambios radiactivos.

Si la concentración de carga permanecía en los puntos de bombeo, el efecto sobre los átomos de órbita distorsionada que se bombeaban detendría todo el proceso casi de inmediato, pero, por supuesto, había que tener en cuenta la difusión. La difusión de la concentración de carga hacia fuera, alrededor de la Tierra, y el efecto sobre el proceso de bombeo habían sido calculados teniendo en cuenta aquel factor.

La creciente carga positiva de la Tierra tendía a forzar al viento solar, cargado positivamente, a pasar a una mayor distancia del planeta, y la magnetosfera se ensanchaba. Gracias al trabajo de McFarland (el verdadero padre de la Gran Percepción, según Lamont) podía quedar demostrado que se alcanzaba un definido punto de equilibrio al ir barriendo el viento solar más y más de las partículas positivas acumuladas, que así eran repelidas de la superficie de la Tierra y arrastradas hacia la exosfera. Cada vez que se intensificaba el bombeo, cada vez que se construía una nueva Estación de Bombeamiento, la carga positiva neta de la Tierra aumentaba ligeramente y la magnetosfera se dilataba unas millas más. Sin embargo, el cambio era menor, y la carga positiva era barrida al final, por el viento solar y difundida por los confines exteriores del sistema solar.

Incluso así, dando margen para la difusión más rápida posible de la carga, llegaría un momento en que la diferencia de carga local entre el universo y el parauniverso en los puntos de bombeo alcanzaría las proporciones suficientes para terminar el proceso, lo cual ocurriría dentro de una pequeña fracción del tiempo que se tardaría en utilizar todos los electrones; más o menos una billonésima de billón de ese tiempo. Pero esto significaba que el bombeo aún seguiría siendo posible durante un billón de años. Sólo un billón de años, pero ya era bastante; bastaría. Un billón de años era mucho más de lo que duraría el hombre, o el sistema solar. Y si de algún modo el hombre llegaba a durar tanto (o alguna criatura que sucediese al hombre y le suplantara), sin duda se inventaría algo para corregir la situación. Podía hacerse mucho en un billón de años.

Lamont tenía que reconocerlo.

Pero entonces se acordó de otra cosa, de otra línea de pensamiento que él recordaba bien que el propio Hallam había mencionado en uno de los artículos que escribió para la difusión popular. Con cierta repugnancia, desenterró aquel artículo. Era importante saber qué había dicho Hallam antes de llevar a efecto el programa.

Entre otras cosas, el artículo decía: «A causa de la siempre presente fuerza de gravedad, hemos llegado a asociar la frase “cuesta abajo” con la clase de cambio inevitable que podemos utilizar para producir energía y transformarla en trabajo útil. En los siglos pasados, el agua que fluía cuesta abajo hacía girar las ruedas que a su vez ponían en movimiento máquinas como bombas y generadores. Pero ¿qué ocurre cuando toda el agua ha bajado la cuesta?

»Es imposible todo trabajo ulterior hasta que el agua ha vuelto a subir la cuesta, lo cual significa trabajo. De hecho, es un trabajo más arduo llevar agua cuesta arriba que el implicado cuando logramos que el agua fluya cuesta abajo. Trabajamos con una pérdida de energía. Por fortuna, el sol hace el trabajo para nosotros. Evapora los océanos para que el vapor del agua se eleve hacia la atmósfera, forme nubes y baje otra vez en forma de lluvia o de nieve. Esta empapa la tierra a todos los niveles, llena los lagos y los ríos, y mantiene al agua fluyendo siempre cuesta abajo.

»Pero no es correcto decir siempre. El Sol puede elevar el vapor del agua, pero sólo porque, en un sentido nuclear, él también corre cuesta abajo. Lo hace a un ritmo inmensamente más rápido que cualquier río de la Tierra, y cuando haya llegado al final de la cuesta, no existirá nada conocido que le obligase a subirla otra vez.

»Todas las fuentes de energía de nuestro universo se van agotando. No podemos evitarlo. Todo va cuesta abajo en una sola dirección, y el único modo de que disponemos para forzar una subida temporal es aprovechando un descenso más acentuado que esté relativamente cerca. Si queremos una energía permanente, necesitamos un camino que vaya cuesta abajo en ambas direcciones. Es una paradoja de nuestro universo; la lógica de que cuando está cuesta abajo en una dirección está cuesta arriba en la dirección opuesta.

»Pero ¿por qué limitarnos tan sólo a nuestro universo? Piensen en el parauniverso. También tiene caminos que van cuesta abajo en una dirección y cuesta arriba en la otra. Sin embargo, estos caminos no se parecen a los nuestros. Es posible tomar un camino desde el parauniverso hasta nuestro universo que vaya cuesta abajo, y que, al tomarlo en sentido contrario, es decir, desde el universo hacia el parauniverso, vaya también cuesta abajo, porque los dos universos tienen leyes diferentes.

»La Bomba de Electrones se beneficia de un camino que va cuesta abajo en ambas direcciones. La Bomba de Electrones…».

Lamont volvió a leer el título del artículo: «El camino que va cuesta abajo en ambas direcciones».

Empezó a pensar. Naturalmente, el concepto era familiar para él, así como sus consecuencias termodinámicas. Pero ¿por qué no examinar los supuestos? Aquél tenía que ser el punto débil de cualquier teoría. ¿Y si los supuestos, considerados correctos por definición, estaban equivocados? ¿Cuáles serían las consecuencias si uno partía de otros supuestos? ¿De supuestos contradictorios?

Empezó a ciegas, pero al cabo de un mes experimentó la sensación que todo científico reconoce: el interminable chasquido de las piezas inesperadas que encajan en su sitio, las irritantes anomalías que dejan de ser anómalas… Era la sensación de la Verdad.

Desde aquel momento empezó a ejercer una presión adicional sobre Bronovski.

Y un día declaró:

—Voy a ver otra vez a Hallam.

Bronovski enarcó las cejas.

—¿Para qué?

—Para que me despida.

—Sí, eso cuadra con usted, Pete. No es feliz cuando sus problemas empiezan a ser menos acuciantes.

—No me ha comprendido. Es importante hacer que se niegue a escucharme. No quiero que después se diga que he prescindido de él, que él no estaba al corriente.

—¿De qué? ¿De la traducción de los parasímbolos? Aún no hemos conseguido nada. No dispare antes de tiempo, Pete.

—No, no es eso —y no quiso decir más.

Hallam no dio facilidades a Lamont, tardó varias semanas en concederle la entrevista. Tampoco Lamont tenía la intención de dar facilidades a Hallam. Hizo su aparición con todas las uñas afiladas y bien a la vista. Hallam le esperaba con una expresión glacial y una mirada hostil. Este último preguntó bruscamente:

—¿Qué es esta crisis de la que está hablando?

—Ha surgido algo, señor —repuso Lamont con voz átona—, inspirado en uno de sus artículos.

—¿Ah, sí? —replicó, para añadir luego—: ¿En cuál de ellos?

—«El camino que va cuesta abajo en ambas direcciones». El que escribió usted para Teenager Life, señor.

—¿Y qué pasa con este artículo?

—Creo que la Bomba de Electrones no va cuesta abajo en ambas direcciones; si me permite usar su metáfora, que a mi juicio no resulta un modo muy exacto de describir la Segunda Ley de la Termodinámica.

Hallam frunció el ceño.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—Lo explicaré mejor, señor, estableciendo las ecuaciones espaciales de los dos universos y demostrando una acción recíproca que desgraciadamente, según mi opinión, hasta ahora no ha sido considerada.

Dicho esto, Lamont se dirigió a la pizarra de mandos y tecleó con rapidez las ecuaciones, hablando con volubilidad mientras lo hacía. Lamont sabía que tal procedimiento humillaría e irritaría a Hallam, que no podía seguir las matemáticas. Lamont contaba con ello.

Hallam gruñó:

—Escuche, jovencito, ahora no tengo tiempo de discutir con detalle cualquier aspecto de la parateoría. Si es capaz de resumir, envíeme un informe completo.

Lamont se apartó de la pizarra con una expresión de inconfundible desprecio en el rostro, y dijo:

—Muy bien. La Segunda Ley de la Termodinámica describe un proceso que excluye inevitablemente los extremos. El agua no fluye cuesta abajo; lo que en realidad ocurre es que se igualan los extremos del potencial de gravitación. El agua subirá cuesta arriba con la misma facilidad si se encuentra atrapada bajo tierra. Es posible trabajar con la yuxtaposición de dos niveles diferentes de temperatura, pero el resultado final es que la temperatura se iguala a un nivel intermedio; el cuerpo caliente se enfría y el cuerpo frío se calienta. Tanto el enfriamiento como el calentamiento son aspectos iguales de la Segunda Ley, bajo las circunstancias apropiadas, igualmente espontáneos.

—No me dé lecciones sobre termodinámica elemental, jovencito. ¿Qué es lo que quiere? Tengo muy poco tiempo.

Lamont, sin cambiar de expresión y sin apresurarse, continuó:

—La Bomba de Electrones trabaja gracias a una ecualización de los extremos. En este caso, los extremos son las leyes físicas de los dos universos. Las condiciones que hacen posibles estas leyes, sean cuales sean esas condiciones, son trasladadas de un universo al otro, y el resultado final de todo el proceso serán dos universos en los cuales las leyes naturales serán idénticas… e intermedias si las comparamos con la situación actual. Dado que esto producirá cambios inciertos, pero indudablemente importantes en este universo, es obvio que debería considerarse con seriedad la inutilización de las Bombas y la interrupción permanente de toda la operación.

Lamont esperaba que Hallam explotase en este momento, anulando toda posibilidad de ulteriores explicaciones, y éste no decepcionó sus esperanzas. Se puso en pie de un salto, derribando la silla. La apartó con un puntapié y avanzó los dos pasos que le separaban de Lamont.

Este, precavidamente, echó su silla hacia atrás y se levantó.

—Óigame, idiota —gritó Hallam, casi tartamudeando de cólera—, no supondrá usted que haya alguien en la Estación que no comprenda la igualación de la ley natural. ¿Está haciéndome perder el tiempo para decirme algo que ya sabía cuando usted estaba aprendiendo a leer? Salga de aquí, y cuando quiera ofrecerme su dimisión, considérela aceptada.

Lamont salió, pues había obtenido exactamente lo que quería y, sin embargo, se sintió furioso por el modo en que le había tratado Hallam.