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Lamont no tenía motivos para cuestionar las bases de este prestigio, y con exaltada admiración (de la cual más tarde se avergonzó y a la cual intentó, con cierto éxito, eliminar de su mente), buscó por primera vez la oportunidad de entrevistar a Hallam con vistas a la historia que deseaba escribir.

Hallam parecía accesible al diálogo. En treinta años, su posición en la estima del público se había encumbrado extraordinariamente. Físicamente, había envejecido de modo impresionante, y su aspecto no era elegante. Su cuerpo tenía una gravedad que comunicaba la impresión de una pesadez circunstancial, y pese a que los rasgos de su cara eran toscos, parecía capaz de darles el aire de una especie de reposo intelectual. Seguía enrojeciendo con facilidad, y la rapidez con que su vanidad se sentía herida había llegado a ser un tópico.

Hallam fue aleccionado brevemente antes de que Lamont hiciera su aparición. Dijo:

—Usted es el doctor Peter Lamont y tengo entendido que ha hecho un buen trabajo en parateoría. Recuerdo su ensayo. Sobre la parafusión, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Bueno, pues refrésqueme la memoria. Hábleme de él. De manera informal, claro, como si hablara con un profano. Después de todo —añadió con una risita—, en cierto modo soy un profano. Ya sabe que soy radioquímico; y no precisamente un gran teórico, a menos que tengamos en cuenta sólo ciertos conceptos.

En aquella ocasión, Lamont aceptó estas palabras como una declaración de sinceridad, y es posible que la parrafada no fuese tan obscenamente condescendiente como más tarde insistió en calificarla. Sin embargo, era típica en él, como Lamont descubrió después; era el método que Hallam usaba para entresacar los puntos esenciales del trabajo hecho por los demás. En ocasiones posteriores solía mencionarlos como de pasada, sin hacer hincapié, o incluso sin nombrar, los méritos ajenos.

Pero el joven Lamont se sintió bastante halagado, y de inmediato comentó con el voluble entusiasmo que le embarga a uno al exponer sus propios descubrimientos.

—No puedo envanecerme de haber hecho gran cosa, doctor Hallam. Deducir las leyes de la naturaleza del parauniverso (las paraleyes) es una cuestión muy intrincada; contamos con muy poco para empezar. Yo partí de lo que sabemos y descarté las ideas nuevas que no me ofrecían suficientes garantías. Con una acción nuclear más potente, parece evidente que la fusión de los núcleos pequeños se produce con mayor rapidez.

—Parafusión —dijo Hallam.

—Sí, señor. El truco era calcular simplemente los posibles detalles. Las matemáticas implicadas eran algo sutiles, pero una vez hechas unas cuantas transformaciones, las dificultades tendieron a desaparecer. Resulta, por ejemplo, que se puede provocar una fusión catastrófica del litio hídrico a temperaturas de cuatro órdenes de magnitud más bajas allí que aquí. Se precisan temperaturas de una bomba nuclear para que aquí explote el litio hídrico, pero en el parauniverso se conseguiría con una simple carga de dinamita, por así decirlo. Incluso es posible que en el parauniverso pudiera encenderse el litio hídrico con una cerilla, aunque no es muy probable. Les hemos ofrecido litio hídrico, puesto que la energía de fusión puede ser natural para ellos, pero no quieren aceptarlo.

—Sí, ya estoy enterado.

—Seguramente es demasiado peligroso para ellos; como usar nitroglicerina a toneladas en los motores de los cohetes, sólo que aún es peor.

—Muy bien. Y también está usted escribiendo una historia de la Bomba.

—Una historia informal, señor. Cuando haya terminado el manuscrito se lo daré a leer, si me lo permite, para aprovecharme de sus íntimos conocimientos sobre la cuestión. De hecho, me gustaría aprovecharme ahora mismo de ellos, si usted dispone de un poco de tiempo.

—Puedo explicarle algo. ¿Qué quiere saber? —Hallam estaba sonriendo. Fue la última vez que sonrió en presencia de Lamont.

—El desarrollo de una Bomba efectiva y práctica, profesor Hallam, tuvo lugar a una rapidez vertiginosa —empezó Lamont—. En cuanto al proyecto de la Bomba…

—El Proyecto de la Bomba de Electrones Interuniversal —corrigió Hallam, sin dejar de sonreír.

—Sí, claro —dijo Lamont, carraspeando—: Me he limitado a usar el nombre popular. En cuanto se inició el proyecto, los detalles de ingeniería se desarrollaron con gran rapidez y sin pérdida de tiempo.

—Es cierto —convino Hallam, en tono complaciente—. La gente ha intentado atribuirme la vigorosa e imaginativa dirección, pero yo no querría que usted lo recalque demasiado en su libro. La verdad es que disponíamos de un enorme fondo de cerebros en el proyecto, y no me gustaría que se quitara importancia a la inteligencia de los individuos que intervinieron, exagerando mi papel.

Lamont meneó la cabeza, un poco fastidiado. Consideraba superflua aquella observación. Dijo:

—No me refiero a esto en absoluto. Me refiero a la inteligencia que hay al otro lado: a los parahombres, para usar la expresión popular. Ellos lo iniciaron. Nosotros les descubrimos después de la primera transferencia de plutonio a tungsteno; pero ellos nos descubrieron primero para poder hacer la transferencia, trabajando sobre la teoría pura, sin la ventaja de la indicación que nos dieron a nosotros. También entra en juego la chapa de hierro que nos enviaron.

La sonrisa de Hallam se había desvanecido. Con el ceño fruncido, le interrumpió bruscamente:

—Los símbolos no fueron comprendidos. Nada en ellos…

—Comprendimos las figuras geométricas, señor. Yo las he examinado y es evidente que estaban dirigiendo la geometría de la Bomba. Me da la impresión de que…

Hallam apartó su silla con un ominoso ruido. Replicó.

—Dejemos esta cuestión, jovencito. Nosotros hicimos el trabajo, no ellos.

—Sí, pero ¿no es cierto que ellos…?

—¿Que ellos qué?

Lamont observó la arrolladora emoción que había suscitado, pero no pudo comprender la causa. Con vacilación, insistió.

—Que son más inteligentes que nosotros, que ellos hicieron el verdadero trabajo. ¿Existe alguna duda sobre esto, señor?

Hallam, con el rostro congestionado, se levantó.

—Existen muchas dudas —gritó—. No admitiré misticismo aquí. Ya hay demasiado. Escuche, jovencito. —Y acercándose a Lamont, que seguía sentado y no podía salir de su asombro, le señaló con un dedo gordinflón—: Si su historia va a mantener la hipótesis de que fuimos marionetas en manos de los parahombres, este instituto no va a publicarla; nadie, si puedo evitarlo. No quiero degradar a la humanidad y a su inteligencia, y no consentiré en elevar a los parahombres a la categoría de dioses.

Lamont tuvo que retirarse, muy perplejo y profundamente disgustado por haber creado malestar cuando sólo pretendía inspirar buena voluntad.

Y entonces descubrió que sus fuentes de información se estaban agotando. Los hombres que habían sido locuaces una semana antes, ahora no recordaban nada y no tenían tiempo para más entrevistas.

Al principio, Lamont se irritó y después empezó a sentirse embargado por una lenta cólera. Lo contempló todo desde un nuevo punto de vista, y ahora comenzó a agobiar y a insistir, cuando antes se había limitado a preguntar. Siempre que se encontraba con Hallam en las reuniones del departamento, éste fruncía el ceño y simulaba no verle, y Lamont, a su vez, le miraba desdeñosamente.

Como resultado, Lamont advirtió que empezaba a naufragar su vocación de parateórico y se dedicó con más firmeza que nunca a investigar la historia de la ciencia.