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Peter Lamont tenía dos años cuando Hallam cogió por primera vez su tungsteno alterado. Al cumplir veinticinco, pasó a formar parte de la Primera Estación de la Bomba, recién graduado, y aceptó un empleo simultáneo en la Facultad de Física de la universidad.

Era un notable y satisfactorio logro para un joven de su edad. La Primera Estación de la Bomba no tenía la importancia de las estaciones posteriores, pero era la precursora de todas ellas, de toda la cadena que ahora circundaba el planeta, aunque la nueva tecnología había cumplido sólo dos décadas. Ningún progreso tecnológico de primera magnitud había sido adoptado con tanta rapidez y tan completamente, y, ¿por qué no? Significaba energía gratis e ilimitada, y carecía de problemas. Era el Santa Claus y la lámpara de Aladino del mundo entero.

Lamont había aceptado el empleo con el fin de tratar con problemas de la más elevada abstracción teórica y, sin embargo, se sentía interesado por la sorprendente historia del desarrollo de la Bomba de Electrones. Nunca había sido descrita en su totalidad por alguien que comprendiera realmente sus principios teóricos (en la medida en que podían ser comprendidos) y que fuera capaz de traducir sus complejidades para el público en general. Como es natural. Hallam había escrito una serie de artículos para su difusión popular, pero éstos no presentaban una historia razonada y coherente, algo que Lamont deseaba ardientemente realizar.

Empezó utilizando los artículos de Hallam y otras reminiscencias que habían sido publicadas (los documentos oficiales, por decirlo así) y que terminaban con la sensacional observación de Hallam, la Gran Percepción, como se la llamaba a menudo (invariablemente con letras mayúsculas).

Después, por supuesto, cuando Lamont experimentó su desilusión, empezó a indagar con más profundidad, y en su mente se formuló la duda de que la gran observación de Hallam se debiera realmente a Hallam. Había sido pronunciada en el seminario que marcó el verdadero comienzo de la Bomba de Electrones y, sin embargo, resultó que era extraordinariamente difícil conseguir los detalles de aquel seminario y totalmente imposible conseguir las cintas magnetofónicas.

Eventualmente, Lamont empezó a sospechar que la vaguedad de las huellas dejadas en las arenas del tiempo por aquel seminario no era puramente accidental. Atando cabos con aplicación, llegó a parecerle probable que John F. X. McFarland hubiera dicho algo muy parecido a la crucial declaración hecha por Hallam y, además, antes que éste.

Fue a ver McFarland, que no figuraba para nada en los informes oficiales y que ahora se dedicaba a la investigación de la estratosfera, en especial al viento solar. No era un trabajo de primera línea, pero tenía su importancia y bastantes puntos de contacto con los efectos de la Bomba. Era evidente que McFarland había evitado caer en el olvido en que estaba sumido Denison.

Fue muy cortés con Lamont y se mostró dispuesto a hablar acerca de cualquier tema, excepto de lo sucedido en aquel seminario. Sencillamente, no recordaba nada de él.

Lamont insistió, para lo cual citó la evidencia que había recopilado.

McFarland sacó una pipa, la llenó, inspeccionó minuciosamente su contenido y dijo, con peculiar énfasis:

—No quiero acordarme, porque no tiene importancia; de verdad que no la tiene. Suponga que alego que yo había dicho algo. Nadie lo creería. Sólo conseguiría aparecer como un idiota y, además, megalómano.

—¿Y Hallam se encargaría de que fuese jubilado?

—No he dicho esto, pero no creo que me sirviera para nada. Aparte de que nada cambiaría.

—¡Se trata de establecer una verdad histórica! —exclamó Lamont.

—Tonterías. La verdad histórica es que Hallam nunca cejó. Obligó a todo el mundo a investigar, tanto si querían como si no. De no ser por él, el tungsteno hubiera explotado algún día, causando no sé cuántas víctimas. Tal vez nunca hubiese habido otra muestra y nunca hubiéramos tenido la Bomba. Hallam merece que se le atribuya, aunque no merezca los honores, y si esto no tiene sentido, lo siento, porque la historia no tiene sentido.

Lamont no se sintió satisfecho con la respuesta, pero tuvo que contentarse con ella, porque McFarland se negó rotundamente a decir nada más.

¡Verdad histórica!

Una verdad histórica que parecía incontestable era la radiactividad creciente emitida por el «tungsteno de Hallam» (como se le llamaba, según la costumbre establecida). No importaba que fuese o no fuese tungsteno, que lo hubiesen adulterado o no; ni siquiera que fuese o no fuese un isótopo imposible. Todo palidecía ante el asombro de tener algo, cualquier cosa, que mostraba una intensidad radiactiva constantemente en aumento bajo circunstancias que excluían la existencia de cualquier tipo de elemento radiactivo conocido entonces.

Al cabo de un tiempo, Kantrovich murmuró:

—Será mejor que lo mezclemos. Si lo guardamos en trozos grandes, se vaporizará o explotará o hará ambas cosas a la vez, contaminando a media ciudad.

Así pues, lo redujeron a polvo y empezaron por mezclarlo con tungsteno ordinario, y después, cuando el tungsteno se hizo radiactivo a su vez, lo mezclaron con grafito, que era menos sensible a la radiación.

Menos de dos meses después de que Hallam observara el cambio operado en el contenido del frasco, Kantrovich, en una comunicación al editor de Nuclear Reviews, con el nombre de Hallam como coautor, anunció la existencia del plutonio-186. De este modo fue corroborado el primer veredicto de Tracy, pero su nombre no fue mencionado, ni entonces ni después. Aquello prestó al tungsteno de Hallam una importancia épica, y Denison empezó a notar los cambios que terminaron por convertirle en una nulidad.

La existencia del plutonio-186 ya era de por sí bastante grave. Pero que al principio fuera estable y desarrollase una radiactividad siempre creciente era mucho peor.

Se organizó un seminario para tratar del problema. Kantrovich lo presidió, lo cual fue una interesante nota histórica, porque resultó ser la última vez en la historia de la Bomba de Electrones que un hombre que no fuese Hallam presidiera una reunión convocada para hablar de ella. De hecho, Kantrovich murió cinco meses después y, así, desapareció la única personalidad con el prestigio suficiente para hacer sombra a Hallam.

El seminario fue extraordinariamente infructuoso hasta que Hallam anunció su Gran Percepción, pero en la versión que reconstruyó Lamont, el verdadero punto álgido se produjo durante la pausa para el almuerzo. Entonces, McFarland, a quien no se le imputa ninguna observación en los informes oficiales, aunque estaba apuntado como coadjutor, dijo:

—Verán, lo que aquí nos hace falta es un poco de fantasía. Supongamos…

Estaba hablando a Diderick van Klemens, y éste lo mencionó brevemente en una especie de diario personal. Mucho tiempo antes de que Lamont lograse dar con estas notas, Van Klemens había muerto y, aunque estas pruebas convencieron al propio Lamont, tuvo que admitir que no constituirían una historia muy convincente sin una corroboración ulterior. Además, no había manera de probar que Hallam hubiese oído la observación. Lamont hubiera apostado una fortuna a que Hallam se encontraba lo bastante cerca para oírla, pero su convicción tampoco era una prueba satisfactoria.

Y suponiendo que Lamont hubiese podido probarlo, el resultado podría haber lastimado el soberano orgullo de Hallam, pero no hacer tambalear su posición. Podía aducirse que, para McFarland, la observación fue pura fantasía. Era Hallam quien la aceptó como algo más. Era Hallam quien estaba dispuesto a enfrentarse con el grupo y pronunciarla oficialmente, y arriesgarse al ridículo que podía acarrearle. Con seguridad, McFarland nunca hubiese querido figurar en el informe oficial con su «poco de fantasía».

Lamont hubiese podido replicar que McFarland era un notable físico nuclear con una reputación que mantener, mientras que Hallam era un joven radioquímico que podía decir cuánto le viniera en gana sobre física nuclear, y en su calidad de profano, lograr que nadie se lo tuviera en cuenta.

En cualquier caso, esto es lo que dijo Hallam, según la transcripción oficial:

—Caballeros, no vamos a ninguna parte. Por consiguiente, voy a hacer una sugerencia, no porque tenga mucho sentido sino porque es menos absurda que todo cuanto he oído hasta ahora… Nos enfrentamos con una sustancia, el plutonio-186, que no puede existir, ni siquiera como una sustancia momentáneamente estable, si las leyes naturales del universo tienen alguna validez. Por lo tanto, de ello se deduce que como existe y empezó existiendo como una sustancia estable, debe haber existido, por lo menos al principio, en un lugar o en un tiempo o bajo circunstancias en que las leyes naturales del universo eran diferentes de las actuales. Para decirlo crudamente, la sustancia que estamos estudiando no tuvo su origen en nuestro universo sino en otro, un universo alterno, un universo paralelo; llámenlo como quieran.

»Una vez aquí (y no pretendo saber cómo ha llegado), todavía seguía estable, y yo sugiero que esto se debía a que aún llevaba las leyes de su propio universo. El hecho de que se convirtiera con lentitud en radiactivo, y esta radiactividad fuera en aumento, puede significar que las leyes de nuestro propio universo se introdujeron poco a poco en su sustancia, si saben a qué me refiero.

»Hago notar que simultáneamente a la aparición del plutonio-186, desapareció una muestra de tungsteno, compuesto de varios isótopos estables, incluyendo el tungsteno-186. Puede haberse trasladado al universo paralelo. Después de todo, es lógico suponer que resulta más sencillo un intercambio de masas que un simple traslado sin retorno. En el universo paralelo, el tungsteno-186 puede ser tan anómalo como aquí el plutonio-186. Puede empezar como una sustancia estable y convertirse lentamente en radiactivo. Allí puede servir como una fuente de energía, del mismo modo que lo sería aquí el plutonio-186.

El auditorio debió escuchar con profunda estupefacción, porque ninguna interrupción ha sido registrada, por lo menos hasta la última frase recogida más arriba, momento en el cual Hallam hizo una pausa para recobrar el aliento, y tal vez extrañado ante su propia temeridad.

Alguien de entre el auditorio (posiblemente Antoine-Jerome Lapin, aunque el informe no lo concreta) preguntó si el profesor Hallam estaba sugiriendo que un agente inteligente del parauniverso había provocado deliberadamente el intercambio con el fin de obtener una fuente de energía. La expresión «parauniverso», inspirada en apariencia como una abreviación de «universo paralelo», hizo así su aparición en el idioma. Esta pregunta contenía la primera utilización registrada de la palabra.

Se produjo una pausa; entonces, Hallam, más osado que nunca, declaró (y éste fue el inicio de la Gran Percepción).

—En efecto, así lo creo, y pienso que la fuente de energía no puede ser práctica a menos que el universo y el parauniverso trabajen juntos, cada uno con la mitad de una bomba, lanzando la energía de ellos a nosotros y de nosotros a ellos, aprovechando la diferencia entre las leyes naturales de los dos universos.

Hallam, en este punto, adoptó la palabra «parauniverso» y la hizo suya. Además, fue el primero en usar la palabra «Bomba» (desde entonces, invariablemente con mayúscula) en relación con el asunto.

En el informe oficial se tiende a dar la impresión de que la sugerencia de Hallam se aceptó de inmediato, pero no fue así. Quienes estaban dispuestos a hablar de ello no se comprometían más allá de declararlo una especulación divertida. Kantrovich, en particular, no dijo una palabra. Esto fue crucial para la carrera de Hallam.

Hallam no podía llevar a cabo por sí solo las implicaciones teóricas y prácticas de su sugerencia. Se necesitaba un equipo, y éste fue formado. Pero nadie del equipo, hasta que fue demasiado tarde, quería asociarse abiertamente con la sugerencia. Cuando el éxito fue indiscutible, el público ya se había acostumbrado a atribuirlo a Hallam, y sólo a él. Para todo el mundo fue Hallam, y sólo él, quien descubrió la sustancia, quien concibió y transmitió la Gran Percepción; y, por consiguiente, fue Hallam el Padre de la Bomba de Electrones.

Así pues, en distintos laboratorios se trataron tentativamente gránulos de metal de tungsteno. Se hizo la transferencia en uno de cada diez y se obtuvieron nuevas reservas de plutonio-186. Otros elementos fueron ofrecidos como cebo y rehusados… Pero dondequiera que apareciese el plutonio-186, y quienquiera que aportase la reserva a la organización central de investigación que trabajaba en el problema, el público siempre lo consideraba una cantidad adicional del «tungsteno de Hallam».

También fue Hallam quien presentó con más éxito al público algunos aspectos de la teoría. Ante su propia sorpresa (como dijo más tarde), resultó un escritor de pluma fácil y gozaba popularizando el tema. Por añadidura, el éxito tiene su propia inercia, y el público no aceptaba información sobre el proyecto si no provenía de Hallam.

En un artículo que se hizo famoso, publicado en el North American Sunday Tele-Times Weekly, escribió: «No podemos precisar los diversos aspectos en que las leyes del parauniverso difieren de las nuestras, pero podemos suponer con cierta seguridad que la fuerte acción nuclear, que es la mayor fuerza conocida en nuestro universo, es incluso más potente en el parauniverso: quizá unas cien veces más. Esto significa que los protones se mantienen fusionados con más facilidad contra su propia atracción electrostática y que un núcleo requiere menos neutrones para producir estabilidad.

»El plutonio-186, estable en aquel universo, contiene demasiados protones, o es demasiado pobre en neutrones para ser estable en el nuestro con su acción nuclear menos efectiva. El plutonio-186, situado en nuestro universo, empieza a radiar positrones, emitiendo energía al hacerlo, y por cada positrón irradiado, un protón en el interior de un núcleo se transforma en un neutrón. Eventualmente, veinte protones por núcleo se han transformado en neutrones, y el plutonio-186 se ha convertido en el tungsteno-186, que es estable según las leyes de nuestro propio universo. En este proceso, veinte positrones por núcleo han sido eliminados. Estos se encuentran, se mezclan, y aniquilan veinte electrones, produciendo más energía, de modo que por cada núcleo de plutonio-186 que recibimos, nuestro universo pierde veinte electrones.

»En cambio, el tungsteno-186 que se introduce en el parauniverso es inestable allí por la razón opuesta. Según las leyes del parauniverso, tiene demasiados neutrones, o le faltan protones. Los núcleos de tungsteno-186 empiezan a emitir electrones, produciendo energía continua al hacerlo, y por cada electrón emitido, un neutrón se convierte en un protón, hasta que, al final, vuelve a ser plutonio-186. Por cada núcleo de tungsteno-186 introducido en el parauniverso, aparecen veinte electrones más.

»El plutonio-tungsteno puede repetir este ciclo indefinidamente entre el universo y el parauniverso, produciendo energía primero en uno y después en otro, y el efecto neto es la transferencia de veinte electrones de nuestro universo al suyo por cada núcleo que completa este ciclo. Ambas partes pueden adquirir energía de lo que es, en efecto, una Bomba de Electrones Interuniversal».

La transformación de esta idea en una realidad y la creación de la Bomba de Electrones como efectiva fuente de energía se llevó a cabo con asombrosa rapidez, y cada etapa de su éxito ensalzó el prestigio de Hallam.