El doctor John Dee yacía sobre un suelo cubierto de suave hierba. Abrió los ojos y observó la bóveda nocturna. Le dio tiempo a ser testigo de cómo los resplandores de color plata y oro se desvanecían del cielo e incluso percibió, a esa distancia, los aromas a vainilla y naranja. Los helicópteros de la policía vibraban en el aire al mismo tiempo que las sirenas bramaban por todas partes.
Así pues, los mellizos y Flamel habían escapado. Consigo se habían llevado la vida y el futuro del Mago inglés. Desde el ataque frustrado de la noche anterior, Dee había estado viviendo en tiempo de descuento; ahora, en cambio, era hombre muerto.
El Mago se sentó lentamente y se acunó el brazo derecho. Lo tenía completamente entumecido desde los dedos hasta el hombro, donde había recibido la fuerza bruta del golpe que le había asestado Clarent. Pensó que quizá tenía el hombro roto. Clarent.
Dee había visto con sus propios ojos cómo Josh lanzaba la espada… pero no le había visto recogerla del suelo. Dee giró su cuerpo en el fango y descubrió que la espada ancestral yacía en el suelo, justo a unos centímetros de él. De forma amable, casi incluso realizando una reverencia, la levantó del suelo mugriento, se recostó sobre el suelo y posó la espada sobre el pecho, sujetándola con ambas manos por la empuñadora.
Había estado buscando esa arma durante quinientos años. Había sido una búsqueda que le había conducido a todos los rincones del mundo además de a los Mundos de Sombras. Se rió, soltando una carcajada aguda, casi histérica. Finalmente la encontró en el mismo lugar donde fue creada. Uno de los primeros lugares donde había buscado la espada fue debajo del Altar de piedra, en Stonehenge; en aquel entonces, Dee tenía tan sólo quince años y Enrique VIII era el soberano de Inglaterra.
Aún estirado sobre el suelo, Dee buscó algo bajo su abrigo. Unos segundos más tarde extrajo a Excalibur y la sujetó con su mano derecha. Entonces levantó ambas espadas a la misma altura. Las armas se movían en su alcance, se retorcían como si quisieran rozarse y las empuñaduras redondas rotaban mientras los filos de ambas espadas desprendían un humo blanquecino. De repente sintió un escalofrío gélido a un costado del cuerpo; y un calor abrasador en el otro. Su aura se encendió y unos zarcillos amarillos y largos empezaron a brotar de su piel. Todos los dolores y molestias físicas se esfumaron y todos los cortes y moretones se curaron. El Mago acercó las dos espadas, cruzándolas con sus filos.
Y entonces se unieron en un único movimiento inesperado, como si tuvieran un imán. Intentó separarlas, pero estaban encajadas herméticamente entre sí. Se produjo un chasquido y las espadas se fusionaron, filo con filo, empuñadura con empuñadura, para crear una única espada de aspecto normal y corriente de la que salía humo grisáceo.
Una figura emergió de la oscuridad arrastrando pesadamente los pies; se trataba de un anciano cubierto de docenas de capas de abrigos. Una luz amarilla brotó de su cabellera enmarañada y de su barba descuidada. Su mirada azul y brillante parecía perdida y lejana. Observó la espada y se centró en ella. Concentró toda su atención en ella, intentando recordar. Alargó un dedo tembloroso para acariciar la espada de piedra fría y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Los dos que son uno —masculló—, el uno que lo es todo.
Entonces el Anciano de los Días se giró y se alejó arrastrando los pies hacia la oscuridad nocturna.