Monte Tam —dijo Nicolas Flamel derrumbándose sobre sus rodillas al mismo tiempo que llenaba los pulmones de aire cálido—. San Francisco. Algo mareado y desorientado, Josh también se desplomó sobre el suelo, apoyándose en las manos y las rodillas, y miró a su alrededor. La ladera de la montaña estaba completamente soleada; en cambio, el valle estaba cubierto por una nube de neblina blanca que descendía en espiral.
Sophie se agachó en cuclillas junto a su hermano. Tenía la piel blanca como una pared, los ojos hundidos en las cuencas y el cabello enmarañado y graso sobre su cráneo.
—¿Cómo estás? —preguntó a su hermano.
—Supongo que igual de mal que tú —respondió. Sophie, lentamente, se incorporó y ayudó a su mellizo a erguirse.
—¿Dónde estamos? —preguntó mirando a su alrededor. Sin embargo, el paisaje que se alzaba ante sus ojos le resultaba completamente desconocido.
—En el norte de San Francisco, creo —informó Josh.
Una sombra se movió en el valle y la niebla se retorció y serpenteó formando un laberinto de curvas. El trío se giró para contemplar a la figura a sabiendas de que, si se trataba de un enemigo, no tenían fuerzas suficientes para luchar contra él. Estaban tan exhaustos que apenas podían correr.
Entonces apareció Perenelle Flamel, suspendida en el aire y con un aspecto elegante a pesar de llevar un abrigo negro mugriento sobre una camiseta tosca y unos pantalones.
—Llevo esperando aquí una eternidad —exclamó. Dibujó una sonrisa de oreja a oreja a medida que avanzaba a zancadas por la ladera del monte.
La Hechicera abrazó a los mellizos y les apretó con fuerza.
—Oh, qué alegría veros sanos y salvos. He estado tan preocupada.
Rozó los moretones de las mejillas de Sophie y acarició la frente rasguñada de Josh y los cortes que tenía en los brazos. Los dos mellizos sintieron un cálido hormigueo e incluso Josh logró ver con sus propios ojos cómo los cardenales de Sophie desaparecían de su piel.
—Me alegro estar de vuelta —dijo Josh.
Sophie asintió con la cabeza.
—Me alegro de volver a verte, Perry.
Nicolas recogió a su esposa y la abrazó durante lo que, en aquel momento, pareció mucho tiempo. Entonces dio un paso atrás, posó las manos sobre los hombros de Perenelle y la observó detenidamente.
—Tienes buen aspecto, mi amor —apuntó.
—Admítelo, parezco una anciana —dijo.
Perenelle recorrió el rostro de Nicolas con la mirada y se percató de la aparición de líneas de expresión y arrugas profundas. Recorrió su dedo índice por los numerosos cortes y moretones y, con un rastro de aura blanca, los curó.
—Aunque no tan anciana como tú. Eres una década más joven que yo pero hoy —sonrió—, por primera vez en todos nuestros años juntos, pareces mayor que yo.
—Han sido unos días interesantes —admitió Flamel—. ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí? La última vez que hablamos estabas prisionera en Alcatraz.
—Ahora puedo asegurar ser uno de los pocos prisioneros que lograron escaparse de la Roca.
Deslizando su brazo hacia el de su marido, caminó junto a él por la ladera, atravesando la niebla vespertina. Los mellizos les seguían unos pasos atrás.
—Deberías estar muy orgulloso de mí, Nicolas —dijo—. He conducido hasta aquí yo sólita.
—Siempre estoy orgulloso de ti —comentó. Después de una pausa, añadió—: Pero nosotros no tenemos coche.
—Cogí prestado un descapotable Thunderbird bastante bonito que me encontré en el embarcadero. Sabía que el propietario no lo utilizaría hasta pasado un buen tiempo.