Quizá no sea necesario —dijo Shakespeare de forma tajante—. La Caza Salvaje y todas esas criaturas están aquí por ti y tu hermana. El aroma de vuestras auras les ha arrastrado hasta aquí. Eso y la inmensa recompensa que Dee ha puesto a vuestras cabezas. Nosotros no les interesamos. Así que todo lo que tenemos que hacer es deshacernos de vosotros. Palamedes, Gabriel —ordenó el Bardo—. Entretenedlos un rato para ganar un poco de tiempo.
El Caballero Sarraceno asintió. Su armadura abollada apareció otra vez alrededor de su cuerpo, pero esta vez cobró un aspecto más suave, negro y reflectante. Empuñando su espada larga con ambas manos, se lanzó hacia los lobos y los felinos oscuros. Gabriel envió a los sabuesos que habían sobrevivido tras Palamedes.
Shakespeare estaba sujetando al Alquimista mientras Josh y Sophie intentaban mantenerle erguido. Los cuatro se dirigieron hacia las dos altas columnas de arenisca plantadas en el corazón de Stonehenge.
En el mismo momento en que Josh pisó el círculo, sintió la inconfundible vibración de poder. Le recordó las sensaciones que había experimentado cuando había empuñado a Clarent, la sensación de escuchar voces lejanas más allá de su oído. Miró a su alrededor, pero le resultaba difícil distinguir la silueta de las piedras en la oscuridad nocturna.
—¿Cuántos años tiene este lugar? —preguntó Josh.
—El primer emplazamiento se remonta a hace más de cinco mil años, pero es posible que sea más antiguo —respondió Shakespeare. De repente, el Bardo se topó con una piedra que había en el suelo—. Aquí está el Altar de Piedra —informó al Alquimista.
Nicolas Flamel se derrumbó sobre la piedra e inspiró hondo mientras se llevaba una mano al pecho.
—Orientadme —resolló—. ¿Dónde está el norte?
De forma instintiva, Josh y Shakespeare miraron hacia el cielo, buscando la estrella polar.
Inesperadamente, un gigantesco gato negro saltó por encima de la valla, con la boca abierta y las uñas al descubierto. Se disponía a atacar al Alquimista. Flamel alzó la mano y unas garras afiladas como cuchillas brotaron de su palma; entonces, la porra policial de Shakespeare salió disparada de su bolsillo y golpeó la cabeza del animal dejándolo completamente inconsciente. El gato se desplomó sobre la piedra y se disolvió en polvo.
—Igual que ocurre con el metal, estas piedras son como veneno para ellos —explicó rápidamente el Bardo—. No pueden rozarlas; por eso no están acercándose a nosotros. Alquimista, si tienes intención de hacer algo, hazlo ahora —puntualizó—. El norte está aquí.
—Buscad el tercer trilithon perfecto a la izquierda —murmuró el Alquimista.
—¿El tercer qué? —preguntó Josh, algo confundido.
—Trilithon. Una estructura de dos colosales piedras verticales y un dintel —explicó Shakespeare—. Es el término griego para denominar tres piedras.
—Lo sabía… creo —susurró Josh. Empezó a contar y anunció—: Es ésta —dijo con decisión mientras señalaba la escultura—. Ahora, ¿qué?
—Ayudadme —rogó Nicolas.
Shakespeare se ocupó del Alquimista y lo llevó a rastras hasta los dos postes verticales. Empujándolo hacia el agujero que conformaban las tres piedras, Nicolas posó las manos en la parte más alta de las piedras al mismo tiempo que estiraba las piernas. Finalmente, adoptó una postura en forma de X en la mitad de la estructura prehistórica.
Un suave aroma a menta tiñó la atmósfera fría y nocturna.
Un oso gigantesco se alzó apoyándose únicamente sobre sus patas traseras y sus garras lograron arañar la cabeza del Alquimista. Entonces el Caballero Sarraceno agarró a la criatura y la lanzó a los Sabuesos de Gabriel. Todos se abalanzaron sobre el cuadrúpedo aullando de forma salvaje. En cuestión de segundos, el oso se transformó en polvo.
Un trío de lobos corría aceleradamente hacia Flamel. Josh rozó a uno con la espada shamshir a la vez que Gabriel derribaba al otro. Josh intentó apuñalar al tercero pero éste esquivó el embiste. Sin embargo, al evitar el roce con la espada acarició la piedra y se desmoronó en diminutos granitos de arena.
De repente, Josh se dio cuenta de que apenas quedaba un puñado de los Sabuesos de Gabriel con vida y todos ellos estaban retrocediendo al círculo de piedra. El esqueleto de un caballo, montado por un jinete sin cabeza, se encabritó y empezó a sacudirse frenéticamente. Agarró a uno de los sabuesos y lo lanzó hacia la piedra. El sabueso se desvaneció, dejando tan sólo una silueta polvorienta en el aire.
—Alquimista —advirtió Shakespeare—, haz algo. Nicolas se desplomó sobre el suelo. —No puedo.
—¿Estás seguro de que ésta es la puerta correcta? —preguntó Josh.
—Estoy seguro, pero no me quedan fuerzas —admitió. Después miró a los mellizos y, durante un breve instante, Josh creyó ver algo en la mirada del inmortal—. Sophie, Josh, tendréis que hacerlo vosotros.
—La chica está agotada —dijo rápidamente el Bardo—. Si utiliza su aura arderá en llamas.
Nicolas alargó el brazo, tomó la mano de Josh y tiró hacia él.
—Entonces tendrás que ocuparte tú. —¿Yo? Pero yo estoy…
—Tú eres el único a quien le queda aura para hacer esto.
—¿Qué otras alternativas hay? —preguntó Josh.
Tenía la clara impresión de que esto era precisamente lo que el Alquimista había estado planeando. Flamel jamás había tenido el poder suficiente para activar la línea telúrica.
—Ninguna.
El Alquimista señaló las criaturas que se aglomeraban alrededor del círculo de piedras. Entonces apuntó al cielo. Un faro reflector cruzaba el paisaje celeste. Y había más puntos de luz que se acercaban lentamente.
—Helicópteros de la policía —anunció—. Llegarán en cuestión de minutos.
Josh entregó a Flamel la espada shamshir, que se había doblado ligeramente.
—¿Qué hago?
—Colócate entre los postes con los brazos y las piernas extendidos. Visualiza a tu aura desplazándose de tu cuerpo hacia las piedras. Eso será suficiente para activarlas.
—Y hazlo rápido —recordó Shakespeare.
Apenas quedaba media docena de los Sabuesos de Gabriel y Palamedes estaba aislado, rodeado por criaturas que le amenazaban con dagas que chirriaban y lanzaban chispas al tocar su armadura. Los lobos y los gatos seguían pululando alrededor del círculo de piedra.
—Déjame ayudar a mi hermano —murmuró Sophie.
—No —respondió Shakespeare—. Es demasiado peligroso.
El aura de Josh empezó a humear en el mismo momento en que se colocó entre las tres piedras. Se despojó de su piel como un humo dorado.
Apoyó las palmas de la mano en la superficie suave de la arenisca y, de forma instantánea, la fragancia a naranjas se intensificó. El aroma hizo que las criaturas que permanecían fuera del círculo entraran en un estado de euforia y frenesí. Doblaron sus esfuerzos para intentar llegar hasta los mellizos. Shakespeare y Gabriel tomaron posiciones a cada lado de la estructura de piedra, en un intento desesperado de mantenerlas alejadas de Josh. El joven estiró su pie izquierdo y rozó uno de los postes verticales y, en el momento que su pie derecho tocó el otro poste, las voces que había estado escuchando en su cabeza desde el momento que se había colocado en el ancestral círculo se aclararon. De pronto cayó en la cuenta de por qué le resultaban tan familiares. Eran una única voz, la voz de Clarent. Se percató de que Clarent y Excalibur habían sido creadas a partir de la misma roca ígnea, al igual que las piedras azules que componían el antiguo anillo. Vio rostros, humanos y no humanos, además de algunos que eran una mezcla entre ambos, de los creadores originales de Stonehenge. Ese emplazamiento no tenía cinco mil años; era más antiguo, mucho, mucho más antiguo. Vislumbró la imagen de Cernunnos, brillante y hermosa, sin sus astas, ataviado con ropajes blancos. Se hallaba en el centro del círculo y estaba empuñando una única espada de aspecto mediocre y simple.
Sin embargo, mientras el pilar situado a la izquierda de Josh crujía y brillaba con un resplandor dorado, el derecho siguió oscuro.
Se giró hacia Sophie.
—Tienes que ayudar a tu hermano.
La joven estaba tan agotada que apenas podía mantenerse en pie. Se giró hacia el Alquimista e intentó formular las palabras en su cabeza.
—Pero Will dijo que si utilizaba mi aura podría incendiarme.
—Y si la puerta de la línea telúrica no se abre, todos moriremos —gruñó Flamel.
Agarró a Sophie por el hombro y la propulsó hacia la piedra. Se tropezó torpemente, ya que el suelo estaba desnivelado, y se cayó con los brazos extendidos… entonces las yemas de sus dedos acariciaron la piedra. Se produjo una explosión de perfume de vainilla y, de repente, la piedra empezó a brillar. Una niebla dorada emergió en espiral y, desde el interior, la piedra empezó a iluminarse poco a poco hasta que los pilares del trilithon vibraron y emitieron una luz dorada y plateada. El dintel, apoyado sobre los dos pilares, se tiñó de naranja.
Ya había caído la noche en la llanura de Salisbury, pero entre las piedras apareció una exuberante ladera soleada.
Josh contemplaba asombrado el escenario. Era capaz de apreciar el olor a hierba y follaje, sentir el calor veraniego en su rostro y saborear una pizca de sal en la atmósfera. Giró la cabeza; tras él, reinaba la noche y las estrellas destellaban en los cielos; ante él, era de día.
—¿Dónde…? —susurró.
—Monte Tamalpais —dijo Flamel con tono triunfante. Ayudó a Sophie a incorporarse y la arrastró hacia la apertura de luz. En el mismo instante que las yemas de sus dedos dejaron de rozar el pilar, la luz empezó a desvanecerse.
—Idos —dijo Shakespeare—. Idos ahora…
—Dile a Palamedes…
—Lo sé. Salid de aquí. Ahora.
—¡Qué obra de teatro hubieras escrito con esta historia! —exclamó el Alquimista.
Abrazó a Josh por la cintura y dirigió a los mellizos hacia el paisaje silvestre que había al otro lado del mundo.
—Nunca me ha gustado escribir tragedias —murmuró William Shakespeare.
La luz dorada desapareció en el momento que Josh apartó la mano de la piedra y los perfumes a naranjas y vainilla fueron reemplazados por la esencia húmeda de Gabriel y el único sabueso que había sobrevivido a la encarnizada batalla.
La Caza Salvaje, junto a la criatura de la Última Generación, los inmortales y los atacantes humanos desaparecieron inmediatamente en la noche, dejando tras de sí únicamente una estela de polvo. De la llanura verde tan sólo quedaban ruinas cubiertas de barro y lodo. Palamedes se tambaleó entre la oscuridad nocturna. Su armadura estaba abollada y arañada y su gigantesca espada estaba partida en dos. El cansancio hizo que su acento fuera más pronunciado.
—Tenemos que irnos de aquí antes de que llegue la policía.
—Conozco un lugar —dijo Shakespeare—. Está cerca. Un granero eduardiano perfectamente protegido. Palamedes apretó el hombro del Bardo. —Me temo que no está tan perfectamente protegido.