La Caza Salvaje corría por la llanura de Salisbury. Las criaturas que Sophie y Josh tan sólo avistaron a lo lejos momentos antes estaban pisándoles los talones. Lograron reconocer a algunas de ellas: perros negros y lobos grises, monstruosos gatos con mirada carmesí, osos enormes, jabalíes con los colmillos retorcidos, cabras, ciervos y caballos. Sin embargo, se habían unido a la Caza otro tipo de criaturas: figuras humanas talladas en piedra; unas criaturas con piel de corteza, cabello de hoja y extremidades de ramas se apresuraban hacia ellos. Sophie y Josh también distinguieron a los Genii Cucullati, los Encapuchados; observaron a cucubuths con la cabeza rapada blandiendo cadenas y caballeros ataviados con armadura desgastada y oxidada. Unos guerreros con el cuerpo tatuado tapados con pieles junto a centuriones romanos con uniforme roto cojeaban tras un Dearg Due de cabello rojizo.
Entre todos estos monstruos, los mellizos también vislumbraron a humanos de aspecto normal y corriente que empuñaban espadas, puñales y lanzas; para Josh, éstos eran los más aterradores.
Los mellizos desviaron su mirada hacia Stonehenge, que yacía entre la oscuridad nocturna, y sabían que no llegarían a tiempo.
—Detengámonos y luchemos —jadeó Josh después de analizar su situación y percatarse de las pocas opciones que tenían—. A mí aún me queda algo de fuerza… Quizá podría evocar lluvia…
De repente, un aullido agudo retumbó en la llanura de Salisbury. A Josh le dio un vuelco el corazón. Entonces se dio cuenta de que, a su derecha, otro grupo de criaturas avanzaba en tropel.
—Problemas —expuso.
—Todo lo contrario —sonrió Palamedes—. Observa. Y entonces Josh reconoció a la figura que iba en cabeza del grupo.
—¡Shakespeare!
El Bardo permitió que los Sabuesos de Gabriel se adelantaran. Los Sabuesos, muy disciplinados, se abalanzaron sobre el extraño y dispar ejército que, de repente, se quedó completamente inmóvil. Unas lanzas de hierro y unas espadas metálicas comenzaron a destellar en la bóveda nocturna y enseguida una nube de polvo se levantó sobre la llanura.
William Shakespeare, ataviado con una armadura policial moderna y un casco con visor, se reunió al lado de Palamedes.
—Qué alegría verte —dijo.
—Creí haberte dicho que no esperaras hasta el anochecer —respondió el Caballero Sarraceno.
—Oh, nunca es tarde si la dicha es buena —repuso Shakespeare—. De todas formas, ya sabes que nunca te presto atención —añadió el Bardo con una tímida sonrisa—. Además, como no vi nada en las carreteras, supuse que habíais encontrado algún lugar donde esconderos hasta el anochecer.
Palamedes dejó caer al Alquimista, que seguía inconsciente, sobre el suelo y empezó a atizarle suaves golpes en las mejillas.
—Despierta, Flamel. Despierta. Necesitamos saber qué piedra es la correcta.