La conoces? —preguntó Billy el Niño agachando la cabeza y hablando entre dientes. Contemplaba la espalda de la mujer que estaban siguiendo a través del laberinto de piedra y pasillos metálicos. Maquiavelo asintió.
—Nos conocimos en una ocasión —respondió en voz baja—. Es la Diosa Cuervo, una criatura de la Última Generación.
La mujer giró la cabeza, como si se tratara de una lechuza, para vigilar a los dos hombres. Tenía los ojos escondidos tras unas gafas de sol de cristal de espejo.
—Y mi oído es excelente.
Billy sonrió. Dio dos pasos rápidos hacia delante y se colocó junto a la mujer vestida de cuero negro. Le ofreció la mano y se presentó.
—William Bonney, Madame. Aunque todo el mundo me llama Billy.
La Diosa Cuervo miró la mano y dibujó una sonrisa, dejando al descubierto unos gigantescos colmillos que le presionaban el labio inferior.
—No me toques. Muerdo.
Billy ni se inmutó.
—No hace mucho que soy inmortal. De hecho, hace tan sólo ciento veintiséis años y no he tenido el placer de conocer a muchos Inmemoriales o criaturas de la Última Generación. Sin duda, no he conocido a nadie como tú…
—William —avisó Maquiavelo en tono suave—, creo que deberías dejar de molestar a la Diosa Cuervo.
—No la estoy molestando, sólo estoy preguntando…
—Eres inmortal, William, no invulnerable —sonrió Maquiavelo—. Morrigan es venerada y honrada por los celtas como la diosa de la muerte. Eso te debería dar una pista de su naturaleza.
De repente, el italiano detuvo el paso.
—¿Qué ha sido eso?
Billy el Niño se metió la mano en el abrigo y, de forma inesperada, sacó un puñal afilado por ambos lados de unos cuarenta centímetros de largo. De repente, su rostro adolescente cambió, tornándose más agresivo y anguloso.
—¿El qué?
Maquiavelo alzó la mano en un gesto de silenciar al norteamericano. Ladeó la cabeza y concentró su atención.
—Parece que es… ¡un motor fuera borda!
Billy salió disparado. Maquiavelo echó un rápido y sospechoso vistazo a la Diosa Cuervo y empezó a correr por el pasillo.
Un momento más tarde, la esfinge apareció tras una esquina. Al ver a la Diosa Cuervo, se detuvo y las dos Inmemoriales se saludaron educadamente. Eran familiares lejanas gracias a una compleja red de relaciones entre Inmemoriales.
—Creí oír algo —dijo la esfinge.
—Ellos también —añadió la Diosa Cuervo con una sonrisa salvaje.
Nicolas jamás había aprendido a conducir pero Perenelle finalmente se decidió a asistir a clases de conducción hacía unos diez años. Después de seis semanas en la autoescuela, aprobó el examen en su primer intento. Jamás habían adquirido un coche, pero Perenelle recordaba perfectamente cada una de las clases de conducción. Tardó tan sólo unos minutos en averiguar cómo controlar el diminuto bote amarillo a motor. Giró la llave en el contacto y empujó el acelerador. De inmediato, el motor fuera borda empezó a escupir espuma. Girando el volante, empujó un poco más el acelerador y el bote zarpó bramando de la isla de Alcatraz, dejando un rastro de agua blanca en forma de V a su paso.
El rostro de De Ayala se fusionó en las ondas espumosas que se formaban en la proa del bote.
—Creí que ibas a combatir.
—Combatir siempre es la última opción —gritó para que su voz se oyera por encima del rugido del motor—. Si Scathach y Juana hubieran aparecido, quizá me hubiera decidido a acabar con la esfinge y los dos inmemoriales. Pero no sola.
—¿Y qué hay de la Diosa Araña?
—Aerop-Enap puede cuidarse sola —respondió Perenelle—. Su mayor esperanza es que no estén en la isla cuando se despierte. Tendrá hambre y cabe decir que la Vieja Araña tiene un apetito voraz.
Un grito a lo lejos le llamó la atención. Maquiavelo y su acompañante estaban en el muelle. El italiano permanecía quieto, inmóvil, pero el otro estaba moviendo los brazos y el sol centelleaba en un puñal que llevaba en la mano.
—¿No utilizarán su magia? —preguntó De Ayala.
—No resulta muy eficaz en agua corriente —sonrió Perenelle.
—Me temo que tengo que dejarte, Madame. Debo regresar a la isla.
El rostro del fantasma empezó a disolverse, convirtiéndose así en rocío.
—Gracias Juan, por todo lo que has hecho —dijo Perenelle con toda sinceridad en español arcaico—. Estoy en deuda contigo.
—¿Volverás a Alcatraz?
Perenelle observó la cárcel por encima de su hombro. Ahora que sabía que las celdas albergaban una colección de pesadillas, pensó que la propia isla parecía como una bestia durmiente.
—Lo haré —alguien debería ocuparse de aquel ejército antes de que despertara—. Volveré. Y pronto —prometió.
—Te estaré esperando —dijo De Ayala, y desapareció.
Perenelle dirigió el bote hacia el embarcadero y echó atrás el acelerador. Una sonrisa de satisfacción reinó en su rostro. Era libre.
Nicolás Maquiavelo inspiró hondo en un intento de calmarse. La ira enturbiaba el buen juicio y en este preciso instante lo que necesitaba era pensar con lucidez. Había subestimado a la Hechicera y ella le había hecho pagar por ese error. Era imperdonable. Le habían enviado a Alcatraz con la misión de matar a Perenelle y había fracasado. Ni su propio maestro ni el de Dee se iban a sentir satisfechos con lo ocurrido, aunque tenía la sensación de que el Mago no estaría demasiado afectado. Seguramente el inmortal inglés se regodearía ante tal idea.
Aunque temía a la Hechicera, Maquiavelo había querido enfrentarse a ella. Jamás le había perdonado que le venciera en el volcán Etna y, a lo largo de los siglos, había invertido una fortuna en coleccionar hechizos, encantamientos y brujerías para destruirla. Estaba decidido a tener su revancha. Y ella le había jugado una mala pasada. No con magia, ni con el poder de su aura. Sino con astucia… lo cual supuestamente era su especialidad.
—¡Detenía! —gritó Billy—. ¡Haz algo!
—¿Podrías callarte un momento? —preguntó tajantemente al joven norteamericano. Sacó su teléfono móvil y añadió—: Tengo que informar sobre esto y créeme, no tengo muchas ganas. Uno jamás debería dar malas noticias.
Y entonces, al otro lado de la bahía, el Viejo Hombre del Mar emergió del agua, justo delante del bote. Unos tentáculos de pulpo rodearon estrechamente el pequeño bote, frenando así su navegación. Perenelle desapareció, salió disparada ante la repentina frenada.
Maquiavelo guardó su teléfono en el bolsillo; quizá, después de todo, podría informar de buenas noticias.
La voz de Nereo resonó en el agua; sus palabras parecían vibrar entre las olas.
—Sabía que volveríamos a encontrarnos, Hechicera.
Maquiavelo y Billy observaban el espectáculo mientras el Inmemorial subía a la superficie marina y se agachaba sobre la proa del barco mientras retorcía todas sus patas. La madera crujió y se partió en mil astillas y, de inmediato, el parabrisas se hizo añicos por el peso de la criatura en la parte frontal del velero. Sin embargo, el motor fuera borda del bote siguió gimiendo.
Maquiavelo colocó rápidamente la mano sobre las cejas para evitar el sol y poder contemplar cómo la Hechicera se ponía en pie. Tenía una lanza de madera entre las manos. Los rayos de sol destellaban un resplandor dorado sobre el arma, que dejaba un humo blanco a su paso. Vio cómo Perenelle intentaba apuñalar los tentáculos de la criatura una, dos y tres veces antes de clavar la lanza en el pecho de Nereo. Empezó a brotar agua, formando una columna de agua salada que nacía de las olas, mientras el Viejo Hombre del Mar esquivaba desesperadamente la punta de la lanza. El Inmemorial se deslizó de la proa del barco y desapareció entre las olas formando una explosión de burbujas y espuma.
El bote volvió a recuperar el equilibrio sobre el agua y, con el motor echando espuma y gimiendo, arrancó otra vez hacia tierra firme. Los tres tentáculos que seguían sobre el barco a motor se cayeron y fueron a la deriva con la marea. El encuentro había durado menos de un minuto.
Maquiavelo suspiró y volvió a sacar su teléfono móvil. Al final, sólo podía dar malas noticias; ¿podría empeorar el día? Una sombra apareció sobre sus cabezas y el italiano alzó la mirada para descubrir la gigantesca silueta de la Diosa Cuervo planeando sobre ellos. Volaba alto, con su abrigo de plumas negro extendido como si fueran alas verdaderas, y entonces descendió en picado para aterrizar hábilmente sobre el barco a motor amarillo.
El italiano empezó a sonreír. Evidentemente, la Diosa Cuervo arrastraría a la Hechicera hacia las aguas y las Nereidas se la engullirían. Pero su sonrisa se esfumó en el momento en que avistó a las dos mujeres, una de la Última Generación y la otra una humana inmortal, abrazarse. Cuando se giró, su rostro era una máscara desagradable.
—Pensé que la Diosa Cuervo estaba de nuestro lado —dijo Billy el Niño con tono lastimero.
—Al parecer, hoy en día no puedes confiar en nadie —observó Nicolás Maquiavelo mientras se alejaba del embarcadero.