Por el rabillo del ojo, Josh vislumbró cómo el aura del Alquimista se desvanecía y, al girarse, vio cómo Flamel se desplomaba. Sabía que estaba demasiado lejos como para llegar a tiempo para cogerlo. Empezó a girar y Clarent cortó por la mitad a un lobo sarnoso de tan sólo un ojo convirtiéndolo automáticamente en polvo y entonces, pivotando sobre su talón, como si estuviera lanzando un disco, soltó la espada, que salió volando hacia Dee. El filo sonaba como un felino, maullando al cortar el aire, al mismo tiempo que la piedra ardía en un color rojo negruzco. El Mago la descubrió en el último momento. El látigo que tenía en la mano rápidamente se transformó en un escudo circular y Clarent colisionó en el centro, provocando así una explosión de chispas negras y amarillas que dejaron al Mago clavado en el suelo. Su aura parpadeó e, instantes más tarde, se esfumó. Dee no se levantó.
Un lobo con rostro infantil saltó hacia Josh con el hocico abierto y éste dejó escapar un grito de dolor cuando la criatura clavó las zarpas en el brazo del joven. De forma abrupta, el lobo explotó en una nube de polvo. Sophie se sacudió la ceniza oscura de la espada shamshir que Gilgamés le había regalado.
—Ve a por el coche. Tenemos que salir de aquí.
Josh dudó, pues se encontraba ante la disyuntiva de recuperar a Clarent o ir a por el coche. Unas alas empezaron a batir sobre sus cabezas y una criatura con aspecto de rata de al menos dos metros de largo empezó a descender en picado desde el cielo nocturno, con las garras apuntando a Sophie. Su silbido triunfante enseguida se convirtió en un borboteo cuando la espada de hierro rozó a la criatura en el aire convirtiéndola de inmediato en arena.
—¡Josh, ahora! —pidió Sophie mientras escupía la arena que le había entrado en la boca. Su mellizo se dio media vuelta y corrió hacia el coche. La noche había cobrado vida gracias a una cacofonía de sonidos: aullidos, gemidos y ladridos. Las pezuñas chasqueaban en la tierra. Los ruidos cada vez se acercaban más, se intensificaban más.
Palamedes había dejado la llave del coche en el contacto. Josh se deslizó en el asiento del conductor, respiró hondo y giró la llave. El coche arrancó en su primer intento. Agarrando el volante con firmeza, pisó el acelerador. Dos lobos desaparecieron debajo de las ruedas y de ellos no quedó más que una nube de polvo. Otro saltó sobre el capó, pero Josh enseguida giró el volante y el animal se deslizó dejando rasguños sobre el metal del vehículo. Atropello a un lobo cuyo pelaje era negro como el carbón que se arrastraba tras Sophie y frenó de sopetón.
—¿Has pedido un taxi?
Pero Sophie no subió.
—Busca a Palamedes —ordenó. Corriendo junto al coche, Sophie se abría camino entre los lobos de la Caza Salvaje moviendo agresivamente su espada metálica hasta que, finalmente, alcanzaron al Caballero Sarraceno, que estaba entre un charco de polvo que le llegaba a los tobillos.
—¡Sube, sube! —gritó Josh.
Palamedes abrió la puerta, empujó primero a Sophie hacia el interior y después se lanzó directamente hacia la parte trasera del taxi. Josh arrancó girando el volante 180 grados. Se aproximaba a Nicolas, quien seguía en el suelo completamente inmóvil. Sophie se inclinó, le agarró por los hombros e intentó arrastrarlo hacia el interior, pero pesaba demasiado. Palamedes alargó el brazo y, a pesar de su estado agotado y debilitado, alzó al Alquimista con sólo una mano.
Sophie golpeó la separación de cristal con la palma de la mano y exclamó:
—¡Vámonos, Josh, vámonos!
—Tengo que recuperar a Clarent.
—¡Mira detrás de ti! —chilló.
Por el espejo retrovisor, Josh pudo darse cuenta de que el campo estaba repleto de monstruos. Daba la sensación de que formaban parte de la Caza Salvaje, pero estos lobos eran negros, con rostros brutos, semejantes a los de los simios y, comparados con los lobos grises, eran el doble de grandes. Correteando junto a ellos pudieron distinguir a felinos de pelaje oscuro con ojos carmesí.
—¿Qué son? —gritó Josh.
—Aspectos de la Caza Salvaje provenientes de todo el país —informó Palamedes con tono cansado.
Josh echó un vistazo al pedazo de hierbas altas donde sabía que estaba Clarent y tomó una decisión. Tardaría un solo segundo en recuperarla… pero eso pondría en peligro a todo el mundo. Incluso mientras pisaba el acelerador, el joven reconoció que el antiguo Josh Newman hubiera antepuesto sus propias necesidades sobre las de los demás y hubiera ido en busca de la espada. Había cambiado. Quizá tenía algo que ver con la magia que había aprendido, aunque lo dudaba. Las experiencias de los últimos días le habían enseñado qué era importante.
Sophie se asomó por la ventanilla del coche, reuniendo fuerzas que desconocía poseer, y apretó el pulgar en el círculo tatuado de su muñeca. Una línea finísima, como una flecha, de fuego con aroma a vainilla empezó a arder hasta crear unas llamaradas de unos dos metros de altura. Todas las criaturas se detuvieron repentinamente al toparse con esa cortina de fuego.
—¿Qué hago? —gritó Josh—. ¿Dónele voy?
Una puerta de madera apareció justo enfrente del coche. Josh siguió acelerando, encorvó los hombros y se llevó la puerta por delante, destrozándola por completo. Una tabla de madera golpeó el coche y agujereó el parabrisas.
Palamedes agarró al Alquimista y, con poca delicadeza, sacudió su cabeza. Flamel abrió los ojos y movió los labios, pero no produjo sonido alguno.
—¿Adónde vamos? —preguntó el caballero.
—Stonehenge —masculló Flamel.
—Sí, sí, eso ya lo sé. ¿Dónde, específicamente?
—Al corazón del anillo —murmuró el Alquimista sin fuerzas ni para mantener la cabeza recta. Sophie descubrió que el látigo de Dee había hecho trizas la ropa que llevaba Flamel. La piel estaba amoratada y en carne viva. Concentró la poca aura que le quedaba en la punta de su dedo índice y lo recorrió sobre uno de los cortes más graves, curándolo y sanándolo.
—¿Dónde está Gilgamés? —preguntó Palamedes.
—Estaba herido. Me dijo que nos fuéramos; me obligó a irme. No quería irme de allí.
El Caballero Sarraceno le dedicó una sonrisa amable.
—Es imposible matarlo —dijo.
—¿Dónde voy? —repitió Josh otra vez desde el asiento del conductor.
—Sólo sigue mis indicaciones —dijo Palamedes inclinándose hacia delante—. Ve hacia la izquierda. Es mejor que conduzcamos por carreteras secundarias para no coger tráfico…
De repente, la carretera de detrás se iluminó con luces azules y blancas. Los faros de los coches destellaban al mismo tiempo que las bocinas no dejaban de sonar.
—Policía —anunció Josh de forma innecesaria.
—Continúa conduciendo —ordenó Palamedes—. No te detengas ante nada.
Miró por el espejo retrovisor todos los coches de policía y se giró hacia Sophie.
—¿Puedes hacer algo?
Sophie negó con la cabeza.
—No me quedan fuerzas.
Levantó la mano. Temblaba de una forma violenta y unos diminutos zarcillos de humo emergían de las yemas de los dedos.
—Tenemos tres coches patrulla acercándose a nosotros —gritó Josh desde delante—. ¡Haced algo!
—¡Haz tú algo! —gritó Palamedes—. A Sophie no le queda energía. Depende únicamente de ti, Josh.
—Estoy conduciendo —protestó.
—Piensa en algo —comentó el caballero con brusquedad.
—¿Qué debería hacer? —preguntó con tono desesperado.
—Piensa en lluvia —murmuró Sophie.
Josh mantuvo el pie en el acelerador y el taxi rugió por la carretera mientras el velocímetro alcanzaba los 90 kilómetros por hora. Lluvia. De acuerdo. Habían vivido en Chicago, en Nueva York, en Seattle y en San Francisco; sabía todo sobre la lluvia. El joven se imaginó gotas de lluvia brotando desde el cielo: una llovizna fina, una lluvia torrencial, una tormenta de verano, una precipitación invernal gélida.
—No ocurre nada —comentó.
De repente, un aguacero torrencial empezó a caer sobre la carretera que habían dejado atrás; las gotas chorreaban de una nube que, instantes antes, no había estado allí. El coche de policía más cercano pasó por encima de un charco y patinó fuera del arcén y un segundo más tarde colisionó directamente con la puerta de pasajeros del primero. Un neumático explotó. Un tercer coche chocó con la parte trasera del segundo y los tres coches se deslizaron por la carretera, bloqueándola por completo con una maraña metálica. Las sirenas desaparecieron y dieron paso a los graznidos.
—Bien hecho —comentó Palamedes.
—¿Ahora dónde?
El caballero señaló con el dedo.
—Hacia allí.
Josh agachó la cabeza para mirar hacia la izquierda. Stonehenge era más pequeño de lo que se había imaginado y la carretera finalizaba casi justo al lado de las piedras.
—Para aquí. Bajaremos del coche y correremos —dijo Palamedes.
—¿Parar dónde? —preguntó Josh mirando a su alrededor.
—¡Aquí mismo!
Josh frenó repentinamente y el coche se detuvo en el mismo instante.
Palamedes saltó del coche con el Alquimista sobre los hombros.
—Seguidme —ordenó el caballero.
Utilizó su inmensa espada para convertir una valla metálica en fragmentos. Josh agarró la espada persa y rodeó a su hermana con el brazo. Sophie se esforzaba por no perder la conciencia, así que Josh cargó con ella mientras corría por la hierba en dirección al anillo que conformaban las piedras ancestrales.
—Y lo más importante, hagáis lo que hagáis —gritó el Caballero Sarraceno—, no miréis atrás.
Sophie y Josh miraron atrás.