Un resplandor verde menta iluminaba las paredes alabeadas del granero mientras unos rayos incandescentes alumbraban el interior del edificio con haces de luz sólidos.
La luz perfilaba el contorno de una figura de gigantescas astas; se trataba del aterrador Arconte, Cernunnos. Las sombras de numerosas cabezas de lobos danzaban sobre las paredes.
Sophie se despertó con un grito y, de inmediato, su aura se materializó cobrando el aspecto de una armadura brillante y plateada que cubría su cuerpo. Josh abrió los ojos de repente y enseguida se puso en pie mientras su mano izquierda alcanzaba la espada Clarent de forma automática. La espada de piedra zumbó y siseó al notar los dedos de Josh alrededor de la empuñadura y el filo empezó a crepitar al mismo tiempo que un lustre de colores se deslizaba de extremo a extremo.
La armadura negra y pulida de Palamedes apareció lentamente alrededor de su cuerpo, el caballero extrajo la espada de dos puños que mantenía sujeta en su espalda y se colocó delante de los mellizos. Sin producir ruido alguno, Gilgamés alargó el brazo y cogió la espada shamshir persa, con el filo doblado, del cinturón del caballero.
—¿Dónde está el Alquimista? —preguntó Palamedes.
—Puedo oler la menta —dijo rápidamente Sophie inspirando hondamente. El inconfundible aroma impregnaba el aire nocturno. Era consciente de que el corazón le latía con fuerza, pero aún a sabiendas de lo que había ahí fuera no estaba asustada. Ya habían derrotado al Arconte una vez y, en ese momento, no poseían la Magia del Agua.
—La luz es del mismo color que el aura de Nicolas —añadió Josh—. Debe de estar ahí fuera.
—Tenemos que salir de aquí —dijo urgentemente Palamedes—, no podemos quedarnos atrapados.
Se giró y se lanzó hacia una pared con todas sus fuerzas. La madera podrida se partió en un estallido de astillas, de forma que el caballero cruzó la pared y aterrizó en el campo.
—¡Vamos! —gritó Gilgamés cogiendo a Sophie por el brazo y empujándola hacia la apertura de la pared—. ¡Josh, venga!
Josh estaba a punto de introducirse por el hueco astillado cuando las puertas del granero fueron arrancadas de sus bisagras. Cernunnos asomó la cabeza para observar el granero, pero sus gigantescas astas le impidieron cruzar la puerta de la entrada. El hermoso rostro sonrió y la voz retumbó en el interior de la cabeza de Josh.
—Volvemos a encontrarnos, jovencito. He venido a por mi espada.
—No creo que lo consigas —dijo Josh con los dientes apretados.
—Yo sí. Y, esta vez, he venido preparado. Cernunnos retiró su brazo derecho y Josh observó que el Dios Astado tenía un arco y una flecha en su mano.
El joven escuchó el tañido de la cuerda del arco y captó el destello de una flecha que salía arqueada directamente hacia él.
Clarent se movió, desplazándose delante del cuerpo de Josh, y finalmente se quedó quieta y plana sobre el corazón del joven.
La flecha con punta de hueso se rompió en mil pedazos al chocar con la espada de piedra, pero tal fue la fuerza del colapso que Josh se tambaleó mientras retrocedía. Cernunnos bramó con frustración. Apuntó otra flecha y disparó.
Clarent se retorció en el puño de Josh y el filo de la espada emitió un sonido agudo al partir la flecha en dos.
Dos de los monstruosos lobos con cabeza de hombre se abrieron paso entre el Dios Astado y se adentraron en el granero. Se separaron para rodear a Josh por lados diferentes y el joven retrocedió varios pasos hasta que sus piernas se toparon con el antiguo tractor. No podía ir más atrás. Colocando los pies sobre el suelo con firmeza y sujetando la espada con ambas manos ante él, Josh permaneció inmóvil, observando a los lobos de la Caza Salvaje arrastrándose hacia él. Entonces, fugazmente, vio cómo el Arconte preparaba otra flecha.
—¿Cuán rápido eres, chico? —bramó Cernunnos. Gritó una palabra incomprensible al mismo tiempo que aflojó el arco y los dos lobos se abalanzaron sobre Josh.
Gilgamés apareció entre las sombras, con la espada persa de filo curvado silbando a medida que cortaba el aire. El primer lobo ni siquiera se percató de la presencia del inmortal, pero en el momento en que el acero frío rozó su piel la criatura se disolvió en polvo.
El segundo lobo salió disparado hacia Josh. Clarent se movió, apuñalando hacia el exterior y, un instante más tarde, la criatura explotó en una nube de arena.
—¡Gilgamés! —chilló Josh—. ¡Vigila!
Pero la flecha del Arconte se clavó en el pecho del inmortal, que empezó a girar como una peonza hasta derrumbarse sobre el suelo. Cernunnos agarró otra flecha, la niveló a la altura del Rey y disparó.
El grito de Sophie fue espeluznante: miedo, pérdida y rabia en un mismo sonido. Soltándose del Caballero Sarraceno, la joven se adentró por el agujero astillado de la pared con su aura plateada solidificada alrededor de su cuerpo. Corrió hacia el Rey, que yacía en el suelo, y se lanzó sobre él. La flecha de Cernunnos golpeó el centro de la espalda de Sophie y su punta de sílex se desmoronó en polvo al rozar su armadura. Sin embargo, la fuerza del golpe rompió su concentración, de forma que su aura se desvaneció y se esfumó, dejándola así completamente indefensa.
El Arconte tiró el arco a un lado; ya no le quedaban más flechas. Entonces empezó a arrancar la parte central del granero con sus gigantescas manos a la vez que bramaba, daba patadas y rugía con rabia y satisfacción.
Sophie se arrodilló junto a Gilgamés y le alzó la cabeza del suelo, como si quisiera acunarlo. Josh se colocó entre el Arconte y su hermana. Movía rápido los ojos, como si estuviera buscando un ataque. Plantó sus pies y, de forma automática, su cuerpo adoptó una postura de batalla: el peso desplazado ligeramente hacia un lado, la espada agarrada por ambas manos, un tanto ladeada y delante de su pecho. De repente notó cómo una sensación de paz se apoderaba de él. Josh sabía que eso no guardaba relación alguna con el arma que vibraba y siseaba entre sus manos. Era el reconocimiento de que no había elección, no había decisiones que tomar. Sólo había una cosa que podía hacer: enfrentarse y luchar contra el Arconte. Estaba preparado para morir defendiendo a su hermana.
Gilgamés movió los labios y Sophie se inclinó para escuchar sus palabras.
—Agua —suspiró. Sophie sintió el aliento cálido en su rostro.
—No tengo —respondió con lágrimas en los ojos. Sabía que tendría que hacer algo, pero no podía pensar, no lograba concentrarse. Todo lo que veía era al anciano entre sus brazos con una flecha oscura clavada en el pecho. Quería ayudarle; pero no sabía cómo.
Los labios del Rey dibujaron una sonrisa dolorosa.
—No para beber —murmuró—. Agua: el arma suprema.
Antes de que Sophie pudiera responder, el Arconte arrancó la parte frontal del granero. Sophie empezó a dar vueltas y, a través del agujero, pudo observar lo que estaba ocurriendo en el exterior. Nicolas Flamel, con el aura verde resplandeciendo, estaba librando una batalla con el doctor John Dee, quien estaba envuelto por un aura humeante y de color amarillo azufre. Dee luchaba con un látigo de energía cetrina mientras que el Alquimista intentaba esquivar sus embestidas con una lanza sólida de luz de color esmeralda. Palamedes estaba rodeado por la Caza Salvaje que había sobrevivido. Los gigantescos lobos salían disparados para morderle o arañarle. Amenazaban con aplastarle mientras el caballero realizaba movimientos cortantes con la espada de dos puños.
—Josh —llamó Sophie con voz serena—. El Rey dice que deberíamos utilizar agua.
—¿Agua? —repitió Josh—. Pero yo no sé cómo…
—¿Recuerdas lo que te dije sobre el instinto?
Sophie alargó la mano derecha y Josh la tomó con su izquierda para ayudarla a incorporarse.
Cernunnos finalizó el derribo de la parte frontal de la casa y extrajo un garrote de aspecto salvaje y con cabeza de piedra del bolsillo.
—No puedes defenderte a ti mismo y a la chica —gruñó.
—Sólo tengo que defender a la chica —susurró Josh.
Cernunnos dio un paso al frente… y entonces el suelo se abrió debajo de él. Lo que antes era un suelo duro se convirtió en un lodazal empantanado que le cubrió hasta los tobillos. El agua, espesa y turbia, empezó a burbujear debajo del suelo. Un diminuto geiser empezó a chorrear de una fisura y, de repente, una parte entera del suelo se rasgó y se disolvió en estiércol. El Arconte se tambaleó y el garrote se deslizó entre sus manos. Otro pedazo de suelo se convirtió en una marisma y la criatura se hundió hasta las rodillas y, segundos más tarde, hasta las caderas. Completamente en silencio, la criatura clavó sus ojos ámbar en los mellizos. Cernunnos, lleno de odio, hincó sus monstruosas manos en el suelo e intentó levantarse.
—Error —susurró Josh.
El suelo se licuó alrededor de las manos del Arconte.
—Sólo necesitarnos un poco más de agua —murmuró Sophie.
Josh incluso notó cómo el agua brotaba por el suelo; sentía su poder mientras se abría camino entre la tierra gracias a una increíble presión que se ejercía desde abajo, atravesando el barro, pulverizando el terreno, empujando las rocas y las raíces de árboles que se encontraba por el camino.
El Arconte aullaba y bramaba a medida que se hundía hasta el pecho en el lodo. Al mismo tiempo, el gigantesco garrote se iba sumergiendo cada vez más en el suelo. Las manos de la criatura apaleaban el fango pegajoso, rociando las paredes de gotas de barro. Una burbuja explotó detrás de la criatura y una piedra salió a la superficie del lodazal. Luego aparecieron una segunda y una tercera. De forma inesperada, el barro pringoso de color marrón y negro empezó a salir a borbotones, manchando el abrigo de la criatura de mugre, golpeándole con pedazos de raíces de árboles y trozos de piedra. Una depresión circular se abrió alrededor de Cernunnos y tragó al Arconte hasta la punta de sus astas.
Sophie se soltó de la mano de su hermano y extendió los dedos, que estaban cubiertos de metal plateado. Una explosión de fuego blanco encendió el círculo lagunoso y el calor abrasador secó el suelo en un instante, convirtiéndolo en una masa dura como el acero.
—Lo hemos conseguido —dijo Josh con una sonrisa—. ¡Lo hemos conseguido! Podía sentir el poder fluyendo por mi cuerpo. La Magia del Agua —dijo completamente asombrado.
—Josh, sal ahí fuera. Ayúdales —ordenó Sophie. A medida que su aura se consumía, la tez de Sophie empalidecía.
—¿Y tú?
—Hazlo —exigió con las pupilas repentinamente plateadas.
—Tú no eres mi jefa —bromeó con una sonrisa.
—Oh, sí lo soy —respondió Sophie cogiéndole de la mano—. Recuerda, soy mayor que tú.
Sin dejar de sonreír, Josh se dio media vuelta y salió corriendo hacia el campo con Clarent siseando ante él, abriéndole camino hacia Palamedes. Una parte de él quería ayudar al Alquimista, pero su instinto le decía que era más sensato rescatar primero al caballero; dos guerreros eran mejor que uno.
Gilgamés apretó los dedos de Sophie.
—Tienes que irte ya —dijo con un susurro ronco—. Sal de aquí.
—No te dejaré aquí. Estás herido.
—Nunca me dejarás —repuso el Rey—. Vivirás en mi memoria para siempre.
De repente agarró la flecha que tenía clavada en el pecho, la extrajo y la lanzó por los aires.
—Y esto, ¡ja! Quizá me retenga durante un tiempo, pero se necesita algo más que esto para matarme. Ahora vete, vete. Tu aura, junto a la del Alquimista y la del Mago, habrán atraído a cada criatura endemoniada que habita en este país. Y probablemente también habrán llamado la atención de las autoridades.
Desvió la mirada hacia los resplandores amarillos y verdes que desprendían las armas de los inmortales.
—No me cabe la menor duda de que esas luces pueden avistarse desde kilómetros de distancia —admitió. Apretó la mano de Sophie y añadió—: Recuerda esto: si volvemos a encontrarnos es posible que me haya olvidado de ti. —Extrajo un fajo de páginas de distintos tamaños del interior de su camiseta, arrancó la primera página y se la entregó a Sophie en la mano—. Si no te recuerdo, entonces dame esto. Me recordará a la chica que vertió una lágrima por el rey perdido. Ahora vete. Id hasta la línea telúrica.
—Pero yo no sé dónde está —protestó Sophie.
—El Alquimista sí lo sabe…
Se giró para contemplar a Flamel y Sophie siguió su mirada. En ese preciso instante, el aura de Flamel parpadeó hasta extinguirse mientras él se derrumbaba sobre el suelo. Dee gritó triunfante y ondeó el látigo de energía amarilla sobre su cabeza.