La Hechicera está en una celda en el Módulo D —informó la Diosa Cuervo—. Por aquí. Se hizo a un lado y permitió que Maquiavelo y Billy el Niño la precedieran. Entonces giró la cabeza y miró por encima del hombro hacia lo más alto de la atalaya mientras sus ojos rojo y amarillo brillaban sobremanera sobre su tez pálida. Alzó las cejas, extreMadamente delgadas, y retorció sus labios negros formando una pequeña sonrisa. Deslizó las gafas de sol sobre la nariz. La Diosa Cuervo se colocó el abrigo de plumas negras sobre los hombros y avanzó a zancadas tras los dos inmemoriales. Los tacones de aguja de sus botas chasqueaban sobre la piedra húmeda con cada paso.
—¿Qué acaba de suceder? —preguntó De Ayala algo confundido.
—Se ha pagado una deuda —respondió Perenelle siguiendo a la criatura con la mirada mientras ésta desaparecía en el interior de la torre de vigilancia—. Sin haberlo solicitado ni esperado —añadió con una sonrisa.
La Hechicera agarró su lanza, se echó una manta alrededor de los hombros y descendió por la escalera metálica hasta el embarcadero. Respiró hondo; podía diferenciar el olor a serpiente que marcaba el rastro de Maquiavelo y distinguir la esencia de su compañero, a pimienta roja, pululando por el aire.
—Deberías esperar a que llegaran a las celdas antes de atacar —recomendó De Ayala a la vez que se materializaba junto a ella. Lucía el elegante uniforme de teniente de la marina española—. Cógeles desprevenidos. ¿Tu aura tiene fuerza?
—Creo que tiene la fuerza necesaria. ¿Por qué?
—¿La fuerza suficiente para derribar el techo sobre ellos?
Perenelle se apoyó en la lanza y contempló el edificio, completamente roído y oxidado por las olas marinas.
—Sí, sí, podría hacerlo —confirmó cuidadosamente.
La brisa que soplaba desde el mar azotaba el cabello de la Hechicera. Se apartó los mechones del rostro y descubrió que su cabello era menos azabache que antes y más plateado.
—Tengo que conservar mi aura, pero estoy segura de que podría recordar algún hechizo que se comiera todos los soportes de hormigón y metálicos…
El fantasma se frotó las manos alegremente.
—Todos los espíritus de Alcatraz te ayudarán, por supuesto, Madame. Sólo dinos qué tenemos que hacer.
—Gracias, Juan. Ya me han ayudado suficiente.
Perenelle salió tras el trío, avanzando silenciosamente con sus zapatos estropeados y mugrientos. Se detuvo en la esquina de un edificio y observó a su alrededor. La Diosa Cuervo y los inmortales habían desaparecido.
De Ayala apareció junto a ella.
—¿Y si repites lo del hielo que utilizaste contra la esfinge? Fue todo un éxito; ¿qué te parece sellar todo el pasillo con hielo sólido?
—Eso sería bastante peliagudo y complicado —admitió la Hechicera.
Se giró y se dispuso a avanzar hacia el embarcadero, más allá de la librería. Una sonrisa malvada se formó en las comisuras de la boca de Perenelle.
—Sin embargo, hay algo que sí puedo hacer y que, sin duda, les disgustará.
—¿El qué? —preguntó De Ayala entusiasmado.
Perenelle señaló con su lanza de madera.
—Les robaré el barco.
El fantasma mostró una decepción y desilusión ante la idea y la Hechicera se rió por primera vez en varios días.