Los mellizos dormían y tenían sueños idénticos. Soñaban con una lluvia y unos aguaceros torrenciales, columnas de cascadas, gigantescas olas marinas y una inundación que, antaño, casi destruye este planeta.
Los sueños les hacían retorcerse y mascullar entre dientes mientras dormían. Murmuraban una amplia variedad de lenguas e incluso una vez, Sophie y Josh llamaron a su madre simultáneamente en un idioma que Gilgamés enseguida reconoció y clasificó como egipcio antiguo, una lengua que se había utilizado hacía más de cinco mil años.
Durante el transcurso del día, Nicolas intentó despertar a los mellizos al menos una docena de veces, pero Gilgamés y Palamedes permanecieron junto a ellos, vigilándoles, protegiéndoles. El Rey había colocado un barril junto a Josh; el caballero, en cambio, estaba sentado sobre una caja rota que había al lado de Sophie. Los dos inmortales habían rayado una tabla de madera cuadrada que estaba escondida entre la mugre y se entretuvieron jugando una infinidad de partidas a las damas. Utilizaron piedras y semillas y apenas hablaban excepto cuando anotaban el resultado haciendo uso de ramas rotas.
La primera vez que Flamel se acercó a los mellizos, los dos hombres levantaron la mirada. Ambos pusieron la misma expresión de desconfianza en el rostro.
—Déjalos tranquilos. Tienen que descansar —dijo Gilgamés con tono serio—. La Magia del Agua es única. A diferencia de las otras magias, que son externas, en que uno puede memorizar hechizos o cargar su aura para darle forma, el poder de la Magia del Agua viene del interior. Todos somos criaturas de agua. Es la magia con que nacemos. He despertado ese conocimiento en cada núcleo de las células de su ADN. Ahora, sus cuerpos necesitan adaptarse, ajustarse y absorber toda la información que acaban de aprender. Despertarlos ahora sería demasiado peligroso.
Flamel se cruzó de brazos y miró a los mellizos.
—¿Y cuánto tiempo se supone que tenemos que estar aquí sentados esperando?
—Todo el día y toda la noche si es necesario —respondió bruscamente Gilgamés.
—Dee está rastreando todo el país para dar con nosotros, mi querida Perenelle sigue atrapada en una isla repleta de monstruos. No podemos quedarnos… —empezó Flamel con tono furioso.
—Oh, sí que podemos. Y lo haremos —interrumpió Palamedes mientras se ponía de pie. De repente, las cicatrices que rasgaban su tez oscura empezaron a brillar—. Antes me has dicho que tú no has matado nunca a nadie.
—¡Claro que no!
—Bueno, pues yo sí.
—¿Me estás amenazando?
—Sí —respondió claramente el caballero—. La impaciencia y la estupidez se cobran más vidas que cualquier arma. Hazle caso al Rey. Si despiertas ahora a los mellizos, los matarás. —Hizo una pausa y con tono amargo, añadió—: De la misma forma que has matado a otros antes.
Giró la cabeza para observar a Sophie y Josh, que seguían durmiendo profundamente.
—¿Alguna vez te has preguntado si algunos de los que han fallecido pudieran ser, en realidad, los mellizos de la leyenda? ¿O si fue tu impaciencia la que provocó sus muertes o fue la responsable de su locura?
—No pasa un día en que no piense en ellos —respondió Flamel con sinceridad.
El Caballero Sarraceno se sentó y contempló la tabla de juegos que había tallado sobre la tabla de madera. Movió una ficha, volvió a alzar la mirada y, en voz baja, agregó:
—Si das un paso más, te mataré. Al Alquimista no le cabía la menor duda de que hablaba en serio.
Flamel se pasó la mayor parte del día en el taxi, escuchando las noticias de la radio, cambiando de emisora una y otra vez en busca de alguna pista que le ayudara a saber qué estaba sucediendo. Empezaron a hacerse las primeras especulaciones y los programas de entrevistas o de llamadas telefónicas relataban teorías cada cual más extravagante. Pero había partes de noticias que sí eran reales. La policía francesa había alertado a los servicios de inteligencia británicos de una supuesta amenaza terrorista, de forma que las autoridades británicas habían cerrado todas las entradas al país por mar y aire. Se habían establecido puntos de control en todas las carreteras principales y la policía aconsejaba a la población no viajar a menos que fuera absolutamente necesario. Nicolas siempre había sabido que los Oscuros Inmemoriales eran poderosos y contaban con agentes en todos los niveles de la sociedad humana, pero ésta era la manifestación de poder más impresionante que jamás había visto.
A medida que la tarde oscurecía, el Alquimista se apeó del coche para merodear por el campo de hierba alta que rodeaba el granero mientras bebía agua de la botella que Palamedes había comprado en el pueblo más cercano. En general, Nicolas era uno de los hombres más pacientes del universo —la alquimia, en esencia, es un procedimiento largo y lento—, pero la demora le estaba exasperando. Stonehenge estaba a menos de dos kilómetros de distancia y en el interior del círculo de piedras había una línea telúrica que desembocaba en el monte Tamalpais. Flamel sabía perfectamente que ya no poseía la fuerza necesaria para abrir la línea, pero los mellizos sí. Estaba seguro de que estarían tan ansiosos como él por regresar a casa. Entonces podría emprender el rescate de Perenelle. O la liberaría o moriría en el intento. Incluso si lograba hacerlo y conseguía sacar a Perry de la isla, empezaba a pensar que pocas cosas les quedaban por hacer excepto morir.
El Alquimista se detuvo ante uno de los robles que bordeaban el campo y apoyó la espalda sobre el tronco. Contempló el cielo a través de las hojas del árbol antes de hundirse en la tierra árida y seca. Alzó las manos para observarlas con cuidado: eran las manos venosas de un anciano. Se pasó la mano por el cuero cabelludo y se percató de que el cabello canoso se desprendía y flotaba por el aire.
Tenía los nudillos hinchados y rígidos y sentía un dolor punzante en la cadera cada vez que se levantaba o se sentaba. La vejez se estaba apoderando de su cuerpo. Desde el martes pasado, cuando Dee había irrumpido en su librería, había envejecido una década, aunque le daba la sensación de que eran dos. Había utilizado tanto su aura sin permitir que se recargara que el proceso de envejecimiento se había acelerado. Su nivel de energía se había reducido peligrosamente y sabía, sin duda alguna, que si utilizaba gran parte de su aura pronto, existía el riesgo de arder en llamas de forma espontánea.
Sin el Códex, él y Perenelle fallecerían. El Alquimista retorció los labios formando una sonrisa irónica. El Libro de Abraham el Mago estaba en manos de Dee y sus maestros y no parecían muy dispuestos a devolvérselo. Nicolas estiró las piernas, cerró los ojos y giró la cabeza hacia el sol, permitiendo así que el calor le embargara. Iba a morir. No algún día, no en algún momento del futuro; iba a morir muy pronto. Y entonces, ¿qué les ocurriría a los mellizos? A Sophie le faltaban dos magias por aprender y Josh aún tenía que especializarse en cuatro; ¿quién continuaría su formación? Si lograban sobrevivir al apuro actual, Flamel sabía que necesitaría tomar algunas decisiones antes de que la muerte llamara a su puerta. ¿Saint-Germain estaría dispuesto a convertirse en el mentor de los mellizos?, se preguntó. Sin embargo, tampoco estaba seguro de si debía confiar plenamente en el conde. Quizás había alguien en Norteamérica a quien poder pedírselo, quizás uno de los chamanes americanos nativos podría…
Un agotamiento profundo acompañado por el calor y la tranquilidad del día hizo que el Alquimista se adormeciera. Pestañeó varias veces hasta cerrar los ojos, quedándose completamente dormido apoyado en el árbol.
El Alquimista soñó con Perenelle.
Era el día de su enlace, 18 de agosto de 1350, y el cura acababa de declararles marido y mujer. El Alquimista se estremeció en su estado somnoliento; era un viejo sueño, una pesadilla que, durante siglos, le había estado persiguiendo noche tras noche; sabía de antemano qué sucedería.
Nicolas y Perenelle se graban, dándole la espalda al altar y colocándose delante ce la iglesia. Entonces descubrían que aquel pequeño edificio de piedra estaba abarrotado de personas. A medida que caminaban por el pasillo, el matrimonio se percataba de que toda la iglesia estaba llena de mellizos, niños y niñas, adolescentes, jovenzuelos y adultos; todos tenían el cabello rubio y los ojos azules. Todos se asemejaban a Sophie y a Josh Newman. Y todos tenían la misma expresión de horror e indignación en sus rostros. Nicolas se despertó bruscamente. Siempre se despertaba en el mismo momento.
El Alquimista permanecía inmóvil para dejar que su corazón aminorara el ritmo cardiaco. Le sorprendió el hecho de que ya fuera completamente de noche. Sobre su piel sudada y húmeda notó una brisa fresca y seca. Sobre su cabeza, las hojas del roble susurraban y murmuraban a la vez y la atmósfera olía a bosque, una esencia fuerte y empalagosa…
Aquello no podía ser; atmósfera nocturna debía emitir una esencia a árboles y hierba. Así pues, ¿de dónde provenía el aroma a bosque?
De repente, una rama se cayó desplomándose a su izquierda y, en algún lugar de la noche, las hojas secas empezaron a crujir pausadamente. En ese preciso instante, el Alquimista se dio cuenta de que algo se movía en el campo en dirección al granero.