Perenelle Flamel estaba decepcionada. Acurrucada en la atalaya donde había pasado la noche en vela, la Hechicera mantenía la esperanza de que uno de los diminutos barcos amarrados en la bahía zarpara con destino a la isla. Quería pensar que en cualquier momento Scatty y Juana llegarían a la orilla de Alcatraz.
Pero a medida que el día pasaba, Perenelle fue consciente de que tal momento no llegaría.
No le cabía la menor duda de que lo habrían intentado y, en el fondo, sabía que únicamente algo terrible podía haberles impedido ir hasta allí. Sin embargo, mantener viva la esperanza era algo que le molestaba de sí misma.
—¡Barco a la vista! —susurró la voz del fantasma De Ayala detrás de su oído izquierdo, sobresaltándola.
—¡Juan! —exclamó—. ¡Vas a matarme de un susto!
Se levantó del rincón de la atalaya donde había permanecido toda la noche y sintió una oleada de alivio además de un sentimiento de culpabilidad por haber dudado de sus amigas. El rostro de la Hechicera se tornó cruel de forma inesperada; con Juana de Arco y Scathach la Sombra junto a ella, nada, ni siquiera la esfinge o el Viejo Hombre del Mar, sería capaz de vencerla.
Unas gigantescas alas negras batían y se agitaban. Fue entonces cuando la Hechicera vio cómo la Diosa Cuervo bajaba en espiral desde lo más alto del faro y aterrizaba lentamente sobre el embarcadero que estaba justo debajo de ella. Perenelle frunció el ceño; ¿qué estaría pensando aquella criatura?
Probablemente Scathach la tiraría al mar para que las Nereidas, que no eran criaturas especialmente maniáticas en cuanto a la comida, se dieran un festín con la Diosa. Estaba a punto de levantarse y escalar por la torre cuando, de pronto, el rostro de De Ayala se materializó justo enfrente de ella. Tenía los ojos abiertos de par en par, mostrando así una gran preocupación.
—Abajo. Quédate abajo.
Perenelle se tumbó boca abajo en el suelo. Escuchó el traqueteo de un motor fuera borda y el roce de madera con madera cuando el barco colisionó con el muelle. Entonces se escuchó una voz. Una voz masculina.
—Madame, es todo un honor encontrarte aquí.
Había algo en aquella voz, algo terriblemente familiar… Perenelle se arrastró hasta el borde de la atalaya y miró hacia abajo. Casi directamente debajo de ella, el italiano inmortal Nicolás Maquiavelo estaba haciendo una majestuosa reverencia a la Diosa Cuervo. La Hechicera enseguida reconoció al joven que se bajó del barco: se trataba del inmortal que había visto espiándola el día anterior.
Maquiavelo se irguió y entregó un sobre.
—Tengo órdenes de nuestro maestro Inmemorial. Debemos despertar al ejército durmiente y matar a la Hechicera. ¿Dónde está? —preguntó.
La sonrisa de la Diosa Cuervo fue salvaje.
—Permíteme que te lo enseñe.