El doctor John Dee examinó la tarjeta profesional que sostenía en su mano. Era excepcionalmente hermosa. Una tinta plateada estaba estampada en relieve sobre un papel grueso fabricado a mano. La giró; no aparecía ningún nombre en la tarjeta, sólo la representación estilizada de un ciervo con astas ardientes rodeado por un doble círculo. Inclinándose hacia delante, pulsó el botón del interfono.
—Deje entrar al caballero; lo veré ahora. La puerta de su oficina se abrió casi de inmediato y un secretario con aspecto nervioso apareció e invitó a un hombre de rostro anguloso a entrar en la sala. —El señor Hunter, señor.
—No me pase ninguna llamada —ordenó Dee—. No quiero que me molesten bajo ninguna circunstancia.
—Sí, señor. ¿Eso es todo, señor?
—Sí, eso es todo. Dile a todo el personal que puede irse a casa.
Dee siempre había insistido en que todos sus empleados se quedaran más tiempo después de su horario de oficina habitual.
—Sí, señor. Gracias, señor. ¿Estará usted aquí mañana? La mirada penetrante de Dee expulsó directamente al secretario. El Mago sabía que toda la plantilla estaba en ascuas, en vilo por saber por qué había aparecido Dee de forma tan inesperada Los rumores que corrían por el edificio afirmaban que Dee se disponía a cerrar la sucursal londinense de Enoch Enterprises. Aunque eran las diez de la noche, nadie se haría quejado por tener que quedarse hasta tan tarde.
—Siéntate, señor Hunter.
Dee señaló la silla metálica y de cuero ubicada frente a él. Permaneció sentado tras su escritorio de mármol negro y pulido, observando al recién llegado atentamente. El Mago llegó a la conclusión de que había algo en él que no le cuadraba. Los ángulos de su rostro estaban torcidos; tenía los ojos demasiado separados de la boca y cada uno mostraba un color diferente; además, su boca era demasiado ancha. Parecía como si hubiera sido creado por alguien que no había visto a un ser humano desde hacía mucho tiempo. Iba vestido con un traje de raya diplomática azul, pero los pantalones eran demasiado cortos y dejaban al descubierto su piel pálida además de unos calcetines negros. Sin embargo, las mangas de su chaqueta le llegaban hasta los nudillos. Para finalizar, los zapatos estaban mugrientos y cubiertos de gotas de barro.
Hunter se acomodó en el asiento con un movimiento extraño y rígido, coco si no supiera qué hacer con los brazos y las piernas.
Dee deslizó los dedos sobre Excalibur, que permanecía apoyada bajo su escritorio. También conocía al menos media docena de hechizos áuricos y cada uno de ellos estaba diseñado para sobrecargar un aura y provocar su estallido. El único problema sería limpiar todo el polvo de la moqueta. Además, la silla probablemente se derretiría.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —preguntó de repente Dee—. Raras veces me desplazo a esta oficina, y es demasiado tarde para una reunión.
El hombre de tez pálida intentó esbozar una sonrisa, pero sólo consiguió retorcer los labios de forma extraña.
—Mi maestro sabía que estabas en la ciudad. Supuso que acudirías a esta oficina, puesto que te ofrece acceso a tu red de comunicaciones.
El hombre habló en un inglés preciso, aunque su tono de voz era algo agudo, lo cual provocaba que su discurso sonara ligeramente ridículo.
—¿No puedes hablar con claridad? —preguntó Dee con brusquedad. Estaba harto de que el tiempo siempre se le echara encima. A pesar de todas las horas que las carreteras llevaban bloqueadas y los controles de policía, aún no había rastro de Flamel y los niños. El gobierno británico empezaba a impacientarse y reclamaba eliminar todos los puntos de control. Todas las carreteras que daban entrada y salida a la ciudad todavía estaban colapsadas e incluso Londres estaba paralizado.
—Tuviste una reunión con mi maestro ayer por la noche —dijo el hombre pálido—. Finalizó antes de haber llegado a una conclusión satisfactoria debido a circunstancias completamente fuera de tu alcance.
El Mago se levantó y caminó alrededor del escritorio. Mantenía a Excalibur en su mano derecha y golpeaba suavemente su filo en la palma de su mano derecha. El extraño no reaccionó de forma alguna.
—¿Qué eres? —preguntó Dee con curiosidad.
Había llegado a la conclusión de que aquella criatura no era natural y, probablemente, tampoco humana. Apoyándose en una rodilla, el Mago contempló el rostro de aquel hombre, observando sus ojos desiguales verde y gris.
—¿Eres un tulpa, un Golem, un simulacrum o un homunculus?
—Soy una Forma de Pensamiento —anunció al fin la criatura, y sonrió. Mostró una sonrisa repleta de dientes de ciervo—, creada por Cernunnos.
Dee empezó a incorporarse en el mismo momento en que la figura empezó a cambiar. El cuerpo permaneció idéntico, el de un hombre esbelto y trajeado, pero la cabeza sufrió alteraciones y se convirtió en una cabeza hermosa y extraña. De repente, unos gigantescos cuernos retorcidos empezaron a nacer. La boca del Dios Astado dibujó una sonrisa y sus pupilas planas empezaron a expandirse y contraerse.
—Cierra la puerta, Doctor; no queremos que nadie entre aquí ahora.
Poniéndose a resguardo y manteniendo a Excalibur entre ambos, Dee caminó por la oficina para cerrar la puerta de golpe. Lo que acababa de hacer Cernunnos era sencillamente extraordinario. Haciendo uso de su imaginación y del poder de su voluntad, el Arconte había creado un ser de su propia aura. La creación no era perfecta, pero era lo suficientemente buena. Dee sabía que los humanos jamás se miraban entre ellos, e incluso si alguien se había percatado de que algo no cuadraba en la apariencia de este tipo tan sólo hubiera apartado la mirada, avergonzado.
—Estoy sorprendido —reconoció Dee—. Supongo que has estado controlando la Forma de Pensamiento desde lejos, ¿verdad?
—Más lejos de lo que imaginas —dijo Cernunnos.
—Había llegado a la conclusión de que no dominabas ninguna magia —admitió Dee volviendo a su escritorio. La tarjeta profesional con escritura plateada empezó a humear; espirales de humo blanco emergieron hacia la atmósfera y, rápidamente, el hombre con cabeza de ciervo los absorbió desde el otro lado del escritorio.
—No es magia, es tecnología arconte —explicó Cernunnos—. Tú no la distinguirías.
—Imagino que estás aquí por una razón —dijo Dee—, y no sólo para hacer una demostración de… esta tecnología.
El ciervo asintió y mostró una sonrisa brillante.
—Sé dónde están Flamel, Gilgamés, Palamedes y los mellizos.
—¿En este preciso instante?
—En este preciso instante —repitió la criatura—. Están a una hora de aquí.
—Dímelo —pidió Dee. Pero enseguida añadió—: Por favor.
El Arconte alzó su mano derecha. Fue en ese instante cuando Dee se percató de que tenía demasiados dedos.
—Mis términos siguen siendo los mismos, Mago. Quiero a Flamel, Gilgamés y Palamedes con vida. Y también quiero a Clarent.
—De acuerdo —dijo Dee sin vacilar—. Todos tuyos. Sólo dime dónde están.
—Y también quiero a Excalibur.
En ese momento, el Mago le hubiera prometido a aquella criatura todo lo que le pidiera.
—Hecho. Yo mismo te la entregaré cuando Flamel esté muerto. ¿Cuántos más están con él? —preguntó con entusiasmo.
—Nadie más.
—¿Nadie más? ¿Qué hay de los Sabuesos de Gabriel?
—Los Sabueso y su maestro, además del Bardo, han desaparecido. El /quimista, el caballero y el Rey están con los mellizos.
—¿Cómo los has encontrado? —preguntó Dee. Tenía que admitir que estaba impresionado—. Les he buscado por todas partes.
Mientras se ponía en pie, la criatura empezó a cambiar otra vez. Los cuernos se replegaron sobre su cráneo y apareció una cabeza y un rostro que eran sutilmente diferentes a los anteriores.
—Regresé a la fortaleza metálica y, sencillamente, seguí sus esencias.
—¿Les has seguido la pista por toda la ciudad siguiendo tu olfato?
Esa idea le resultaba más asombrosa que el hecho de controlar la Forma de Pensamiento. Tuvo que morderse el labio para evitar sonreír; de repente, se imaginó al Dios Astado caminando a cuatro patas entre el tráfico londinense, olfateando todos los coches.
—Tecnología arconte. Es la simplicidad pura —dijo la Forma de Pensamiento—. Y ahora, si me acompañas, procuraré por todos los medios conseguirte un transporte…
—La Forma de Pensamiento es impresionante —dijo el Mago con toda sinceridad—, pero si tienes intención de caminar entre humanos tienes que trabajar más en esa voz. Y la ropa.
—No importa mucho —dijo la criatura—. Pronto los humanos dejarán de existir.