Billy el Niño echó un vistazo a la fotografía en blanco y negro que sostenía en su mano, intentando memorizar la apariencia severa de Maquiavelo. Llegó a la conclusión de que le resultaría fácil distinguir un cabello blanco muy corto. Se metió la instantánea en el bolsillo trasero de sus vaqueros, se cruzó de brazos y se dedicó a observar a los primeros pasajeros que llegaban al vestíbulo de llegadas del Aeropuerto Internacional de San Francisco.
Identificaba fácilmente a los turistas; todos ellos iban vestidos con ropa informal, con téjanos o pantalones cortos y camisetas de algodón; la mayoría arrastraba carritos repletos de maleras llenas de ropa que, seguramente, jamás se pondrían durante su estancia. También reconoció a los hombres de negocios, todos ellos ataviados con trajes de colores pálidos o chaquetas de deporte y transportando maletines o maletas pequeñas; avanzaban a zancadas mientras comprobaban sus teléfonos móviles y sus auriculares de manos libres Bluetooth titilaban en sus oídos. Billy prestaba especial atención a las familias: padres ancianos o abuelos saludando a sus nietos; hombres y mujeres jóvenes, quizás estudiantes, que regresaban a casa de sus padres o parejas que volvían a encontrarse. Había lágrimas, gritos de alegría, sonrisas y apretones de mano. Billy se preguntó cómo sería salir al vestíbulo de llegadas del aeropuerto y observar todos los rostros a sabiendas de que encontrarás a alguien que, de forma sincera, se alegra de verte: un familiar, un hermano o incluso un amigo; alguien con quien has compartido una historia y un pasado.
Él no tenía a nadie. Y desde hacía mucho, mucho tiempo. Incluso durante el transcurso de su vida natural había contado con pocos amigos; a decir verdad, la mayoría de ellos habían intentado asesinarle. Pero ninguno lo había logrado.
Finalmente, alto y elegante con su traje negro, con una mochila de cuero diseñada para transportar un ordenador portátil a sus espaldas, el hombre de cabello canoso de la fotografía salió al vestíbulo. Billy se mordió el interior de la mejilla para evitar una sonrisa: quizás en los aeropuertos europeos Maquiavelo hubiera pasado desapercibido, pero aquí, entre tanta ropa colorida e informal, destacaba. Incluso aunque no hubiera tenido la fotografía a mano habría sabido que él era el inmortal europeo. Observó a Maquiavelo mientras éste se ponía un par de gafas de sol oscuras y examinaba a la multitud. Aunque no mostró ningún indicio de reconocimiento, el italiano se giró y se dirigió hacia Billy. El norteamericano se preguntó si debía ofrecerle la mano. Muchos inmortales se mostraban reacios ante la idea de tocar a otros humanos, especialmente si eran inmortales. Aunque se había reunido con el Mago inglés varias veces, Billy jamás había visto a Dee quitarse los guantes grises.
Maquiavelo le ofreció la mano.
Billy sonrió, se frotó rápidamente la palma de la mano en la pierna de sus téjanos y la estrechó.
—¿Cómo has sabido que era yo? —preguntó en un francés aceptable. El apretón de manos del italiano fue firme y Billy notó su piel fría y reseca.
—Normalmente sigo mi olfato —respondió Maquiavelo en la misma lengua, aunque enseguida cambió a un inglés impecable. Respiró hondo y añadió—: Pimienta roja, presumo.
—Así es —acordó Billy.
Inspiró profundamente para intentar distinguir la esencia de Maquiavelo, pero lo único que logró percibir fue la miríada de olores del aeropuerto y el ligero aroma que todo vaquero asocia con las serpientes de cascabel.
—Y por supuesto te busqué en Internet —agregó Maquiavelo con una sonrisa irónica—. Todavía te pareces al que sale en la famosa foto. Aunque es curioso; tú me reconociste en el momento en que entré por esa puerta. Noté tus ojos clavados en mí.
—Sabía a quién estaba buscando.
Maquiavelo alzó las cejas a modo de pregunta silenciosa. Se colocó las gafas en la frente y dejó al descubierto su mirada grisácea. Le sacaba al menos una cabeza al norteamericano.
—Trato de asegurarme de que no aparezca ninguna foto mía en Internet o en papel.
—Nuestros maestros me enviaron esto.
Billy extrajo la fotografía del bolsillo trasero y se la entregó al italiano. Maquiavelo la miró y una diminuta sonrisa se formó en su boca. Ambos sabían lo que aquello significaba. Los Oscuros Inmemoriales estaban espiando a Maquiavelo… lo cual probablemente quería decir que también estaban vigilando a Billy muy de cerca. Maquiavelo hizo el ademán de devolverle la fotografía, pero Billy sacudió la cabeza. Mirando al italiano a los ojos, dijo:
—Ha servido para su propósito. Quizá tú le encuentres otro uso.
Maquiavelo movió la cabeza realizando una leve inclinación y volvió a colocarse las gafas de sol sobre la nariz.
—Estoy seguro de que sí.
Ambos sabían que, cuando el italiano regresara a París, haría todo lo que estuviera en su mano para averiguar quién había tomado aquella instantánea.
El norteamericano echó un vistazo a la única maleta que llevaba Maquiavelo.
—¿Ése es todo tu equipaje?
—Sí. Había preparado una maleta más grande, pero entonces caí en la cuenta de que no estaría aquí el tiempo suficiente para utilizar ni siquiera una décima parte de la ropa que intentaba traer. Así que la dejé y traje únicamente ropa interior de recambio. Y mi ordenador portátil, por supuesto.
Los dos hombres formaban una extraña pareja. Se dirigieron hacia la salida, Maquiavelo vestido con su traje negro hecho a mano y Billy ataviado con una camiseta de algodón desteñida, unos téjanos rotos y unas botas de caña alta. Aunque el aeropuerto estaba abarrotado, de forma inconsciente la multitud se apartaba de su camino.
—¿Es éste un viaje relámpago? —preguntó Billy.
—Espero subir al primer vuelo disponible a casa —sonrió Maquiavelo.
—Admiro tu confianza —dijo el norteamericano manteniendo su tono de voz neutral—. Pero yo soy de los que opinan que la señora Flamel no es tan fácil de derrotar.
Billy sacó un viejo par de gafas de la marca Ray Ban del bolsillo de su chaquetín el momento que salieron al exterior, donde brillaba el sol de media tarde cegador.
—¿Todo está preparado? —preguntó Maquiavelo mientras caminaban por el inmenso aparcamiento del aeropuerto.
Billy sacó las llaves de su bolsillo.
—He alquilado un barco. Nos estará esperando en el muelle a las nueve y meca.
Se detuvo de forma repentina, pues se dio cuenta de que el italiano ya no estaba junto a él. Dio media vuelta con la llave del Thunderbird rojo brillante en la mano y descubrió al italiano admirando su descapotable que, entre tanto cúmulo de coches normales y corrientes, parecía una fuente de color.
—Un descapotable Thunderbird de 1959; no, de 1960 —corrigió Maquiavelo. Recorrió el capó brillante y los faros con un dedo y añadió—: Magnífico.
Billy sonrió de oreja a oreja. Creyó que Maquiavelo le desagradaría, pero el italiano se había ganado parte de su estima.
—Es mi orgullo y alegría.
El inmortal caminó alrededor del coche, deteniéndose para examinar las ruedas y el tubo de escape.
—Y es como debe ser: todo parece original.
—Lo es —respondió Billy con satisfacción—. He cambiado un par de veces el tubo de escape, pero siempre me he asegurado de que los recambios fueran de un modelo idéntico.
Billy el Niño se subió al coche y esperó a que Maquiavelo se acomodara.
—Habría jurado que eras un conductor de Lamborghini, o de Alfa Romeo, quizá —comentó Billy.
—Ferrari, a lo mejor. ¡Pero nunca un Alfa!
—¿Tienes muchos coches? —preguntó Billy.
—Ninguno. Tengo un coche de empresa y un chófer. No conduzco —admitió el italiano.
—¿Porque no quieres o porque no sabes?
—No me gusta conducir. Soy realmente un mal conductor —admitió con una sonrisa irónica—. Aprendí con un coche de tres ruedas.
—¿Cuándo? —preguntó Billy.
—En 1885.
—Yo fallecí en 1881 —informó Billy mientras negaba con la cabeza—. No me imagino la vida sin conducir —murmuró mientras salían del aparcamiento—. Ni tampoco sin montar a caballo.
Pisó el acelerador y el coche avanzó hasta adentrarse en el tráfico intenso del aeropuerto.
—¿Quieres comer algo? —preguntó—. Hay algunos restaurantes de comida francesa e italiana…
Maquiavelo dijo que no con la cabeza.
—No tengo hambre. A menos que tú quieras comer.
—No como mucho últimamente —admitió Billy.
El teléfono móvil de Maquiavelo emitió un sonido agudo.
—Perdona —se disculpó.
Alzó la tapa del teléfono y contempló la pantalla.
—Ah —exclamó con satisfacción.
—¿Buenas noticias? —preguntó Billy.
Maquiavelo se recostó en el asiento y sonrió abiertamente.
—Ayer puse una trampa, y alguien ha caído en ella hace un par de horas. —Billy le miró, pero no musitó palabra—. En el mismo momento en que descubrí que la esposa del Alquimista estaba atrapada en San Francisco supe que él o algunos de sus diados intentarían sacarla de allí. Tenían dos alternativas: tomar el mismo avión en el que yo he venido o utilizar la línea telúrica de Notre Dame.
—E imagino que hiciste algo con esa línea telúrica —rió Billy—. Es lo que yo haría.
—La línea se activa en el Punto Cero de París. Sencillamente vertí un brebaje alquímico sobre las piedras hecho a partir de huesos de mamut, huesos de la época del Pleistoceno, y añadí un hechizo de atracción a la mezcla.
El semáforo cambió a rojo y Billy frenó el coche. Poniendo el freno de mano se giró en el asiento del conductor para contemplar al italiano con expresión de asombro.
—De forma que la persona que utilizara la línea telúrica…
—… retrocedería en el tiempo hasta la época del Pleistoceno.
—¿Cuándo fue? —preguntó Bill—. No fui mucho a la escuela.
—Más o menos, entre mil ochocientos millones de años u once mil quinientos años atrás —explicó Maquiavelo con una sonrisa.
—Oh, eres bueno —reconoció Billy sacudiendo la cabeza—. ¿Tienes idea de quién activó la línea telúrica?
—Una cámara de seguridad ha estado grabando esa ubicación durante las últimas veinticuatro horas —dijo Maquiavelo mientras sostenía el teléfono. La pantalla mostraba la imagen de dos mujeres colocadas dándose la espalda en el centro de la plaza de la catedral—. No conozco a la mujer de la derecha —apuntó Maquiavelo—, pero la de la izquierda, sin duda alguna, es Scathach.
—¿La Sombra? —susurró Billy inclinándose hacia delante para comprobar la pantalla—. ¿Ésa es la Guerrera? —dijo con tono poco sorprendido—. Pensé que sería más alta.
—Todo el mundo piensa lo mismo —comentó Maquiavelo—. Ése suele ser su primer error.
Las bocinas de los coches tronaron tras el Thunderbird cuando el semáforo cambió de color; alguien incluso gritó.
Maquiavelo miró fugazmente y con curiosidad al inmortal norteamericano, esperando así su reacción. Pero Billy el Niño había domado su famoso temperamento hacía décadas. Alzó la mano y la movió en el aire a modo de disculpa. Después, arrancó.
—Así pues, con la Sombra fuera de escena supongo que nuestro trabajo resultará mucho más sencillo.
—Infinitamente más sencillo —aceptó Maquiavelo—. Tenía la vaga sospecha de que, de algún modo u otro, aparecería en Alcatraz y nos aguaría la fiesta.
—Bueno, eso ya no va a ocurrir —dijo Billy con una sonrisa. Después adoptó una expresión más seria y continuó—: Debajo de tu asiento encontrarás un sobre. Contiene una copia impresa de un correo electrónico que recibí de Enoch Enterprises ayer por la tarde donde se nos da permiso para aterrizar en Alcatraz. Actualmente la empresa de Dee es propietaria de la isla. También encontrarás una fotografía que venía adjunta a un correo anónimo que he recibido esta misma mañana. Supongo que es para ti. Para mí no significa nada.
Maquiavelo sacó las dos páginas. En el membrete del correo de Enoch Enterprises había un documento de aspecto legal que daba permiso para aterrizar en la isla y llevar a cabo «investigaciones históricas». Estaba firmado por «John Dee, doctor». La segunda hoja era una fotografía en color de alta resolución donde se apreciaban imágenes del muro de una pirámide egipcia.
—¿Sabes lo que significa? —preguntó Billy.
Maquiavelo giró la página para comprobar el reverso.
—Es una foto de la pirámide de Unas, quien gobernó Egipto hace más de cuatro mil años —dijo en voz baja. Una uña con una manicura impecable trazó una línea sobre los jeroglíficos—. Lo llamaban Textos de las Pirámides; hoy en día preferimos utilizar la expresión Libro de los Muertos —explicó. Golpeó suavemente la fotografía y se rió en voz baja—. Creo que ésta es la fórmula de palabras que debemos utilizar para despertar a todas las criaturas que duermen en la isla —adivinó. Volvió a introducir las páginas en el sobre y miró al joven conductor—. Vayamos hacia Alcatraz. Ha llegado el momento de matar a Perenelle Flamel.