Ahora? —finalizó.
Entonces cerró los ojos con fuerza, se colocó una mano en el estómago y la otra en la boca y se derrumbó sobre las rodillas. La Guerrera sintió cómo el mundo se inclinaba y luchó con todas sus fuerzas para evitar vomitar. Un segundo más tarde se dio cuenta de que estaba arrodillada sobre tierra blanda. Con los ojos aún cerrados, acarició el suelo y sintió el tacto de la hierba entre sus dedos. Unos brazos fuertes y robustos la ayudaron a incorporarse después de notar unas manos frías alrededor de su rostro. Al abrir los ojos, Scathach contempló el rostro de Juana, que estaba a pocos centímetros del suyo. La mujer francesa sonreía elegantemente.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Juana en francés.
—Mareada.
—Sobrevivirás —bromeó—. Siempre les decía a mis tropas que, mientras pudieran sentir el dolor, significaba que seguían con vida.
—Me apuesto algo a que te adoraban —gruñó Scatty.
—De hecho, todos mis soldados me querían —repuso Juana.
—Parece que no hemos caído en el sol —dijo Scathach mientras se incorporaba del todo y miraba a su alrededor—. Lo hemos conseguido —suspiró—. Oh, qué bien volver a estar en casa.
—¿En casa? —preguntó Juana.
—He vivido en la costa oeste durante mucho tiempo. San Francisco es mi hogar. Una vez me dijeron que moriría en un desierto, así que siempre he preferido vivir en zonas costeras.
Las dos mujeres estaban en la ladera de una montaña ligeramente inclinada. Después de respirar la atmósfera contaminada de la ciudad de París, la brisa fresca les resultaba dulce, agradable por el aroma a vegetación que desprendía; aunque cuando salieron de Francia allí era todavía por la tarde, en la costa oeste norteamericana el sol todavía no había despuntado.
—¿Qué hora es? —se preguntó Scatty en voz alta.
Juana comprobó su reloj y restableció la hora.
—Son las cinco menos diez de la madrugada.
Señaló hacia el este, donde el cielo comenzaba a iluminarse con una luz púrpura. Sin embargo, la bóveda que se alzaba sobre sus cabezas aún era oscura y en ella brillaban multitud de centelleantes estrellas lejanas. Un banco de niebla grisácea y blanca se había aposentado a los pies de la montaña.
—Amanecerá aproxiMadamente en una hora.
La inmortal francesa se giró para contemplar las laderas de la montaña, que apenas eran visibles en la oscuridad nocturna.
—Así que éste es el monte Tamalpais. Pensé que sería… más grande.
—Bienvenida al monte Tam —dijo Scatty con una leve sonrisa blanca—, uno de mis lugares favoritos de Norteamérica. —Señaló hacia la capa de niebla espesa y añadió—: Estamos a unos veinte kilómetros hacia el norte de San Francisco y Alcatraz.
La sombra se ajustó la mochila a la espalda para más comodidad.
—Podemos ir corriendo…
—¡Corriendo! —exclamó Juana a la vez que soltaba una tremenda carcajada—. Lo último que me dijo Francis es que probablemente tú querrías correr hasta la ciudad. Vamos a alquilar un coche —dijo con tono firme.
—Realmente no está tan lejos… —protestó Scatty. Entonces se detuvo.
Justo debajo de ellas, una gigantesca silueta se movía entre la niebla, retorciéndola y produciendo espirales de humo blanco.
—Juana… —empezó.
Mientras pronunciaba estas palabras, otras figuras empezaron a moverse; de repente la niebla se dividió en dos, como si se tratara de una cortina, y dejó al descubierto una gigantesca manada de mastodontes cubiertos de lana que pastaban a los pies de la montaña. La Guerrera avistó dos felinos con dientes como sables recostados entre la hierba, vigilando al ganado atentamente al mismo tiempo que movían nerviosamente sus colas negras.
Juana continuaba observando las montañas. Extrajo su teléfono móvil del bolsillo y pulsó un botón de marcación rápida.
—Avisaré a Francis de que hemos llegado.
Se llevó el teléfono a la oreja y, segundos más tarde, comprobó la pantalla.
—Oh, no hay cobertura. Scatty, ¿cuánto tardaremos en…?
Entonces se percató de la expresión de su amiga. Inmediatamente se giró para comprobar qué estaba mirando.
Tardó unos segundos en ajustar su visión y distinguir a la manada de mastodontes que caminaba entre la niebla matutina. Un sutil y apenas perceptible movimiento llamó su atención y alzó la mirada: planeando en silencio sobre corrientes térmicas invisibles, un trío de cóndores gigantescos sobrevolaba sobre sus cabezas.
—¿Scathach? —jadeó Juana en un susurro aterrador—. ¿Dónde estamos?
—La pregunta no es dónde, sino cuándo.
El rostro de la Sombra se tornó más anguloso y desagradable y su mirada brilló de forma despiadada.
—Líneas telúricas. ¡Las odio!
Uno de los enormes felinos alzó la cabeza hacia la dirección desde dónde provenía la voz y bostezó, mostrando sus dientes salvajes de varios centímetros. La Guerrera no apartó la mirada de los pies de la montaña.
—Estamos en el monte Tamalpais, pero no precisamente en el siglo XXI.
Señaló a los mastodontes, los tigres y los cóndores con un movimiento de mano.
—Sé qué son estas criaturas: son megafauna. Y pertenecen a la época del Pleistoceno.
—¿Cómo… cómo regresamos a… a nuestra época? —suspiró Juana con tono triste y desamparado.
—No podemos —dijo Scathach con tono amargo—. Estamos atrapadas.
Los primeros pensamientos de Juana fueron para la Hechicera.
—¿Y qué hay de Perenelle? —preguntó al mismo tiempo que rompía a llorar—. Ella nos está esperando.
Scatty abrazó a Juana con fuerza.
—Quizá tenga que esperar más tiempo. Juana, hemos retrocedido en el tiempo quizás un millón de años. La Hechicera depende ahora de sí misma.
—Y nosotras también.
—No del todo —sonrió Scatty—. Nos tenemos la una a la otra.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la inmortal francesa mientras se secaba las lágrimas.
—Haremos lo que siempre hemos hecho: sobrevivir.
—¿Y qué pasará con Perenelle? —preguntó Juana.
Pero Scathach no tenía respuesta a esa pregunta.