Saint-Germain era una estrella de rock, famoso en toda Europa, y el joven agente de policía le reconoció de inmediato. Se acercó cautelosamente, hizo un gesto de saludo y posteriormente se sacó el guante de cuero para estrechar la mano del conde. Tras los cristales ahumados del coche las dos mujeres, una de la Última Generación y la otra una humana inmortal, observaron cómo Francis le daba la mano al agente de policía y, con una destreza increíble, le desplazaba de tal forma que no pudiera observar la calle.
—Vamos —ordenó Juana.
Abrió la puerta del taxi negro y se deslizó hacia el exterior, donde reinaba una atmósfera vespertina muy cálida. Un instante más tarde, Scathach siguió sus pasos y cerró la puerta con sumo cuidado al salir. Una al lado de la otra, las mujeres de aspecto juvenil se dirigieron hacia la catedral. Pasaron tan cerca de Francis y el gendarme que incluso lograron escuchar parte de la conversación.
—… una desgracia, una tragedia nacional. Estaba pensando que quizá debería celebrar un concierto cuya recaudación fuera entregada para reparar la catedral…
—Sin duda yo asistiría —dijo el gendarme enseguida.
—Insistiría en que nuestro valiente cuerpo de policía, junto con los servicios médicos y los bomberos, gozaran de entrada libre, por supuesto.
Juana y Scathach cruzaron la banda policial por debajo y empezaron a abrirse paso entre las pilas de piedras. La mayoría de los escombros eran polvo, pero algunos de los fragmentos de mayor tamaño aún conservaban una imagen fantasmagórica de las figuras que habían representado antes de que los mellizos hubieran desatado su magia elemental. Scatty distinguió pedazos que imitaban la forma de pezuñas y picos, cuernos histriónicos y colas retorcidas. Una bola ce piedra permanecía sobre una mano de roca erosionada. Miró a Juana y las dos se giraron para contemplar la parte frontal de la catedral. La devastación era increíble: gigantescos pedazos del monumental edificio tenían un aspecto ruinoso, como si alguien los hubiera intentado arrancar de la catedral. Daba la sensación de que una bola de demolición hubiera embestido algunas partes de la catedral.
—En todos mis años jamás he visto algo así —murmuró Scathach—, y esto sólo con dos de los poderes.
—Y sólo un mellizo los poseía —recordó Juana de Arco.
—¿Puedes imaginarte lo que podría ocurrir si poseyeran todas las magias elementales?
—Tendrían el poder de destruir el mundo o rehacerlo —respondió Juana.
—Y ésa es la profecía —añadió Scathach.
—¡Eh, vosotras! ¡Vosotras dos! ¡Deteneos!
La voz provenía de alguien que estaba justo delante de ellas.
—Deteneos. Deteneos ahora mismo —dijo una segunda voz desde detrás.
—Sigue caminando —susurró Scatty.
Juana miró por encima de su hombro y descubrió a un joven agente de policía que intentaba deshacerse de Francis, quien le agarraba con fuerza. De repente, el conde le soltó y el hombre se desplomó sobre el suelo. En un intento de ayudarle a ponerse en pie, Francis se pisó el bajo de su largo abrigo negro, perdió el equilibrio y se cayó encima del hombre, inmovilizándole así por completo.
—Vosotras dos, no podéis estar aquí.
Un académico de mediana edad, con la cabeza rapada y una barba greñuda se puso rápidamente en pie ante ellas. Había estado tumbado en el suelo, intentando unir las diminutas piezas que conformaban el ala de un águila. Se aproximó a ellas blandiendo un sujetapapeles.
—Estáis pisoteando reliquias históricos cuyo valor es incalculable.
—Estoy segura de que, aunque lo intentáramos, no podríamos dañarlos más de lo que ya lo están.
Sin dejar de caminar, Scatty le arrebató el sujetapapeles de plástico al historiador y lo partió en dos fácilmente, como si se tratara de una hoja de papel. Lanzó los pedazos a los pies del hombre que, al percatarse de que Scathach le había roto el sujetapapeles, enseguida se dio media vuelta y empezó a correr sin dejar de dar gritos.
—Muy sutil, muy discreto —apuntó Juana.
—Y muy efectivo —añadió Scatty mientras andaba a zancadas hacia el Punto Cero.
El Punto Cero se hallaba en la mitad de la plaza. Dibujado sobre los adoquines se distinguía un círculo de piedra gris y pulida dividido en cuatro partes. En el centro yacía un círculo de un tipo de piedra más brillante con un diseño parecido al de un rosetón tallado en el eje. El rosetón tenía ocho brazos que radiaban del centro, aunque dos de ellos estaban más desgastados por el trajín de millones de turistas que caminaban por encima y lo rozaban con los pies. En las piedras exteriores se podía leer la frase POINT ZERO DES ROUTES DE FRANCE. Había espacio suficiente para que Scathach y Juana se colocaran en el interior del círculo, dándose la espalda y pisando cada una de las secciones.
—¿Qué ocurre…? —empezó Scathach.