El taxi se topó con un bache y la sacudida despertó a los mellizos.
—Lo siento —dijo Palamedes con tono alegre. Moviéndose con rigidez, con los brazos y el cuello entumecidos por la postura que habían adoptado para descansar, Sophie y Josh se desperezaron. De forma casi automática, Josh intentó desenredarse la maraña de cabello. Bostezó varias veces mientras miraba a través de la ventana, parpadeando por la intensidad de los rayos de sol.
—¿Esto es Stonehenge? —preguntó observando el campo de hierba coloreado por miles de flores silvestres. Entonces vio la realidad y respondió su propia pregunta con voz de alarma—: Esto no es Stonehenge.
Se giró en el asiento y clavó una mirada desafiante en el Alquimista.
—¿Adónde nos llevas?
—Todo está bajo control —avisó Palamedes desde delante—. Hay controles de policía en la carretera principal. Nos hemos desviado sólo un poco.
Sophie pulsó un botón y la ventanilla automática se deslizó hacia abajo. De inmediato, el interior del vehículo se cubrió del perfume de la hierba. La joven estornudó y enseguida se percató de que podía distinguir las esencias de cada una de las flores silvestres. Sacando la cabeza por la ventanilla del coche, giró el rostro hacia el sol y el despejado cielo azul. Cuando abrió los ojos, una mariposa almirante danzó ante su mirada.
—¿Dónde estamos? —le preguntó a Nicolas.
—No tengo ni idea —admitió en voz baja—. El caballero conoce este lugar. Supongo que estamos cerca de Stonehenge.
El coche volvió a sacudirse con un bache del sendero y Gilgamés se despertó de forma ruidosa y lenta. Tumbado en el suelo, bostezó y se desperezó. Unos instantes más tarde se sentó y miró a través de la ventana, entornando los ojos por la cegadora y brillante luz solar.
—No he salido del país desde hace tiempo —dijo con tono contento. Miró a los mellizos y frunció el ceño. Después les saludó—: Hola.
—Hola —respondieron Josh y Sophie simultáneamente.
—¿Alguna vez alguien os ha dicho que os parecéis tanto que incluso podríais ser hermanos? —comentó mientras se sentaba con las piernas cruzadas en el suelo. Pestañeó y frunció otra vez el ceño—. Sois hermanos. Sois los mellizos de la leyenda. ¿Por qué no os llaman los mellizos legendarios?
Los mellizos se entrecruzaron miradas y negaron con la cabeza. Estaban confundidos. Al mismo tiempo, Gilgamés ladeó la suya para contemplar al Alquimista y, de repente, su expresión se tornó amarga.
—A ti sí que te conozco. Jamás te olvidaré —declaró. Después, volvió a girarse hacia los mellizos y se explicó—: Él intentó matarme, ¿lo sabíais? Claro que sí, vosotros estabais allí.
Sophie y Josh dijeron que no con un movimiento de cabeza.
—Nosotros no estábamos allí —explicó Josh con amabilidad.
—¿Cómo que no?
El rey andrajoso recostó la espalda sobre el suelo y se llevó las manos a la cabeza, frotándose el cráneo con fuerza excesiva.
—Oh… Perdonad a este anciano. He vivido mucho tiempo. Demasiado, demasiado tiempo, y recuerdo muchas cosas, más de las que he olvidado. Tengo recuerdos y sueños que se mezclan y me confunden. En mi cabeza danza un cúmulo de pensamientos que me despista —explicó. Hizo una mueca, como si estuviera sintiendo dolor, y cuando volvió a hablar sólo se percibió una tremenda tristeza y pérdida en su tono de voz—. A veces es difícil diferenciar cuál es cuál, saber con precisión lo que ocurrió y lo que tan sólo me imaginé.
Buscó entre todos sus voluminosos abrigos y extrajo un fajo grueso de papeles que había unido con un lazo.
—Lo escribo todo —dijo rápidamente—. Es la única forma de acordarme.
Pasó las páginas con el pulgar. Había pedazos de hojas arrancadas de libretas, cubiertas de libros en rústica, recortes de periódicos, menús de restaurantes y trozos de servilletas, pergaminos gruesos, incluso láminas finísimas de cobre y corteza de roble. El rey había recortado cada pedazo de forma que todos tuvieran más o menos el mismo tamaño. En cada uno de los trozos se podía distinguir una escritura minúscula y raspada. Contempló a Sophie y a Josh.
—Algún día escribiré sobre vosotros para acordarme —prometió. Después desvió la mirada hacia Flamel y agregó—: Y también escribiré sobre ti, Alquimista, para que jamás te olvide.
De repente, Sophie parpadeó y las imágenes se fragmentaron mientras dos lágrimas brotaban de sus ojos. Dos gotas plateadas se deslizaron por sus mejillas.
El Rey, muy lentamente, se apoyó sobre las rodillas para colocarse ante ella y alargó el brazo para rozar el líquido plateado con su dedo índice. Las lágrimas se retorcieron como si fueran mercurio por la uña de Gilgamés. Concentrándose al máximo jugueteó con las lágrimas, que se balancearon entre sus dedos pulgar e índice. Cuando alzó la vista, no había ni rastro de confusión en su mirada, ni dudas en su rostro.
—¿Sabes cuándo fue la última vez que alguien lloró una lágrima por Gilgamés el Rey? —preguntó con un tono alto y mandatario, con un acento extraño al pronunciar su nombre—. Oh, hace una eternidad. En un tiempo antes del tiempo, en un tiempo antes de la historia.
Las lágrimas plateadas se unieron en la palma del rey y éste cerró la mano como si quisiera conservar el líquido en el interior del puño.
—Hubo una vez una chica que lloraba lágrimas plateadas, que lloraba por un príncipe de la tierra, que lloraba por mí y por el mundo que estaba a punto de destruir —dijo mientras observaba a Sophie sin parpadear—. Joven, ¿por qué lloras por mí?
Incapaz de musitar palabra, Sophie negó con la cabeza. Josh rodeó a su hermana con el brazo.
—Dímelo —insistió Gilgamés.
Sophie tragó saliva y volvió a sacudir la cabeza.
—Por favor. Me gustaría saberlo.
Sophie inspiró hondo y, cuando se decidió a hablar, su voz apenas era un susurro.
—Albergo los recuerdos de la Bruja de Endor en mi interior. He pasado todo el tiempo intentando mantener alejados sus pensamientos… y aquí estás tú, intentando recordar tu propia vida, dejando por escrito tus ideas para no olvidarlas. De repente me he preguntado cómo sería no saber ciertas cosas, no recordarlas.
—Eso es —acordó Gilgamés—. Nosotros, los humanos, no somos más que la suma de nuestros recuerdos.
El Rey volvió a sentarse apoyando la espalda en la puerta y con las piernas estiradas ante él. Observó detenidamente el cúmulo de páginas colocadas sobre las rodillas. Un instante después, extrajo un lápiz minúsculo y empezó a escribir.
El Alquimista se inclinó hacia delante y, durante un breve instante, pareció que tenía la intención de colocar la mano sobre el hombro del Rey. Pero entonces reculó y, con suma amabilidad, preguntó:
—¿De qué te estás acordando ahora, Gilgamés?
El Rey posó su dedo índice sobre la página, frotando las lágrimas plateadas en el papel.
—Del día en que alguien se preocupó y lloró una lágrima por mí.