A las 10.20 de la mañana, cinco minutos después de la hora en que su avión tenía programado el despegue, el vuelo Boeing 747 de Air France alzaba el vuelo del aeropuerto Charles de Gaulle con destino a San Francisco.
Nicolás Maquiavelo se acomodó en su asiento y ajustó su reloj a la hora local de San Francisco, retrasándolo nueve horas. Su reloj, ahora, marcaba la 1.20 de la madrugada. Reclinó su asiento, entrelazó los dedos y los posó sobre su estómago mientras cerraba los ojos y disfrutaba del lujo poco habitual de estar ilocalizable. Durante las siguientes once horas y quince minutos, nadie podría llamarle por teléfono o enviarle un correo electrónico o un fax. Si surgía una crisis, otra persona sería la encargada de manejar y solucionar el problema. No pudo evitar dibujar una sonrisa: eran como unas pequeñas vacaciones. Había pasado mucho tiempo, de hecho más de dos siglos, desde la última vez que se tomó un descanso más que merecido. Sus últimas vacaciones, en Egipto el año 1798, se habían ido al traste cuando Napoleón invadió el país. La sonrisa desapareció y Maquiavelo sacudió la cabeza. El mismo había planeado y organizado la estrategia del corso para lograr una «federación de pueblos libres», además del Código Napoleón. Si los corsos hubieran seguido prestándole atención y acatando sus órdenes, Francia hubiera gobernado todo el continente europeo, África y Oriente Medio. Maquiavelo incluso había diseñado varios planes para invadir América por mar desde Canadá.
—¿Desea algo para beber, Monsieur?
Maquiavelo abrió los ojos y descubrió a una azafata de aspecto aburrido que le dedicaba una sonrisa. Dijo que no con la cabeza y añadió:
—No, gracias. Y por favor, no me vuelva a molestar en lo que queda de vuelo.
La mujer asintió.
—¿Quiere que le despierte para el almuerzo o la cena?
—No, gracias. Estoy siguiendo una dieta especial —explicó.
—Si nos lo hubiera dicho de antemano, podríamos haberle preparado un menú adecuado…
Maquiavelo levantó la mano, sugiriéndole así que se callara.
—Estoy perfectamente bien, gracias —finalizó. Después apartó la mirada de la azafata como si quisiera despedirse.
—Se lo comentaré al resto de la tripulación.
La azafata comprobó el estado de los otros tres pasajeros que viajaban en la cabina denominada «L’Espace Affaires». Un delicioso aroma a café recién hecho y pan recién horneado cubrió la atmósfera. El italiano cerró los ojos para intentar recordar cómo sabía la comida de verdad, la comida fresca. Uno de los efectos secundarios del don de la inmortalidad era la disminución del apetito. Los humanos inmortales necesitaban alimentarse, pero sólo de combustible y energía. La mayoría de alimentos, a menos que incluyeran una alta cantidad de especias o azúcar, le resultaban insípidos. Se preguntaba si Flamel, que había conseguido ser inmortal por sí mismo en vez de solicitar la ayuda de un Inmemorial, sufría el mismo efecto secundario.
Y al acordarse de Nicolas no pudo evitar concentrarse en Perenelle.
El Inmemorial de Dee había sido claro: «No intentes hablar con ella, negociar con ella o razonar con ella. Mátala en cuanto la veas. La Hechicera es infinitamente más peligrosa que el Alquimista».
Maquiavelo, gracias a su perseverancia y fuerza de voluntad, se había convertido en todo un experto en el lenguaje verbal y corporal. Sabía cuándo las personas estaban mintiendo; podía leerlo en su mirada, notarlo a través de ligeros movimientos con las manos, al retorcer los dedos o dar golpecitos en el suelo con el pie. Aunque no pudiera verlos directamente, toda una vida dedicada a escuchar a emperadores, reyes, príncipes, políticos y ladrones le había enseñado que no era precisamente lo que se decía, sino lo que no se decía, lo que desvelaba la verdad.
Los Inmemoriales de Dee le habían advertido de que la Hechicera era infinitamente más peligrosa que el Alquimista. No le habían indicado exactamente cuánto más… pero le habían desvelado que incluso ellos mismos, la temían. ¿Y por qué?, se preguntaba. Se trataba de una humana inmortal: poderosa, sí; peligrosa, sin duda; pero ¿por qué asustaba a los Inmemoriales?
Ladeando la cabeza, Maquiavelo miró a través de la ventana ovalada. El vuelo 747 planeaba entre las nubes hasta alzarse a un cielo espectacularmente añil. Permitió que todos sus pensamientos vagaran por su mente, recordando a todos los líderes a los que había servido y manipulado a lo largo de los años. A diferencia de Dee, cuya fama había logrado trabajando como asistente personal de la reina Isabel además de su consejero público, él siempre había preferido operar tras el telón dejando una huella, realizando sugerencias, permitiendo que los demás se colgaran medallas por sus ideas. Siempre era mejor, y más seguro, pasar desapercibido. Un antiguo proverbio celta describía su opinión: «Es mejor existir desconocido a ojos de la ley». Siempre había imaginado que Perenelle también era así; prefería permanecer tras las bambalinas y dejar que su marido se llevara todo el mérito. Todo el mundo en Europa conocía el nombre de Nicolas Flamel. Sin embargo, pocos sabían de la existencia de Perenelle. El italiano asintió inconscientemente; ella era el poder que se escondía tras aquel hombre.
Maquiavelo había creado un archivo sobre el matrimonio Flamel que había ido actualizando a lo largo de los siglos. Las primeras notas sobre ellos estaban escritas en un pergamino con dibujos de colores vivos; después había conseguido un papel grueso, fabricado a mano, con esbozos trazados con pluma y tinta y, más tarde, había incluido papeles con fotografías pintadas. Los archivos más recientes eran digitales y contenían instantáneas y vídeos de alta resolución. Había mantenido los documentos originales, pero también los había escaneado e importado a su base de datos codificada. Le resultaba frustrante poseer tan poca información acerca de Nicolas y, menos todavía, de la Hechicera. Poco se sabía de aquella mujer. En un informe francés del siglo XIV se sugería que, cuando contrajo matrimonio con Nicolas, ella era viuda. Cuando el Alquimista falleció, toda su herencia cayó en manos del sobrino de Perenelle, un jovencito llamado Perrier. Maquiavelo sospechaba, aunque no tenía prueba de ello que sustentara su hipótesis, que Perrier era un hijo de su primer matrimonio. Éste poseía todos los papeles y pertenencias del Alquimista… pero desapareció sin más de la historia. Siglos más tarde, una pareja que reclamaba ser descendiente de la familia de Perrier apareció en París, pero rápidamente el cardenal Richelieu les arrestó. El cardenal se vio obligado a liberarlos al darse cuenta de que ellos no sabían nada sobre su famoso antecesor y no tenían ninguno de sus libros o escritos. Perenelle era un misterio.
Maquiavelo había invertido una fortuna en pagos a espías, libreros, historiadores e investigadores para que vigilaran muy de cerca a la misteriosa mujer, pero incluso ellos apenas habían descubierto algo interesante sobre ella. Cuando él libró una batalla cara a cara con ella en Sicilia, en el año 1669, averiguó que la Hechicera tenía acceso a un poder extraordinario, casi puro. Con más de un siglo de aprendizaje, había luchado contra ella haciendo uso de una combinación de hechizos mágicos y alquímicos de todo el mundo, pero Perenelle logró esquivarlos gracias a una apabullante demostración de brujería. Por la noche, él ya estaba agotado y su aura se había desgastado casi hasta su límite; sin embargo, Perenelle aún parecía tener energía y estar serena. Si el volcán Etna no hubiera entrado en erupción para finalizar el combate, sin duda alguna ella le habría destruido o provocado que su aura entrara en combustión espontáneamente hasta consumir su cuerpo. Días más tarde, el italiano cayó en la cuenta de que probablemente fueron las energías que ellos mismos habían liberado lo que causó la erupción.
Nicolás Maquiavelo se abrigó con una manta de lana suave y pulsó el botón que, con sumo cuidado, convertía su cómodo asiento en una cama de 1,80 m. Se recostó y cerró los ojos mientras respiraba hondamente. No podría dejar de pensar en la Hechicera durante las próximas horas, pero una cosa estaba clara como el agua: Perenelle asustaba a los Oscuros Inmemoriales. En general, la gente sólo teme a aquéllos que pueden destruirles. Una última idea se le pasó por la cabeza: ¿quién, o qué, era Perenelle Flamel?