Dónde nos llevas? —preguntó Nicolas en tono suave—. ¿Por qué hemos abandonado la carretera principal?
—Problemas —dijo Palamedes en voz baja. Inclinó el espejo retrovisor para contemplar mejor la parte trasera del taxi.
Sólo el Alquimista estaba despierto. Los mellizos estaban recostados y, de hecho, tan sólo el cinturón de seguridad les mantenía sentados. Gilgamés, en cambio, estaba tumbado y enroscado como un gato en el suelo, murmurando palabras en la lengua de Sumeria. Nicolas miró los ojos marrones y profundos del Caballero Sarraceno a través del espejo retrovisor.
—Sabía que algo ocurría cuando, de repente, el tráfico se hizo más denso —continuó el caballero—. En ese momento pensé que quizá se trataba de un accidente —explicó mientras tomaban unas cuantas curvas para adentrarse en senderos rurales extreMadamente sinuosos y estrechos, repletos de vegetación, a ambos lados, que rozaba la chapa del vehículo—. Todas las carreteras principales están bloqueadas; la policía está registrando cada coche.
—Dee —suspiró Flamel.
Se desabrochó el cinturón de seguridad y se deslizo hacia el asiento ubicado justo detrás del conductor. Se giró para poder observar al caballero a través de una esquina del espejo retrovisor.
—Tenemos que llegar a Stonehenge —dijo—. Es la única forma de salir de este país.
—Existen otras líneas telúricas. Podría llevaros hasta Holyhead, en Gales; o podríais coger el ferry hasta Irlanda. Newgrange sigue activa —sugirió Palamedes.
—Nadie sabe dónde desemboca Newgrange —comentó Nicolas con firmeza—. Y la línea telúrica de Salisbury me transportará directamente al norte de San Francisco.
El caballero dobló una esquina donde se alzaba una señal en la que se podía leer PROPIEDAD PRIVADA y se detuvo ante una valla de madera con cinco barras. Sin apagar el motor, se apeó del coche y deslizó el pestillo. Flamel se reunió con él y los dos hombres abrieron la puerta. Un caminito lleno de surcos conducía hacia un granero de madera destartalado.
—Conozco al propietario —explicó Palamedes—. Nos esconderemos aquí hasta que todo se calme.
Flamel alargó la mano y agarró a Palamedes por el brazo. De repente, el Alquimista percibió el olor a clavos y apartó los dedos de la piel del caballero que, extrañamente, se había tornado dura y metálica.
—Tenemos que llegar a Stonehenge lo antes posible —dijo mientras señalaba hacia la carretera por donde habían llegado—. Debemos de estar a unos tres kilómetros.
—Estamos bastante cerca —acordó Palamedes—. ¿Por qué tienes tanta prisa, Alquimista?
—Tengo que reunirme con Perenelle —explicó mientras se colocaba delante del caballero, obligándole a detener su paso—. Mírame, Sarraceno. ¿Qué ves?
Flamel levantó las manos; ahora, las venas azuladas de los brazos eran perfectamente visibles y tenía manchas de vejez esparcidas por toda la piel. Inclinando la cabeza hacia atrás, dejó al descubierto su cuello, repleto de arrugas.
—Me estoy muriendo, Palamedes —añadió brevemente el Alquimista—. No me queda mucho tiempo y, cuando fallezca, quiero estar con mi querida Perenelle. Tú estuviste enamorado una vez, Palamedes. Tienes que entenderlo.
El caballero resopló y después hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Vayamos al interior del granero y despertemos a los mellizos y a Gilgamés. Él ha aceptado formarlos en la Magia del Agua. Si se acuerda y lo hace, entonces nos dirigiremos enseguida hacia Stonehenge. Estoy seguro de que puedo encontrar el camino más rápido con mi GPS —comentó mientras agarraba a Flamel por el brazo—. No te olvides, Nicolas: una vez el rey inicie el proceso, las auras de los mellizos resplandecerán y cualquier persona o cosa sabrá dónde están.