Cuando el sol desapareció tras la línea del horizonte, las temperaturas descendieron en picado y la brisa que soplaba por la bahía de San Francisco se tornó gélida y salada. Desde su posición, en el faro ubicado sobre el embarcadero, Perenelle alargaba el cuello para contemplar la isla. Aunque llevaba capas y capas de ropa y había recogido todas las mantas de las celdas para abrigarse, estaba temblando. Tenía los dedos de las manos y los pies tan entumecidos que había perdido toda sensibilidad y el frío era tan extremo que incluso mordió una manta mohosa para evitar castañetear los dientes.
No se atrevía a utilizar su aura para calentarse, pues la esfinge se había despojado de su tumba de hielo y pululaba por la isla.
Perenelle permanecía delante del capullo que envolvía a Areop-Enap, buscando cualquier señal de movimiento, cuando distinguió el inconfundible olor de la criatura en la atmósfera salada, una mezcla rancia de serpiente, león y plumas húmedas. Un instante más tarde, el fantasma De Ayala apareció ante ella.
—Lo sé —anunció antes de que él pudiera hablar—. ¿Está todo preparado?
—Así es —respondió el fantasma—. Pero ya hemos intentado esto antes…
La sonrisa de Perenelle destelló en la oscuridad nocturna.
—Las esfinges son peligrosas y aterradoras… pero no especialmente brillantes —explicó mientras envolvía una manta alrededor de sus hombros sin dejar de tiritar—. ¿Dónde está ahora?
—Merodea por el armazón de la casa del carcelero. Un matiz de tu aroma debe de seguir allí. Sin ánimo de ofender, Madame —añadió rápidamente.
—Faltaba más. Es una de las razones por las que he preferido quedarme al aire libre esta noche. Espero que esta ráfaga de viento se lleve todas las esencias.
—Es una buena estrategia —acordó De Ayala.
—¿Y cómo está la criatura? ¿Qué aspecto tiene? —se preguntó la Hechicera en voz alta. Dio una palmadita en el capullo en cuyo interior estaba Areop-Enap y rápidamente se giró y se apresuró a salir de ahí.
El fantasma sonrió expresando su satisfacción.
—Furiosa.
La esfinge alzó una de sus monstruosas patas y la posó sobre el suelo con sumo cuidado. No pudo evitar poner una expresión de dolor cuando la sensación más extraordinaria, el dolor, le recorrió la pierna. Hacía tres siglos que no la herían. Cualquier herida sanaría, cualquier corte y moratón se desvanecería en cuestión de horas, pero el recuerdo de su orgullo herido jamás desaparecería.
La habían vencido. Una humana la había derrotado.
Inclinando el cuello hacia atrás, respiró hondo y una lengua hendida y negra sobresalió de sus labios humanos. La lengua se enroscó, como si estuviera saboreando la atmósfera. Y de pronto, ahí estaba: una huella, un mínimo matiz del olor humano. Pero aquel edificio no tenía una bóveda, de forma que permanecía abierto a todos los elementos y recibía constantemente las brisas marinas y el rastro humano apenas era perceptible. La humana que estaba persiguiendo había estado ahí. La criatura se deslizó hacia la ventana. Sí: había estado justo ahí, pero no recientemente. Su lengua bífida se arrastró por los ladrillos. La Hechicera había posado su mano en ese preciso lugar. Giró la cabeza hacia una gigantesca apertura que había en el muro. La humana había cruzado ese agujero para salir al aire libre.
El rostro hermoso de la esfinge se arrugó cuando frunció el ceño. Replegó sus alas de águila alrededor de su cuerpo, se abrió camino entre los escombros que quedaban de aquella casucha en ruinas y salió al exterior, donde reinaba una noche fría.
No lograba detectar el aura humana, ni conseguía captar el aroma de su piel.
Sin embargo, la Hechicera seguía en la isla; era imposible que hubiera escapado. La esfinge había visto con sus propios ojos a las Nereidas en el agua y había distinguido el inconfundible olor a pescado perteneciente al Viejo Hombre del Mar. Había captado un fugaz vistazo de la Diosa Cuervo, que permanecía colgada como una veleta asquerosa en lo más alto del faro, y aunque la esfinge había intentado comunicarse con ella en un abanico de lenguas, incluyendo las lenguas perdidas de Danu Talis, la criatura no había respondido. La esfinge se mostró indiferente; algunos seres de la Última Generación, como ella misma, preferían la noche; otros, en cambio, caminaban alumbrados por la luz del sol. Probablemente, la Diosa Cuervo estaba durmiendo.
A pesar de su corpulencia, la esfinge se movía con rapidez y agilidad por el embarcadero. Con cada paso se escuchaba el ruido de sus pezuñas en la piedra. Entonces captó una brizna del aroma humano, el olor a sal y carne.
Y entonces la vio.
Un movimiento, una sombra, un reflejo de una cabellera larga y la falda de un vestido ondeando en el aire.
Con un chillido aterrador de triunfo, la esfinge se dirigió hacia la mujer. Esta vez no escaparía.
Desde su posición de ventaja en el faro, Perenelle observó cómo la esfinge salía corriendo tras los pasos del fantasma de la mujer del carcelero.
Entre la oscuridad nocturna, la Hechicera distinguió el pálido contorno del rostro de De Ayala, que al ojo humano hubiera pasado completamente desapercibido.
—Los fantasmas de Alcatraz están en sus posiciones. Guiarán a la esfinge hasta el otro extremo de la isla y la mantendrán ocupada durante el resto de la noche. Descansa ahora, Madame; duerme si puedes. ¿Quién sabe qué nos deparará el día de mañana?