La mano derecha de Josh salió disparada a agarrar la muñeca de Gilgamés. La apretó y retorció en un único movimiento y el puñal se deslizó de la mano del rey, clavándose directamente en la alfombrilla de goma del suelo del vehículo. Rápidamente, Sophie se inclinó y la recogió.
—¡Hey! —gritó Palamedes ante tal repentina conmoción—. ¿Qué está ocurriendo ahí atrás?
—Nada —respondió enseguida Flamel, antes de que Josh o Sophie pudieran replicar—. Todo está bajo control.
Gilgamés se recostó en el respaldo del asiento, acariciándose la muñeca amoratada mientras miraba fijamente al Alquimista. Observó que el puñal estaba entre las manos de la joven Sophie.
—Devuélvemelo.
Ignorando la orden, Sophie se lo entregó a su hermano, quien, a su vez, se lo entregó a Nicolas. Ante lo que acababa de ocurrir, Sophie no podía dejar de temblar, no sólo por la conmoción, sino por el miedo que le había suscitado. Jamás había visto a Josh moverse de esa forma. Incluso con sus sentidos agudizados, apenas se había percatado de que Gilgamés tenía un puñal escondido entre las manos. Josh le había frenado, desarmándole limpiamente sin tan siquiera pronunciar una palabra o alzarse del asiento. Acercó las piernas al pecho y las rodeó con los brazos para recostar la barbilla sobre las rodillas.
—¿Puedes decirme a qué ha venido todo esto? —preguntó en voz baja.
—He tardado unos momentos —respondió Gilgamés con tono amargo sin apartar la vista de Flamel—, pero sabía que había algo en ti, algo familiar —reconoció al mismo tiempo que arrugaba la nariz—. Debería haber reconocido tu asqueroso aroma —comentó mientras olfateaba al Alquimista—. ¿Sigue siendo menta o lo has cambiado a algo más apropiado?
De inmediato, los mellizos olfatearon la atmósfera, pero no lograron percibir ningún olor.
—Aún es menta —contestó el Alquimista suavemente.
—Por lo que veo os conocéis —interrumpió Josh.
—Nos hemos visto varias veces a lo largo de los años —explicó Flamel mientras desviaba la mirada hacia el rey—. Perenelle te manda recuerdos.
Las luces de los semáforos iluminaron el rostro de Gilgamés cuando se giró para contemplar a los mellizos.
—También sé que nos hemos conocido antes —dijo bruscamente el rey.
—No te hemos visto nunca —admitió Josh sinceramente.
—De verdad, nunca —acordó Sophie.
Una mirada de confusión se apoderó de la expresión del inmortal, pero enseguida negó con la cabeza.
—No; estáis mintiendo. Sois norteamericanos. Nos hemos conocido antes. Todos nos hemos visto antes —dijo mientras señalaba a todos y cada uno de ellos—. Vosotros dos estabais con el matrimonio Flamel. Fue entonces cuando intentasteis matarme.
—No eran este par de mellizos —reconoció Nicolas—. Y no estábamos intentando matarte, sino al contrario, salvarte.
—Quizá no quería que me salvarais —replicó Gilgamés de mala gana.
Bajó la cabeza de forma que su cabello se deslizó sobre su frente, cubriéndole así los ojos. Después, alargó el cuello para contemplar a los mellizos.
—Oro y plata, ¿eh?
Ambos dijeron que sí con la cabeza.
—Eso es lo que nos dicen —sonrió Josh.
Echó un rápido vistazo a su hermana y vio cómo ésta asentía con la cabeza; sabía perfectamente la pregunta que su hermano estaba a punto de hacer. Se fijó en la reacción del Alquimista, pero su rostro era como una máscara que, con la iluminación de los semáforos, se convertía en algo oscuro y horripilante. Josh se acercó a Gilgamés.
—¿Te acuerdas de cuándo conociste a los otros mellizos norteamericanos?
—Por supuesto —respondió el rey frunciendo el ceño—. Si fue hace sólo un mes… —Su voz fue perdiendo intensidad hasta desaparecer. Cuando volvió a hablar, se percibió claramente un tono de pérdida—. No. No fue el mes pasado, ni el año pasado, ni siquiera la década pasada. Fue… —Mientras se giraba para observar al Alquimista, preguntó—: ¿Cuándo fue?
Los mellizos también se giraron hacia Flamel.
—En 1945 —respondió brevemente.
—¿Y fue en Norteamérica? —añadió Gilgamés—. Dime que fue en Norteamérica.
—Fue en Nuevo México. El rey empezó a aplaudir.
—Al menos tengo razón en eso. ¿Qué le ocurrió al último par de mellizos? —preguntó repentinamente a Flamel.
El Alquimista permaneció en absoluto silencio.
—Creo que a nosotros también nos gustaría escuchar la respuesta —dijo Sophie en tono frío y distante mientras sus pupilas se tornaban plateadas—. Sabemos que ha habido otros mellizos.
—Muchos más —agregó Josh.
—¿Qué les ocurrió? —rogó Sophie. En algún rincón de su mente creía conocer la respuesta, pero quería que Flamel lo dijera en voz alta.
—Ha habido otros mellizos en el pasado —admitió finalmente Nicolas—. Pero no eran los verdaderos.
—¡Y todos murieron! —exclamó Josh encolerizado. La esencia a naranjas cubrió el interior del taxi, pero esta vez el perfume era ácido y amargo.
—No, no todos —dijo bruscamente Flamel—. Algunos perecieron y otros vivieron hasta la vejez, como les ocurrió al último par.
—¿Y qué les sucedió a aquéllos que no lograron sobrevivir? —preguntó rápidamente Sophie.
—Algunos sufrieron daños durante el proceso del Despertar.
—¿Daños? —dijo Sophie enfatizando la palabra. Estaba decidida a no permitirle que evitara ese tema. El Alquimista resopló.
—Todo el mundo puede ser Despertado, pero nadie reacciona del mismo modo al proceso. Muchos no son lo bastante fuertes para soportar la avalancha de emociones.
Algunos entran en estados de coma profundo, otros acaban perdidos en sueños o son incapaces de sobrellevar el mundo real y otros sufren una partición de su personalidad y pasan el resto de sus vidas encerrados en manicomios.
Sophie empezó a temblar. Las palabras de Flamel le habían hecho sentir físicamente enferma. Incluso la forma como lo relató, fría y sin emoción alguna, la asustó. Ahora sabía que las sospechas de Josh tenían una justificación: no debían confiar en el Alquimista. Cuando Nicolas Flamel les había conducido hasta la Bruja de Endor para que ésta les Despertara, él era absolutamente consciente de las terribles consecuencias que el Despertar podía desencadenar en los mellizos. Sin embargo, se mostró dispuesto a pasar por eso.
Josh se deslizó en su asiento, acercándose así a su hermana para abrazarla y sostenerla entre sus brazos. No podía hablar. Tenía la tentación, la peligrosa tentación, de golpear al Alquimista.
—¿Cuántos otros pares de mellizos ha habido, Flamel? —preguntó Gilgamés—. Vives en esta tierra desde hace más de seiscientos setenta años. ¿Había un par para cada siglo? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuántas vidas has destrozado intentando encontrar a los mellizos legendarios?
—Demasiados —susurró el Alquimista. Se volvió a acomodar entre las sombras. La iluminación callejera teñía su mirada húmeda del mismo color del azufre—. He olvidado la cara de mi padre y el sonido de la voz de mi madre, pero recuerdo el nombre y el rostro de cada mellizo. No pasa un día en que no piense en ellos y me arrepienta de sus pérdidas.
Y entonces, sujetando el puñal de hoja ennegrecida, señaló a Sophie y a Josh.
—Pero cada error que he cometido, cada Despertar fallido, me ha conducido gradual e inexorablemente a ellos, a los verdaderos mellizos de la leyenda. Y esta vez no tengo ninguna duda —dijo alzando el tono de voz, que ahora era más áspero y crudo—. Y si aprenden las magias elementales, serán capaces de enfrentarse a los Oscuros Inmemoriales. Darán al mundo la oportunidad de sobrevivir en la batalla que está a punto de llegar. Y entonces, todas las muertes y vidas perdidas no habrán sido en vano —volvió a erguirse, emergiendo así de entre las sombras y miró a Gilgamés—. ¿Les formarás? ¿Les ayudarás a luchar contra los Oscuros Inmemoriales? ¿Les enseñarás la Magia del Agua?
—¿Por qué debería hacerlo? —preguntó sencillamente Gilgamés.
—Podrías ayudar a salvar el mundo.
—Ya lo he salvado antes y nadie me lo agradeció. Y hoy en día está mucho peor que antes.
La sonrisa del Alquimista se tornó salvaje.
—Fórmales. Les entregaré el Libro a los mellizos: tú sabes que el Libro de Abraham contiene hechizos para convertir este mundo en un paraíso.
El rey se inclinó hacia los mellizos y murmuró:
—Y el Códex también incluye hechizos que podrían convertir este planeta en rescoldos.
Empezó a mover el dedo índice, señalando a los dos mellizos mientras repetía el verso ancestral.
—«Y el inmortal tiene el deber de enseñar al mortal y los dos que son uno se convertirán en el uno que lo es todo». —Se volvió a sentar y añadió—: Uno para salvar el mundo, el otro para destruirlo. Pero ¿cuál?
Los recuerdos de la Bruja golpearon los pensamientos de Sophie y unas imágenes aleatorias empezaron a colarse en su consciencia.
Un maremoto abalanzándose sobre un paisaje exuberante, irrumpiendo en un bosque, arrasando con todo aquello que se encontraba a su paso…
Una serie de volcanes entrando en erupción simultáneamente, arrancando trozos de paisajes mientras el mar se cubría de espuma blanca al tocar con la lava roja…
Los cielos hirviendo con nubes tormentosas mientras una lluvia rociaba granos de arena y copos de nieve de ceniza…
—No poseo el don de pronosticar —replicó Flamel—. Pero sé que esto es completamente cierto: si los mellizos no reciben una enseñanza y no pueden protegerse, los Oscuros Inmemoriales les capturarán, les esclavizarán y utilizarán sus increíbles auras para abrir las puertas a los Mundos de Sombras. Los Oscuros Inmemoriales no tienen en su poder la Invocación Final del Códex, pero cuando se adueñen de esas páginas podrán reclamar esta tierra una vez más.
—Incluso sin el Códex, los Oscuros Inmemoriales podrían iniciar el proceso si tuvieran a los mellizos —aclaró Gilgamés con la voz calmada y serena—. La Invocación Final está diseñada para abrir todas las puertas de los Mundos de Sombras simultáneamente.
—¿Qué nos ocurrirá después de eso? —preguntó Josh rompiendo el largo silencio que se había producido. Se rozó el pecho con las manos y notó las dos páginas que había logrado arrancar del Libro de Abraham.
—No existe un después; ni para vosotros ni para cualquier otro humano.
Palamedes continuó conduciendo durante unos diez minutos en absoluto silencio. Entonces, Gilgamés se aclaró la garganta y dijo:
—Os enseñaré la Magia del Agua con una condición.
—¿Qué condi…? —empezó Josh.
—De acuerdo —interrumpió Sophie. Se giró para mirar a su hermano y susurró—: Aceptaremos la condición.
—Necesito que me prometáis que, cuando todo esto acabe, si logramos sobrevivir, regresaréis aquí, a reuniros conmigo, con el Libro de Abraham —dijo el Rey.
Josh estuvo a punto de hacer otra pregunta, pero Sophie le apretó los dedos con todas sus fuerzas.
—Volveremos, si podemos.
—El Códex muestra un hechizo justo en la primera página —explicó el Rey mientras cerraba los ojos e inclinaba la cabeza hacia atrás. Las palabras eran precisas, pero su voz apenas podía catalogarse como un susurro—. Yo estaba apoyado en el hombro de Abraham y vi cómo lo transcribía. Es una fórmula de palabra que concede la inmortalidad. Quiero que me lo traigáis.
—¿Por qué? —preguntó Josh un tanto confundido—. Tú ya eres inmortal.
Gilgamés abrió los ojos y miró directamente a Sophie. De inmediato, la joven supo por qué quería el Libro.
—El Rey quiere que nosotros creemos la fórmula a la inversa —explicó en voz baja—. Quiere volver a ser mortal.
Gilgamés hizo una reverencia.
—Quiero consumir mi vida y morir. Quiero volver a ser humano. Quiero ser normal.
Sentada justo delante de él, Sophie Newman asintió con la cabeza silenciosamente.