Nicolás Maquiavelo se acomodó en su asiento y centró toda su atención en las pantallas LCD de alta definición colocadas en la pared que se hallaba frente a él. Estaba viendo el servicio de noticias por satélite inglés, un programa llamado Sky News. Los dos titulares de primera hora mostraban una instantánea aérea de una humareda que emergía de una zona industrial. La siguiente línea de texto que recorría la parte inferior de la pantalla anunciaba que el fuego provenía de un desguace de coches ubicado en el norte de Londres. Maquiavelo había visto suficientes fortificaciones a lo largo de su vida para reconocer el diseño, incluso aunque, en este caso, el castillo estuviera construido a partir de coches en vez de bloques de piedra. El contorno oscuro del foso aún era visible y un humillo grisáceo brotaba desde él.
Maquiavelo dibujó una sonrisa mientras alcanzaba el mando a distancia para subir el volumen del aparato. Aquella ubicación en particular le resultaba familiar. En otra pantalla, activó su base de datos codificada sobre los Inmemoriales, los seres de la Última Generación e inmortales, y tecleó la ubicación en el norte de Londres. De inmediato, dos nombres aparecieron en la pantalla: Palamedes, el Caballero Sarraceno, y el Bardo, William Shakespeare.
Maquiavelo escudriñó ambos archivos: Shakespeare había sido el aprendiz de Dee durante años hasta que, de repente, se había posicionado en contra del Mago. Era inmortal, aunque cómo lo había logrado seguía siendo un misterio, pues no se le asociaba con ningún Inmemorial conocido. Palamedes era un enigma, un príncipe guerrero de Babilonia que había luchado junto a Arturo y había permanecido a su lado hasta el final, cuando el rey fue asesinado. Una vez más, no había ni rastro de quién le había otorgado el don de la inmortalidad y, como venía siendo costumbre, el Caballero Sarraceno siempre había adoptado una postura neutral en las guerras entre los Inmemoriales y los Oscuros Inmemoriales.
Maquiavelo jamás había conocido personalmente a ningún inmortal, aunque sabía de su existencia durante generaciones y siempre había deseado conocer al Bardo. Nunca había dejado de preguntarse cómo, cuándo y dónde se conocieron por primera vez Shakespeare y Palamedes. Según sus archivos, su primera reunión de la que tenía constancia ocurrió en Londres, en el siglo XIX, pero Maquiavelo sospechaba que ambos inmortales se conocían desde hacía mucho más tiempo; había pruebas que sugerían que el Bardo había escrito el papel de Otelo en honor a Palamedes en el siglo XVII. Shakespeare regresó a Londres a mediados del siglo XIX como recogedor de trapos, un comerciante de ropa de segunda mano. Al menos sesenta pilluelos descalzos trabajaban para él y dormían en el ático de su almacén, ubicado en los muelles. Después, salían a la calle durante el día para registrar la ciudad en busca de ropa desechada o trapos. Uno de sus archivos contenía un informe de la policía en el que se sospechaba que el almacén era, en realidad, un lugar donde guardaba bienes robados; al menos dos veces había sido asaltado. El Caballero Sarraceno merodeaba por Londres en la misma época, ganándose la vida como actor en los teatros del West End. Se especializó en monólogos de las obras de teatro de Shakespeare.
Maquiavelo examinó una fotografía pixelada del hombre que enseguida identificó como William Shakespeare, tomada con un teleobjetivo. Mostraba a un hombre de aspecto normal y corriente ataviado con un peto azul manchado de grasa. Estaba inclinado hacia el motor de un coche y, a sus pies, se acumulaban herramientas y piezas de coches. En el fondo se distinguían dos perros con ojos rojos. La segunda fotografía tenía una mejor resolución. Mostraba a un hombre corpulento de tez bronceada apoyado sobre el capó de un taxi londinense, sorbiendo té de una taza desechable blanca. La noria del London Eye se apreciaba en el fondo.
La voz masculina de un reportero se escuchó en toda la habitación.
—… en llamas durante las dos últimas horas en este desguace de coches. En este momento no se han hallado cuerpos y los oficiales afirman que no esperan encontrar ninguno. Los agentes han expresado su preocupación por la gran cantidad de material combustible en la zona y los bomberos están utilizando artefactos contra incendios para entrar en el desguace. Existe el temor de que si los neumáticos empiezan a arder, liberarán gases nocivos a la atmósfera. Sin embargo, el consuelo es que en esta parte de Londres la mayoría de casas están abandonadas y en ruinas…
Maquiavelo pulsó el botón correspondiente para quitar el volumen de la pantalla. Recostando la espalda sobre el respaldo de la silla, se pasó las manos por su cabello rapado y escuchó el sonido en silencio. Entonces, ¿Dee había matado al Alquimista y capturado a los mellizos?
El reportero apareció en la pantalla sujetando un puñado de lo que, aparentemente, parecían puntas de flechas de sílex. Maquiavelo casi se cae de la silla cuando se precipitó a subir el volumen.
—… y extrañamente se han encontrado centenares de lo que parecen puntas de flechas de sílex.
La cámara recorrió el escenario hasta enfocar en primer plano lanzas y flechas esparcidas por todo el suelo. Maquiavelo enseguida reconoció la longitud exacta de los pernos de las ballestas.
Bueno, si Dee realmente había capturado a los mellizos, lo había hecho luchando.
El teléfono móvil del italiano empezó a vibrar, lo cual le sorprendió. Lo extrajo de su bolsillo interior y observó la pantalla. De inmediato, reconoció el larguísimo número de teléfono y el imposible código de área. Respiró profundamente antes de responder la llamada.
—¿Sí?
—Dee ha fracasado.
La voz del maestro Inmemorial de Maquiavelo era apenas un susurro. Habló en un egipcio antiguo, la lengua utilizada en el Nuevo Reino tres mil años atrás.
Maquiavelo respondió en el antiguo italiano de su juventud.
—Estoy viendo las noticias. Por lo que veo, ha habido un incendio en Londres; sé que esa ubicación está relacionada con dos inmortales neutrales. Supongo que existe algún tipo de conexión entre ambos acontecimientos.
—Flamel y los mellizos estaban allí. Escaparon.
—Al parecer, el emplazamiento estaba defendido; las imágenes de la televisión muestran pruebas de que se produjo un combate: lanzas, flechas y pernas de ballesta. Quizá deberíamos haberle ofrecido al Mago inglés más recursos —sugirió Maquiavelo cuidadosamente.
—Bastet estaba allí.
Maquiavelo mantuvo el rostro inexpresivo; despreciaba a la diosa con cabeza felina, pero sabía que su maestro Inmemorial le guardaba cierto aprecio.
—Y a Cernunnos se le encomendó la tarea de ayudar al Mago.
Lentamente, Maquiavelo se puso en pie.
—¿El Arconte? —preguntó mientras intentaba con todas sus fuerzas esconder su perplejidad en la voz.
—Y el Arconte trajo la Caza Salvaje consigo. Yo no lo autoricé; de hecho, ninguno de nosotros. No queremos que los Arcontes regresen a este mundo.
—Entonces, ¿quién lo autorizó?
—Los otros —respondió brevemente la voz—. Los maestros de Dee y aquéllos que los apoyan. Pero esto puede jugar a nuestro favor; ahora que el Mago ha fracasado ordenarán su destrucción.
Maquiavelo colocó el teléfono móvil sobre la mesa y activó el manos libres. Arreglándose la chaqueta de su traje, cruzó los brazos sobre el pecho y contempló la pared repleta de pantallas de televisión y ordenador. La mayoría de canales de noticias empezaban a mostrar imágenes del fuego en el norte de Londres.
—Dee no es tonto; sabrá que está en peligro.
—Lo sabe.
Maquiavelo intentó ponerse en el lugar de Dee, preguntándose qué haría él si los papeles se invirtieran.
—Sabe que tiene que capturar a los mellizos y recuperar las páginas del Códex —dijo con decisión—. Es la única forma para volver a ganarse el aprecio de sus Inmemoriales. Estará desesperado, y los hombres desesperados hacen cosas estúpidas.
El reportero estaba entrevistando a un hombre barbudo que hacía gestos estrambóticos mientras sujetaba una de las puntas de lanza y la ondeaba.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Maquiavelo.
—¿Existe alguna forma de que nos ayudes a localizar a Flamel y los mellizos en Inglaterra antes que Dee?
—No veo la forma… —empezó Maquiavelo.
—¿Por qué Flamel está en Londres? ¿Por qué se ha arriesgado a traer a los mellizos al corazón del imperio de Dee? Sabemos que está intentando formarlos. Así que, ¿a quién, entre Inmemoriales, Última Generación o inmortales, desea hacer una visita?
—Podría ser cualquiera —respondió Maquiavelo sorprendido. Sin apartar la vista de las pantallas de televisión, continuó—: Estoy al frente del servicio secreto francés. ¿Cómo podría saber quién está en Londres? —Se sintió tremendamente satisfecho al comprobar que su voz se mantenía neutral y clamada.
—No me cabe la menor duda de que tal información se encuentra en tu base de datos —dijo la voz al otro lado del teléfono. El italiano estaba seguro de que podía incluso escuchar la risita de su Inmemorial tras el comentario.
—¿Mi base de datos? —preguntó cuidadosamente.
—Así es, tu base de datos secreta.
Maquiavelo suspiró.
—Evidentemente no es tan secreta. ¿Cuántos saben de su existencia? —se preguntó en voz alta.
—El Mago lo sabe —dijo la voz—, y les habló de ella a sus maestros… Yo… bueno, digamos que la descubrí gracias a ellos.
Maquiavelo se esforzó por mantener una expresión impasible, por si por una casualidad su maestro, en realidad, pudiera verlo. Desde siempre había conocido las diferentes facetas de los Oscuros Inmemoriales, así que eso no le hubiera sorprendido.
Los Oscuros Inmemoriales habían sido, antaño, los mandatarios y gobernantes de esta tierra; allí donde había mandatarios siempre había otros esperando, conspirando y planeando arrebatarles el poder. Ésa era la clase de política que Maquiavelo entendía y en la que destacaba.
El italiano se sentó y posó los dedos sobre el teclado de su ordenador portátil.
—¿Qué quieres saber? —preguntó con un bufido.
—Londres pertenece al Mago, pero Flamel está junto a los dos que son uno, y ambos han sido Despertados. La joven domina el Aire y el Fuego; en cambio, el chico no ha recibido ninguna formación. ¿Quién, en Londres, domina alguna de las magias elementales? Y todavía más importante: ¿quién simpatiza con Flamel y su causa para entrenar a los mellizos?
—¿Estás seguro de que no tienes otros métodos de descubrir esta información? —preguntó Maquiavelo mientras deslizaba los dedos sobre su delgadísimo teclado.
—Por supuesto.
Maquiavelo lo entendió enseguida. Su Inmemorial no quería que los demás supieran que estaba indagando en ese tipo de información. Apareció una pantalla repleta de nombres, algunos de los cuales iban acompañados de una fotografía: se trataba de los nombres de Inmemoriales que vivían en Londres y que controlaban una o más de las magias elementales.
—Hay doce Inmemoriales en Londres —anunció—, y todos ellos son leales a nosotros.
—¿Y de la Última Generación?
La pantalla mostró dieciséis nombres. Maquiavelo comprobó en qué bando estaban y negó con la cabeza.
—Todos leales a nosotros —repitió—. Los pocos que se han posicionado en nuestra contra han preferido huir de Inglaterra, aunque algunos habitan en Escocia y uno en Irlanda.
—Intenta con humanos inmortales.
Los dedos de Maquiavelo danzaron sobre las teclas y la mitad de la pantalla se llenó de nombres propios.
—Hay humanos inmortales repartidos por toda Inglaterra, Gales y Escocia —dijo mientras seguía tecleando intentando afinar la búsqueda—, pero sólo cinco viven en Londres.
—¿Quiénes son?
—Shakespeare y Palamedes…
—Shakespeare ha desaparecido, probablemente murió entre las llamas del incendio en Londres —dijo inmediatamente el maestro del italiano—, y a Palamedes se le ha visto con el Alquimista. Ninguno de ellos domina una magia elemental. ¿Quién más?
—Baibars, el Ogro del Sur… —íntimo amigo de Palamedes y enemigo nuestro. No tiene conocimiento alguno de las magias elementales.
—Virginia Dare…
—Peligrosa, mortal y leal sólo a sí misma. Su maestro está muerto; presumo que ella fue quien acabó con su vida. Es la Señora del Aire, pero no tiene aprecio alguno por Flamel y ha luchado al lado de Dee en el pasado. Flamel no acudirá a ella.
Maquiavelo leyó el último nombre que parpadeaba en la pantalla.
—Y finalmente, Gilgamés.
—El Rey —suspiró la voz— que conoce todas las magias pero no tiene el poder de utilizarlas. Por supuesto.
—¿A quién le debe su lealtad? —se preguntó Maquiavelo—. Su nombre no está asociado con ningún Inmemorial.
—Abraham el Mago, el creador del Códex, es el responsable de la inmortalidad de Gilgamés. Supongo que el proceso se estropeó. Fracturó su mente y el paso del tiempo le ha convertido en alguien loco de remate y olvidadizo. Quizás enseñe a los mellizos, aunque del mismo modo también se podría negar fácilmente. ¿Tienes alguna dirección?
—No tiene domicilio fijo —informó Maquiavelo—. Al parecer vive en la calle. Tengo aquí una nota que dice que normalmente duerme en el parque cerca del monumento Buxton, que se encuentra a la sombra del edificio parlamentario inglés. Si Flamel y los mellizos estaban en el desguace en el norte de Londres, tardarán bastante tiempo en cruzar la ciudad.
—Mi espía me ha informado de que un vehículo negro salió de esa ubicación a gran velocidad.
Maquiavelo alzó la mirada para observar la fotografía en que Palamedes estaba apoyado sobre un taxi negro londinense. Recorrió toda la imagen hasta descubrir la matrícula del vehículo.
—La capital inglesa tiene más cámaras de seguridad y tráfico que cualquier otra ciudad en Europa —dijo de forma distraída—. Incluso más que París. Sin embargo, utilizan el mismo sistema de vigilancia del tráfico que nosotros.
Dos de las pantallas se ennegrecieron y, unos instantes más tarde, unas líneas cortas en clave empezaron a aparecer en el mismo momento en que Maquiavelo pirateaba las cámaras de tráfico de Londres.
—Y el mismo software.
El italiano descargó un mapa de alta resolución de la capital inglesa, buscó el monumento Buxton en los jardines Victoria Tower, junto al Parlamento inglés, y ubicó con exactitud los semáforos más cercanos. Sesenta segundos más tarde estaba viendo imágenes en directo desde la cámara de tráfico. Contemplando la hora, empezó a rebobinar la cinta: 2.05… 2.04… 2.03… El tráfico era escaso, así que aceleró el vídeo digital, rebobinando a intervalos de cinco minutos. La hora había retrocedido hasta las 00.01, cuando encontró finalmente lo que estaba buscando. Un taxi negro se detuvo ante un semáforo que estaba justo enfrente del monumento mientras un vagabundo se arrastraba desde el parque para limpiarle las ventanillas. El vehículo no arrancó, ni siquiera cuando el semáforo cambió de color. Entonces, el mismo vagabundo se subió a la parte trasera del taxi y finalmente el vehículo arrancó.
—Lo tenemos —anunció—. Se dirigen hacia el oeste por la A302.
—¿Dónde se dirigen? —exigió el maestro de Maquiavelo—. Quiero saber adónde se dirigen.
—Dame un minuto…
Utilizando claves de acceso ilegales, Maquiavelo saltó de una cámara de tráfico a otra siguiendo así el rastro del taxi mediante su matrícula. Primero hacia la plaza del Parlamento, después hacia Trafalgar, Piccadilly y, finalmente, entrando en la A4.
—Están saliendo de Londres —dijo finalmente.
—¿En qué dirección?
—Hacia el oeste por la M4.
—¿Dónde van? —gruñó el Inmemorial—. ¿Por qué están saliendo de Londres? Si están intentando convencer a Gilgamés para que enseñe a los mellizos una de las magias elementales, lo podrían hacer en una casa segura en la ciudad.
Maquiavelo aumentó la resolución del mapa, buscando artículos importantes que le dieran alguna pista sobre la ruta que seguían.
—Stonehenge. Se dirige a las líneas telúricas de Salisbury —anunció seguro de sí mismo.
—Esas líneas han permanecido abandonadas y muertas durante siglos —recapacitó el Inmemorial—. Asumiendo que escoge la línea telúrica correcta, necesitará un aura muy poderosa para activarla.
—Y Gilgamés no tiene aura —respondió Maquiavelo en voz baja—. El Alquimista tendría que hacerlo él solo; pero eso sería una locura. En su estado, tan débil y sin fuerzas, el esfuerzo provocaría que su aura se quemara y le consumiera en cuestión de segundos.
—Quizá sea el tiempo suficiente para abrir la línea telúrica y empujar a los mellizos —sugirió el Oscuro Inmemorial.
Maquiavelo alzó la mirada, observando la pantalla, siguiendo la matrícula del taxi mientras éste conducía por la A4. El vehículo estaba bañado por un resplandor tenue y amarillento.
—¿Nicolas Flamel se sacrificaría para salvar a los mellizos? —se preguntó en voz alta.
—¿El realmente cree que ésos son los verdaderos mellizos?
—Sí. Dee también lo cree, al igual que yo.
—Entonces no me cabe la menor duda de que se sacrificaría para salvarlos.
—He aquí otra opción —anunció Maquiavelo—: ¿No crees que podría utilizar a los mellizos para abrir las líneas telúricas? Sabemos que sus auras son extreMadamente poderosas.
Se produjo un largo silencio al otro lado de la línea telefónica. El italiano percibió los fragmentos fantasmagóricos de una canción, como si se tratara de una radio lejana. Pero era una balada espartana.
—La línea telúrica de Salisbury aterriza en la costa oeste de Norteamérica; concretamente en San Francisco.
—Yo podría haberte dicho eso —dijo Maquiavelo.
—Pondremos nuestros planes como corresponde —anunció misteriosamente el Inmemorial.
—Bien… ¿Qué significa exactamente…? —empezó Maquiavelo. Pero la comunicación telefónica se había cortado.