Mugriento y desaliñado, con la ropa rasgada y manchada y el cabello enredado sobre su cabeza, el doctor John Dee merodeaba por las calles deshabitadas, desangeladas, escondiéndose de la policía entre las sombras mientras coches de bomberos y ambulancias pasaban a toda prisa con sus sirenas aullando. Una serie de ruidosas explosiones iluminó la bóveda nocturna mientras los botes ardían en llamas. La fresca atmósfera nocturna de junio apestaba a goma chamuscada y a aceite caliente, a metal quemado y cristal fundido.
Cuando Flamel y los demás lograron escapar en el coche, Dee se apresuró en cruzar el foso. Se desplomó sobre su barriga, sobre el barro, y alargó su brazo izquierdo que deslizó hacia un charco de lodo grasiento donde se había sumergido Excalibur. El lodazal era más profundo de lo que se había imaginado, así que tuvo que introducir el brazo hasta la altura del hombro. El líquido era espeso y aún se sentía caliente. Unas burbujas nocivas explotaron bajo su nariz, lo cual le provocó náuseas y un leve mareo. Los ojos le escocían furiosamente. Palpó en el charco, buscando frenéticamente el arma, pero no tocó nada consistente. Podía escuchar las sirenas a lo lejos; el foso ardiendo en llamas habría llamado la atención de todo el norte de Londres y, sin duda, se habrían producido decenas de llamadas telefónicas a los servicios de emergencia. Hundiendo los dedos de su mano derecha en el fango, se inclinó un poco más sobre el borde; tanto que incluso el rostro rozaba el líquido. ¿Dónde estaba? No pensaba irse sin la espada. Finalmente, los dedos palparon algo cuya superficie pertenecía a piedra fría. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para extraer a Excalibur de aquel líquido tan espeso. Salió produciendo un ruidito seco. El Mago se incorporó y acunó la espada en su pecho. Aunque estaba agotado, Dee concentró su aura en la palma de la mano y frotó la piedra con energía amarilla, apartando así toda la mugre.
Poniéndose en pie, Dee miró a su alrededor. No había ni rastro del Dios Astado ni de su Caza Salvaje. Las últimas criaturas de la colección de animales salvajes que Shakespeare había creado, las serpientes, los erizos y los tritones, comenzaban a desaparecer, como si se tratara de burbujas que explotan suavemente en el aire dejando tras de sí una estela de hollín. El desguace estaba completamente destruido; había diminutas hogueras ardiendo en todas partes y un humo negro emergía del interior de la cabaña metálica. La casa ardía en llamas. En algún lugar a la derecha, una columna de coches chirrió de forma inquietante; enseguida empezó a balancearse hasta finalmente desplomarse sobre el suelo produciendo una explosión de metal. Piezas metálicas y fragmentos de cristal salieron volando por los aires.
Dee se dio media vuelta y empezó a correr por la calle. No le había sorprendido que Bastet y el coche en el que ambos habían llegado al desguace hubieran desaparecido.
Le habían abandonado. Más que eso: ahora estaba verdaderamente solo.
Dee era perfectamente consciente de que había fallado a sus maestros, los Oscuros Inmemoriales que velaban por su protección. Y todos habían sido muy explícitos con qué le ocurriría si tal cosa sucediera. No le cabía la menor duda de que Bastet habría informado sobre su fracaso. Dee retorció los labios formando una sonrisa horripilante; uno de estos días tendría que ocuparse de la criatura con cabeza gatuna. Pero ahora no, todavía no. Había fracasado en su misión, pero todavía no estaba todo perdido, no hasta que su maestro le arrebatara el don de la inmortalidad; para que su Oscuro Inmemorial le convirtiera en humano otra vez tenía que tocarle, colocar ambas manos sobre él. Eso significaba que su maestro tendría que abandonar su Mundo de Sombras o contratar a alguien, o a algo, para que capturara a Dee y lo arrastrara hasta el banquillo del juicio final.
Pero eso no iba a ocurrir de forma inmediata. Los Inmemoriales contemplaban el tiempo de un modo diferente al de los humanos; tardarían un día, o quizá dos, en organizar su captura. Y en ese tiempo podían ocurrir muchas cosas.
Incluso en sus momentos más oscuros, el doctor John Dee jamás había admitido una derrota y, al final, siempre se las había arreglado para triunfar. Si pudiera capturar a los mellizos y encontrar las últimas dos páginas del Códex, podría enmendar su error, redimir su fracaso.
Londres seguía siendo su ciudad. Su empresa, Enoch Enterprises, tenía oficinas en Canary Wharf. Tenía una casa allí, de hecho, más de una, y también contaba con recursos a los que podía acudir: sirvientes, esclavos, aliados y mercenarios.
La estupidez era algo que siempre había enfurecido a Dee; sobre todo, si se trataba de la suya. La presencia de Bastet le había intimidado, y lo mismo había ocurrido con la aparición del Arconte y la Caza Salvaje; no había tomado las precauciones adecuadas. En ocasiones anteriores el matrimonio Flamel había logrado escapar gracias a una combinación de buena suerte, circunstancias, habilidades y poderes; Dee jamás había considerado que sus huidas fueran fruto de su incompetencia. Pero esta vez era diferente, todo había sido culpa suya. Había subestimado a los mellizos.
Unas luces azules y blancas iluminaron las casas precintadas y el Mago se escondió tras una pared mientras un trío de coches de policía pasaba a toda velocidad.
Sabía que la chica había aprendido, al menos, dos de las magias, la del Aire y el Fuego, y había demostrado poseer unas habilidades extraordinarias y una gran valentía cuando se enfrentó al Arconte. Pero si la chica era peligrosa, el chico… lo era el doble. Él era todo un misterio. Recientemente Despertado y sin haber recibido formación en ninguna de las magias elementales, Josh había empuñado a Clarent como si hubiera nacido con ella bajo el brazo. Había demostrado tener un don para luchar con la espada que superaba, y con creces, las capacidades de Dee. Y eso tendría que ser imposible.
El Mago sacudió la cabeza. Él conocía el secreto de las cuatro Espadas de Poder; sabía perfectamente qué efectos tenían en un humano normal y corriente. Las espadas eran insidiosas y mortales, casi vampíricas por naturaleza. Susurraban las victorias que acontecerían, insinuaban secretos más allá de la imaginación y prometían un poder ilimitado. Todo lo que los humanos tenían que hacer era, sencillamente, utilizar la espada… mientras tanto, el arma se bebía todos los recuerdos de aquella persona, consumiendo cada una de sus emociones antes de tragarse su aura. En ese punto, el humano se olvidaba de comer y de beber. Los más fuertes sobrevivían durante un mes, aunque la mayoría no duraban más de diez días. Los magos, como él, se pasaban décadas preparándose antes siquiera de tocar las espadas de piedra fría; se pasaban meses practicando en ayunas hasta aprender el arte de forjar sus auras en escudos protectores. Incluso así, las espadas eran tan poderosas que muchos magos y hechiceros habían sucumbido a sus encantos.
¿Cómo era capaz de manejar a Clarent?
¿Y cómo había sabido que Dee tenía la intención de asesinar al Arconte?
El Mago tomó un atajo por un callejón estrecho repleto de cubos de basura y se adentró en una calle completamente desierta. Posó la mano en un costado de su cuerpo. Sintió el calor de Excalibur bajo su abrigo, que entonces estaba mugriento y húmedo. Las cuatro espadas eran muy similares, aunque cada una de ellas era única en formas que ni siquiera él lograba entender. Excalibur era la más famosa de todas, aunque no por ello la más poderosa. Poseía ciertos atributos que las otras no tenían. Sumergiéndose en otro callejón deshabitado, John Dee sacó la espada de debajo de su abrigo y la colocó delicadamente sobre el suelo, junto a sus pies. La uña de su dedo meñique empezó a desprender una luz amarilla y el olor a azufre tapó el hedor a residuos cuando acarició el filo de la espada con su dedo y susurró:
—Clarent.
La espada de piedra tembló y vibró y entonces, muy lentamente, se giró señalando hacia el sur. Excalibur siempre apuntaba hacia su gemela. Dee cogió rápidamente el arma y salió disparado. El Mago se había pasado siglos coleccionando las Espadas de Poder. Tenía en su poder tres de las cuatro espadas y estaba a punto de añadir a Clarent a su colección. Ningún Inmemorial o ser de la Última Generación era inmune al señuelo de las Espadas. Se rumoreaba que Marte Ultor había unido a Excalibur y a Clarent en vainas parecidas tras su espalda. Antes de lucir las espadas mellizas, Marte había sido venerado y honrado por los humanos; después se convirtió en un monstruo. Y si las dos espadas habían corrompido al Inmemorial, ¿qué le sucedería a un jovencito sin preparación alguna? Cada vez que el chico la sujetara, cada vez que rozara su empuñadura, la espada le arrastraría hacia su control. Mientras la llevara consigo, Dee siempre podría conocer su paradero.