Asustada, entumecida y agotada, Sophie intentó con todas sus fuerzas alejarse del vagabundo. Se había estrujado entre los mellizos y la joven podía sentir cómo una humedad fría traspasaba de los abrigos del vagabundo a sus vaqueros y a su brazo izquierdo. En el otro lado, Sophie se percató de que su hermano también se había apartado de él y, por el rabillo del ojo, logró ver que Nicolas se había inclinado hacia delante, sumergiéndose aún más en las sombras. Observó cómo Flamel levantó la mano derecha y, discretamente, se la colocaba sobre la boca, cubriéndose así la parte inferior de su rostro. Le dio la sensación de que intentaba esconderse del anciano mugriento.
—Oh, pero esto no funciona —dijo Gilgamés. Enseguida se alzó y se acomodó en el diminuto asiento desplegable que había justo delante de ellos—. Ahora puedo veros bien —anunció mientras daba palmas—. Y bien, ¿qué tenemos aquí?
Los semáforos, las farolas de la calle y los faros de otros coches iluminaban brevemente el interior del coche. Ladeando ligeramente la cabeza, Sophie se concentró en el vagabundo, observando cada detalle con sus sentidos agudizados. Evidentemente, ésta no podía ser la persona por la que se habían desplazado hasta Londres, el inmortal conocido bajo el nombre Gilgamés, el humano más viejo del planeta. Nicolas le había llamado rey y Palamedes les había asegurado que estaba loco de remate; no parecía ni una cosa ni la otra, sólo un viejo e inofensivo vagabundo que llevaba demasiadas piezas de ropa encima y que necesitaba urgentemente un corte de pelo y barba. Pero si algo le habían enseñado los últimos días que había vivido es que nada era lo que parecía.
—Bueno, esto es muy agradable —reconoció Gilgamés mientras apoyaba las manos en las rodillas. Sonrió felizmente. Pronunció las palabras en un inglés que dejaba entrever un acento difícil de definir, quizá de Oriente Medio—. Siempre digo que uno cuando se levanta nunca sabe cómo acabará el día: eso te mantiene joven.
—¿Y cuántos años tienes? —preguntó Josh.
—Muchos —respondió sencillamente Gilgamés. Después, sonrió y agregó—: Soy más viejo de lo que aparento, pero no tan viejo como yo me siento.
Unas imágenes aleatorias comenzaron a danzar en la mente de Sophie. Se trataba de los recuerdos de la Bruja. Juana de Arco le había enseñado cómo ignorarlos además de hacer desaparecer el murmullo constante de voces y ruidos que oía en el interior de su cabeza, pero esta vez, y de forma deliberada, Sophie permitió que se introdujeran.
Gilgamés, sin envejecer ni cambiar.
Gilgamés, alto y orgulloso; un gobernante; ataviado con ropajes de una docena de épocas y varias civilizaciones: de Sumeria y de Agadé, de Babilonia, de Egipto, de Grecia y Roma, y posteriormente vestido con las pieles de Gales y Gran Bretaña.
Gilgamés el guerrero, encabezando a los celtas y los vikingos, a los rus y los hunos, a una batalla que se libraba contra hombres y monstruos.
Gilgamés el maestro, luciendo los ropajes blancos característicos de un sacerdote, con un roble y un muérdago entre las manos.
Los ojos de Sophie parpadearon hasta teñirse de plateado y, con un suspiro ronco, anunció:
—Eres el Anciano de los Días.
Gilgamés respiró profundamente.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien me llamó así —dijo en voz baja—. ¿Quién te lo ha dicho?
Su voz desprendía un ápice de miedo, de terror. La joven sacudió la cabeza.
—Simplemente lo sé. Josh sonrió.
—¿Eres tan anciano como las pirámides?
—Más anciano, mucho más anciano —respondió felizmente Gilgamés.
—La edad del rey se mide en milenios, no en siglos —sugirió Palamedes desde el asiento del conductor.
Sophie calculó que Gilgamés no era mucho más alto que Josh, pero con la cantidad de ropa que llevaba, abrigos encima de abrigos, varios de ellos de lana, camisetas y sudaderas con capucha, parecía más corpulento. Además, la cabellera salvaje y la barba enmarañada le otorgaban el aspecto de un anciano. Fijándose atentamente, Sophie descubrió que el vagabundo le recordaba a su padre, pues ambos tenían una frente ancha, una nariz larga y recta y unos ojos brillantes y azules que destacaban sobre una tez bronceada. Pensó que, más o menos, ambos rondarían la misma edad: unos cuarenta y tantos años.
Pasaron junto a una tienda cuyo escaparate estaba muy iluminado. El resplandor aclaró el interior del taxi con una luz amarillenta. Fue en ese instante cuando Sophie se dio cuenta de que aquello que, en un principio, pensó que eran parches desteñidos y sucios que tapaban algún agujero sobre la ropa del rey eran, en realidad, símbolos extraños y líneas escritas sobre la tela, como si hubieran sido escritas con un rotulador permanente negro. Entornando los ojos averiguó que aquello que parecían unos jeroglíficos egipcios y una escritura cuneiforme y lo que, a primera vista, había catalogado como harapos y rasguños en la tela eran puntadas de una escritura primitiva. Estaba segura de que había visto lápidas de piedra ancestrales en las investigaciones de sus padres con grabaciones similares a ésas.
Sophie fue consciente de que el hombre la observaba, y también a su hermano, clavando su mirada azul en ambos rostros, frunciendo el ceño y arrugando la nariz mientras se concentraba. Antes de que pronunciara sus palabras, Sophie supo perfectamente lo que iba a decir.
—Os conozco.
Sophie miró a su hermano. El Dios Astado había articulado exactamente las mismas palabras. Josh se percató de su mirada, apretó los labios para mantener la boca cerrada y sacudió ligeramente la cabeza; era un gesto que utilizaban cuando eran pequeños. Le estaba indicando que no dijera nada.
—¿Dónde nos conocimos? —preguntó el joven.
Gilgamés apoyó sus codos sobre las rodillas y se inclinó hacia delante. Juntó las palmas de las manos con los dedos extendidos y colocó los dedos índices en la hendidura de su nariz mientras les contemplaba fijamente.
—Nos conocimos hace mucho tiempo —respondió finalmente—. No, eso no es verdad. Os vi luchar y perecer…
De repente, su voz cambió de tono y sus ojos se llenaron de lágrimas. El tono de voz fue más áspero, expresando así su dolor.
—Vi cómo moríais.
Sophie y Josh se miraron el uno al otro, perplejos, pero Flamel se removió entre las sombras y se adelantó a sus preguntas.
—La memoria del rey suele equivocarse —dijo rápidamente—. No creáis todo lo que os diga —añadió como si se tratara de un aviso.
—¿Nos viste morir? —preguntó Sophie ignorando a Flamel. Las palabras de Gilgamés habían despertado recuerdos fantasmagóricos, pero, a pesar de intentar concentrarse en ellos, se deslizaron hasta desvanecerse por completo.
—Los cielos sangraban lágrimas de fuego. Los océanos hervían y la tierra se partió en dos —relató Gilgamés en un susurro perdido.
—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó enseguida Josh, ansioso por conocer más información.
—En una época anterior al tiempo, en una época anterior a la historia.
—Nada de lo que el rey diga puede tomarse como preciso —añadió Flamel con una voz que retumbó en el silencioso interior del taxi. Su acento francés se había pronunciado, lo cual ocurría cada vez que el Alquimista se encontraba bajo presión—. No estoy seguro de que el cerebro humano esté diseñado para mantener y almacenar algo parecido a una sabiduría de milenios. Su Majestad suele confundirse.
Sophie alargó el brazo y apretó la mano de su hermano. Cuando éste la miró, fue ella quien apretó los labios y sacudió la cabeza, aconsejándole que no dijera una sola palabra. Necesitaba tiempo para explorar los recuerdos y pensamientos de la Bruja. Había algo en algún rincón de su consciencia, algo oscuro y horripilante, algo relacionado con Gilgamés y los mellizos. Vio cómo su hermano asentía con un leve movimiento de cabeza y entonces se giró hacia el vagabundo.
—Así que… ¿tienes diez mil años? —preguntó cuidadosamente.
—Mucha gente se echa a reír cuando lo digo —respondió Gilgamés—, pero vosotros no. ¿Por qué? Josh sonrió.
—En el último par de días mis sentidos han sido Despertados por una leyenda enterrada, me he subido a lomos de un dragón y he luchado contra el Dios Astado. He visitado un Mundo de Sombras y he contemplado un árbol de la misma edad que el propio mundo. He sido testigo de cómo hombres se convertían en lobos y perros, he observado a una mujer con la cabeza de un gato, o quizás era un gato con cuerpo de mujer. Así que, para ser honesto, un hombre de diez mil años de edad no me resulta tan extraño. De hecho, eres de las personas con aspecto más normal de las que últimamente he conocido. Sin ofender —añadió rápidamente.
—Tranquilo —asintió Gilgamés—. Quizá tenga más de diez mil años —suspiró con una voz que repentinamente cambió a un tono que denotaba cansancio—, o quizá sólo soy un viejo tonto y confundido. Muchas personas me lo han dicho. Aunque todas ellas están muertas —agregó con una sonrisa.
Se retorció en el asiento y dio unos golpecitos en el cristal de la ventanilla.
—¿Dónde nos dirigimos, Pally?
El Caballero Sarraceno era una mera figura en la oscuridad.
—Bueno, primero queríamos verte… Gilgamés sonrió felizmente.
—… y después queríamos sacarles de esta isla. Me dirijo al Henge.
—¿Al Henge? —preguntó el vagabundo con el ceño fruncido—. ¿Lo conozco?
—Stonehenge —explicó Flamel desde las sombras—. Deberías conocerlo; tú ayudaste a construirlo.
La brillante mirada azul de Gilgamés se nubló. Entornó los ojos hacia el Alquimista, intentando distinguirle entre la oscuridad.
—¿De verdad? No lo recuerdo.
—Eso ocurrió hace mucho tiempo —murmuró Flamel—. Creo que empezaste a levantar las piedras hace más de cuatro mil años.
—Oh, no, es mucho más antiguo —interrumpió inesperadamente Gilgamés—. Empecé a trabajar en ello al menos mil años antes. Y ese lugar ya era antiguo incluso en aquella época… —dijo mientras su voz iba perdiendo intensidad. Se giró hacia Palamedes y preguntó—: ¿Por qué nos dirigimos hacia allí?
—Vamos a intentar activar una de las líneas telúricas más ancestrales para poder sacarles del país.
Gilgamés afirmó con un gesto de cabeza.
—Líneas telúricas. Así es, hay muchas líneas telúricas en Salisbury. Es una de las razones por las que levanté ahí las piedras. ¿Por qué queremos sacarles del país?
—Porque estos mellizos son el Sol y la Luna. Y los Oscuros Inmemoriales les están persiguiendo. Esta misma noche han hecho regresar a un Arconte a esta tierra. Hace tan sólo dos días, Nidhogg arrasó la ciudad de París. Tú sabes lo que eso significa.
La voz del rey se alteró. Ahora adoptó un tono más frío y formal.
—Han dejado de ser precavidos. Eso significa que el fin está a punto de llegar. Y muy pronto.
—A punto de llegar, otra vez —añadió Nicolas Flamel.
Se inclinó hacia delante mientras una luz ámbar le alumbraba el rostro, tiñéndolo del mismo color de los pergaminos antiguos; las sombras realzaban las arrugas que se le habían formado en la frente y enfatizaban las bolsas de los ojos.
—Podrías ayudar a evitarlo.
—¡Alquimista! —exclamó Gilgamés mientras abría los ojos de par en par—. ¡Palamedes! ¿Qué habéis hecho? —gritó con voz alta y salvaje—. ¡Me habéis traicionado!
De repente, un puñal de hoja negra apareció en la mano del vagabundo. La luz destelló sobre el arma un segundo antes de que el rey la clavara en el pecho de Flamel.