Hay alguien a quién le puedas pedir ayuda? —preguntó Juan Manuel de Ayala.
—No estoy segura.
Perenelle estaba apoyada sobre una baranda de madera, ubicada justo encima de una señal oficial que daba la bienvenida a los visitantes de la isla.
PENITENCIARÍA DE ESTADOS UNIDOS ISLA
DE ALCATRAZ. 4,86 HECTÁREAS
2,5 KILÓMETROS DEL MUELLE DE TRANSPORTE
SÓLO SE PERMITEN EMBARCACIONES DEL GOBIERNO
MANTENGAN UNA DISTANCIA DE 200 METROS
PROHIBIDO ACERCARSE A LA ORILLA
PROHIBIDO EL PASO
Sobre la señal, las palabras INDÍGENAS BIENVENIDOS estaban embadurnadas de pintura roja y, debajo de ellas, en unas letras más pálidas y rojas, se podían leer las palabras TIERRA INDÍGENA. Perenelle sabía que esa frase se había escrito en 1969, cuando el Movimiento Indígena Norteamericano había ocupado la isla.
La Hechicera había pasado el resto de la tarde caminando sistemáticamente de un lado al otro de la isla, buscando algún camino para escapar. No había botes, aunque había un montón de maderas y trastos viejos; durante un breve instante consideró la idea de construir una balsa utilizando las toallas y las mantas de la exposición de celdas para unir los trozos de madera. En 1962, tres prisioneros escaparon supuestamente del edificio en su propia balsa. Sin embargo, Perenelle sabía que no había nada que pudiera pasar desapercibido para Nereo y sus hijas salvajes. Desde su posición, en el primer piso del muelle, justo delante de la librería, la Hechicera podía distinguir las cabezas de las Nereidas chapoteando en el agua, justo delante de ella, mientras sus cabelleras flotaban en la superficie como algas marinas. De lejos, quizás uno podría confundirlas con focas, pero estas criaturas eran impasibles y clavaban su mirada fijamente en su presa sin tan siquiera parpadear. De vez en cuando lograba captar una imagen fugaz de dentaduras irregulares cuando masticaban peces todavía vivos. Sin duda sabían lo que Perenelle había hecho a su padre.
Durante su paseo por la isla, Perenelle encontró ropa y ahora iba vestida con un uniforme de la cárcel, de tela basta y robusta, que le quedaba dos tallas más grande y que le picaba por todas partes. La ropa había formado parte de la exposición que, antaño, había recibido a muchos visitantes en la isla. Pero desde que la empresa de Dee se había apropiado de la isla, Alcatraz no había recibido a ningún visitante durante meses. Perenelle descubrió que muchas de las celdas estaban decoradas con artefactos y objetos que, antaño, habían pertenecido a los prisioneros. Adentrándose en las celdas, encontró un abrigo grueso y oscuro colgado de una estaca y lo cogió. Aunque olía a moho y a rancio y al ponérselo lo sintió húmedo, le parecía mucho más caliente que el vestido de seda que llevaba. De esta forma no tendría que gastar su energía para mantener su cuerpo a una temperatura cálida. No había encontrado ni rastro de comida, pero descubrió una taza metálica y polvorienta en la cocina. Cuando finalmente la acabó de limpiar, la isla estaba cubierta de charcos por la lluvia que había caído. El agua estaba ligeramente salada, pero no lo suficiente para enfermarla.
A medida que la tarde iba pasando, Perenelle acabó dirigiéndose hacia el muelle, donde todos los visitantes, tanto prisioneros como turistas, de Alcatraz, habían empezado y finalizado su viaje. Había descubierto un tramo de escaleras a mano izquierda de la librería que conducían al primer piso, así que las subió. Ahora, apoyada sobre la barandilla, observaba las olas marinas. La ciudad estaba cerca, sólo a un par de kilómetros. Perenelle se había criado en la gélida costa noroeste de Francia, en Bretaña. Era una extraordinaria nadadora y adoraba el mar, pero sumergirse en las frías y traicioneras aguas de la bahía no era una opción a tener en cuenta, incluso aunque Nereo y sus hijas no le estuvieran esperando. Fue entonces cuando se dio cuenta de que debería haber aprendido a volar cuando estuvieron en la India, en la época del imperio Mughal.
Las olas batían contra el muelle, mojando la atmósfera con un rocío plateado y blanco… y entonces el fantasma de De Ayala se materializó entre las gotas marinas.
—Tiene que haber alguien en San Francisco a quien puedas pedirle ayuda —dijo el fantasma—. ¿Otro inmortal, quizá?
Perenelle sacudió la cabeza.
—Nicolas y yo siempre nos hemos mantenido al margen de las relaciones sociales. Recuerda, la mayoría de inmortales son sirvientes, o esclavos, de los Oscuros Inmemoriales.
—Seguramente no todos los inmortales están en deuda con un Inmemorial —repuso De Ayala.
—No todos —acordó Perenelle—. Nosotros no. Ni tampoco Saint-Germain ni Juana de Arco. Me han llegado rumores de la existencia de otros como nosotros.
¿—Y crees que alguno de ellos podría vivir en San Francisco? —insistió.
—Es una ciudad grande. Los inmortales tienen preferencia por las grandes ciudades, con cambios constantes de población, donde les resulta más sencillo permanecer en el anonimato y ser invisibles. Así que, sí, debe de haber alguno.
El fantasma se movió a su alrededor hasta quedarse flotando al lado izquierdo de Perenelle.
—¿Reconocerías a otro inmemorial si te cruzaras con él por la calle?
—Así es —admitió Perenelle con una sonrisa—. Quizá Nicolas no.
El fantasma se deslizó hasta colocarse delante de la Hechicera.
—Entonces, si no mantenías contacto con otros de tu especie en la ciudad, ¿cómo te encontró Dee?
Perenelle encogió los hombros.
—Buena pregunta. Nosotros siempre hemos sido extreMadamente cuidadosos, pero Dee tiene espías por todo el mundo y, tarde o temprano, siempre nos encuentra. En realidad, me sorprende que nos las hayamos arreglado para permanecer escondidos aquí, en San Francisco, durante tanto tiempo.
—Pero ¿tenéis amigos en la ciudad? —continuó el fantasma.
—Conocemos a algunas personas —explicó Perenelle—, pero no muchas y tampoco tenemos gran confianza.
Apartándose los mechones de cabello plateado que le tapaban el rostro, Perenelle entrecerró los ojos y observó al marinero muerto. Bajo la luz vespertina, el fantasma de De Ayala era apenas visible, apenas una impresión ondeante en el aire. Sólo su mirada líquida le delataba mostrando su posición exacta.
—¿Desde cuándo eres un fantasma? —preguntó.
—Desde hace más de doscientos años…
—Y durante todo este tiempo, ¿nunca has deseado la inmortalidad?
—Jamás he pensado en ello —admitió el fantasma—. Ha habido momentos en que he deseado seguir con vida. Los días en que la niebla se apodera de la bahía y el viento sopla sobre el mar he deseado poseer un cuerpo físico para experimentar las sensaciones. Pero estoy seguro de que no desearía ser inmortal.
—La inmortalidad es una maldición —dijo Perenelle con tono confiado—. No puedes permitirte el lujo de apreciar a la gente que te rodea. Nuestra mera presencia ya supone un riesgo para ellos. Dee ha arrasado ciudades enteras en sus intentos de capturarnos; ha provocado incendios y hambrunas, incluso terremotos en su ansia de detenernos. Y por ello, Nicolas y yo nos hemos pasado la vida huyendo, escondiéndonos, merodeando por las sombras.
—¿Tú no querías huir? —preguntó el fantasma.
—Deberíamos habernos enfrentado a él y luchar —dijo Perenelle mientras asentía con la cabeza.
Apoyando los antebrazos en la barandilla de madera miró hacia abajo, hacia el muelle. La atmósfera titiló y, durante un breve instante, Perenelle vislumbró la imagen de decenas de personas ataviadas con trajes y uniformes del pasado abarrotando los muelles. La Hechicera se concentró y los fantasmas de Alcatraz se desvanecieron.
—Deberíamos haber combatido. Así, quizás hubiéramos detenido a Dee. Tuvimos una oportunidad en Nuevo México en el año 1945 y también veinte años antes, en 1923, en Tokio. Estaba a nuestra merced, tan débil que incluso estuvo a punto de perder la vida en el terremoto que él mismo había provocado.
—¿Por qué no pusisteis punto y final a esta historia entonces? —preguntó De Ayala en voz alta.
Perenelle examinó sus manos, fijándose en las nuevas arrugas que le recorrían su piel que, antaño, había sido suave y fina. Las venas azuladas que eran sinónimo de vejez podían distinguirse claramente bajo su piel; el día anterior no habían estado allí.
—Porque Nicolas dijo que, si lo hacíamos, nos estaríamos poniendo al mismo nivel que Dee y los de su calaña.
—¿Y no estuviste de acuerdo?
—¿Alguna vez has oído hablar de un italiano llamado Nicolás Maquiavelo? —preguntó Perenelle.
—No.
—Una mente brillante, un ser astuto, despiadado; ahora, triste y sorprendentemente, trabaja al servicio de los Oscuros Inmemoriales —relató la Hechicera—. Pero hace muchos siglos algo dijo algo parecido a esto: si tienes que herir a alguien, asegúrate de hacerlo de forma tan severa que no desee ni siquiera vengarse de ti.
—No parece una persona muy amable —opinó De Ayala.
—Y no lo es. Pero tiene razón. Hace tres siglos, el humano inmortal Temujin nos ofreció encarcelar a Dee en un lejano Mundo de Sombras para el resto de la eternidad. Deberíamos haber aceptado tal ofrecimiento.
—¿Tú querías aceptarlo? —preguntó De Ayala.
—Así es. Yo estaba a favor de encarcelarlo en el Mundo de Sombras del Imperio Mongol de Temujin.
—¿Pero tu marido rechazó el ofrecimiento?
—Nicolas dijo que nuestra tarea era proteger el Códex y encontrar a los mellizos de la profecía, no entrar en una guerra con los Oscuros Inmemoriales. Debo admitirlo, hubiera sido todo mucho más sencillo si Dee no hubiera estado continuamente persiguiéndonos. En Tokio tuvimos la oportunidad de despojar a Dee de sus poderes, sus recuerdos, incluso posiblemente de su inmortalidad. Hubiera dejado de ser una amenaza. Deberíamos haberlo hecho.
—¿Pero crees que eso hubiera detenido a los Oscuros Inmemoriales? —preguntó el fantasma.
Perenelle se tomó unos instantes para meditar la pregunta.
—Les hubiera causado más molestias, más obstáculos, pero no; no les hubiera detenido.
—¿Podríais haber desaparecido del mapa por completo?
La sonrisa de la Hechicera era implacable.
—Probablemente no. Sin importar donde hubiéramos acabado, siempre llegaba el momento en que nos veíamos obligados a mudarnos. Tarde o temprano, siempre nos trasladamos —dijo con un suspiro—. De hecho, ya hemos pasado una larga temporada en San Francisco. Incluso la propietaria de la cafetería que está justo enfrente de nuestra librería ha empezado a hacer comentarios sobre mi piel lisa y tersa —bromeó Perenelle—. Sin duda, cree que me inyecto bótox —alzó las manos a la altura de sus ojos y las examinó con precisión—. Me pregunto qué diría si pudiera verme ahora.
—¿Esa mujer es amiga tuya? —preguntó rápidamente De Ayala—. ¿Podría ayudarte?
—Es una conocida, no una amiga. Y es humana. Intentar explicarle sólo una pequeña parte de todo esto sería sencillamente imposible —reconoció Perenelle—, así que no, no puedo pedirle ayuda. Sólo contribuiría a ponerla en peligro.
—Piensa, Madame, piensa: tiene que haber alguien a quien puedas pedirle ayuda —insistió De Ayala desesperadamente—. ¿Quizás algún Inmemorial que esté de acuerdo con tu causa, un inmortal que no esté aliado con los Oscuros Inmemoriales? Dame un nombre. Déjame que encuentre a esa persona. Eres fuerte y poderosa, pero no puedes enfrentarte a la esfinge, al Viejo Hombre del Mar y a los monstruos que permanecen en las celdas tú sola, sin ayuda. Sea quien sea el que envió las moscas esta mañana seguramente intentará hacer algo más, algo más mortal.
—Lo sé —admitió Perenelle con abatimiento.
La Hechicera miró fijamente a las Nereidas, que jugueteaban en el mar, y permitió que sus pensamientos vagaran por su mente. Tenía que haber inmortales en San Francisco; de hecho no le cabía ninguna duda: ese mismo día había vislumbrado una imagen fugaz de un joven con mirada moribunda que la contemplaba fijamente y estaba utilizando una vasija de adivinación para observarla. La Hechicera esbozó una sonrisa. Aquel joven ya no volvería a utilizar su vasija. Sin embargo, había algo en él, algo asilvestrado y mortal en la forma en que se movía, que le recordó a…
—Existe alguien —dijo de forma repentina—. Ha vivido aquí durante décadas; sé de buena tinta que conoce a cualquier ser de la Última Generación o Inmemorial que habite en esta ciudad. Ella conocerá a alguien en quien podamos confiar.
—Déjame encontrar a esa persona —dijo De Ayala—. Puedo decirle dónde estás.
—Oh, ella no está en San Francisco en este momento —sonrió Perenelle—. Pero eso no importa.
El fantasma parecía desconcertado.
—Entonces, ¿cómo vas a contactar con ella?
—Mediante la adivinación.
—¿Con quién vas a comunicarte? —preguntó el fantasma con voz curiosa.
—Con la Guerrera: Scathach, la Sombra.