Josh! —exclamó Nicolas.
Josh Newman abrió la puerta izquierda del coche, se aseguró de que no hubiera serpientes bajo sus pies y se apeó de un salto. Clarent silbaba y gemía cada vez que el joven la giraba, demostrando así su intención de luchar contra Dee.
—Le mantendré ocupado —gritó—. ¿Puedes intentar arrancar el coche? —preguntó al caballero.
—Lo intentaré —respondió Palamedes con una risilla. Se giró para observar al Alquimista—. La batería se ha agotado. ¿Puedes recargarla?
—Josh Newman —anunció Dee con un tono de satisfacción a medida que el joven se aproximaba—. No estarás pensando seriamente en enfrentarte a mí, ¿verdad?
Josh ignoró por completo las palabras del Mago. Sujetando a Clarent con firmeza, con ambas manos alrededor de la empuñadura, Josh sintió cómo el arma se asentaba cómodamente entre sus puños.
Dee esbozó una amplia sonrisa y, con tono paciente, continuó:
—Quiero que te tomes unos momentos para reflexionar sobre lo que estás considerando hacer. He pasado una eternidad con esta arma; tú sólo has tenido a Clarent durante un día, como mucho. No podrás vencerme bajo ninguna circunstancia.
Sin previo aviso, Josh lanzó un ataque devastador sobre el Mago. De hecho, Clarent pareció gritar cuando rozó con Excalibur, un llanto chirriante que emulaba el triunfo. Josh ni tan siquiera se tomó la molestia de recordar los movimientos que Juana y Scatty le habían enseñado; permitió que fuera la espada quien tomara el control, quien atacara y estocara, quien rasgara y esquivara las embestidas. En algún rincón de su mente supo que analizaba cada uno de los movimientos de Dee, percatándose de cómo deslizaba los pies, cómo empuñaba la espada, cómo entornaba los ojos antes de arremeter contra él. Clarent arrastraba a Josh hacia delante cada vez que cortaba el aire. Todo lo que el joven podía hacer era mantener ambas manos alrededor de la empuñadura. Era como intentar sujetar a un perro sin adiestrar: un perro hambriento y rabioso.
Durante un breve instante, Josh tuvo la ridícula sensación de que Clarent estaba viva y hambrienta.
—¡Sophie! —bramó Nicolas.
Pero la joven no le escuchó. Su única preocupación era su hermano. Sophie abrió la puerta derecha del vehículo y se bajó rápidamente. En el momento en que sus pies se posaron en el suelo, su aura resplandeció y, pocos segundos más tarde, se transformó en el reflejo invertido de la armadura que había visto alrededor de Juana de Arco. A diferencia de Josh, ella no tenía espada, pero había recibido formación en la Magia del Aire y la Magia del Fuego. De forma deliberada, la jovencita eliminó las barreras que Juana de Arco había colocado para protegerla de los recuerdos de la Bruja de Endor. En ese momento necesitaba saber todo aquello que la Bruja conocía acerca del Arconte Cernunnos.
Rumores, fragmentos, leyendas susurradas.
Antaño fue una criatura hermosa. Un gigante: alto, orgulloso y arrogante. Un científico respetado. Primero experimentó con otros seres y, cuando tal cosa se prohibió, probó sus experimentos en sí mismo. Finalmente, se convirtió en un ser repulsivo, con salientes huesudos por toda su cabeza, con dedos de los pies como pezuñas. Sólo su rostro permaneció inalterado, un recordatorio espantoso de su antigua belleza. El incomprensible paso del tiempo destruyó su gran intelecto y, ahora, era poco más que una bestia. Ancestral y poderosa, todavía con la capacidad de alabear humanos en hombres-lobo. Habitaba en un Mundo de Sombras muy lejano repleto de bosques fríos y húmedos.
«A ningún animal le gusta el fuego», razonó Sophie. Si el Arconte vivía en un mundo de bosques húmedos, probablemente le asustaría el fuego. Sintió un leve cosquilleo de temor. ¿Qué ocurriría si el fuego le jugara una mala pasada? De inmediato desestimó esa idea. Su magia no le fallaría esta vez. Un segundo antes de rozar el pulgar en su tatuaje para aclamar la Magia del Fuego utilizó una parte minúscula de su aura para invocar la Magia del Aire.
Un tornado amenazante apareció alrededor del Arconte. Los restos de la Caza Salvaje, que consistían básicamente en partículas de polvo y arenilla, empezaron a ascender en espiral, rodeando así a Cernunnos en una manta vibrante y gruesa. Completamente ciego y con la boca y la nariz llenas de mugre, la criatura se cubrió el rostro. En ese preciso momento, Sophie apretó el pulgar contra el tatuaje circular y encendió la nube de polvo. Antes de desplomarse contra el suelo y quedar completamente inconsciente, Sophie logró escuchar el grito del Dios Astado. Era el sonido más aterrador que jamás había escuchado.
—Josh —jadeó Dee en un intento desesperado de esquivar las tremendas embestidas que le entumecían los brazos—. Hay muchas cosas que no sabes. Muchas cosas que yo puedo explicarte. Preguntas que puedo responder.
—Ya sé muchas cosas sobre ti, Mago.
Chispas de colores azul pálido y rojo negruzco explotaban cada vez que las espadas gemelas se chocaban, rociando a los combatientes de motas ardientes. El rostro de Josh estaba repleto de manchitas negras. En cambio, en el traje de Dee se podían distinguir decenas de diminutos agujeros.
—Tú estabas pensando en asesinar al Arconte —anunció Josh. Pronunció cada palabra acompañada por una embestida.
—Tú has sostenido a Clarent —dijo Dee mientras aguantaba los ataques—. Has saboreado sus poderes. Sabes perfectamente lo que es capaz de hacer. Piénsalo: si asesinas al Arconte, experimentarás milenios, cientos de milenios, de sabiduría. Conocerás la historia mundial desde sus orígenes. Y no sólo la de este mundo, sino la historia de una miríada de mundos.
De repente, una explosión de calor con aroma a vainilla les sacudió y ambos se desplomaron sobre sus rodillas.
Dee estaba justo delante del Arconte y tuvo que retroceder torpemente mientras se cubría los ojos con las manos, pues la luz le estaba dejando ciego. Josh dio vueltas en el suelo y observó al Dios Astado sepultado por unas llamas verdes y doradas. Tras él, avistó a su hermana, que yacía inconsciente en el suelo. Asustado, dio una voltereta y descubrió a Excalibur arrojada sobre el fango, justo a su derecha. De forma instantánea, Josh envolvió la espada con sus dedos y un relámpago de agonía le recorrió su mano izquierda, donde mantenía a Clarent. Intentó deshacerse de la Espada Cobarde, pero no pudo, parecía estar pegada a su palma, estar lacrada en su puño. Entre sus dedos empezó a manar una sangre de color rojo brillante. Arrojó a Excalibur y el dolor abrasador que se había apoderado de su mano izquierda se desvaneció. Josh se puso en pie con cierta dificultad y, ayudándose del filo de piedra de Clarent, envió de un bandazo a Excalibur por los aires. Después, salió disparado hacia su hermana.
Dee se apoyó sobre las rodillas y parpadeó mientras se le aparecían imágenes fantasma de lo que había ocurrido. Observó cómo Josh lanzaba a Excalibur por los aires; cómo ésta se zambullía en los restos empalagosos del foso humeante. La espada flotó en la superficie del aceite oscuro y viscoso durante un único segundo; después, el líquido espeso empezó a burbujear con vigor y la espada se sumergió.
Josh se desplomó sobre sus rodillas, completamente aterrado. Cogió a Sophie entre sus brazos y la alzó para colocarla en el asiento trasero del coche. En ese mismo instante, el coche arrancó. Nicolas Flamel, con aspecto enfermo, se desmoronó en el interior del coche. Josh distinguió unos zarcillos de energía verde que brotaban de sus manos y enseguida adivinó que había utilizado su poder para recargar el coche.
John Dee tuvo que arrojarse hacia un lado para apartarse del camino mientras el vehículo, con todas las puertas abiertas, aullaba en el interior del estrecho callejón, pisando las flechas y lanzas con las ruedas. El Mago intentó desesperadamente concentrar sus pensamientos y reunir la energía suficiente para detener el taxi, pero estaba agotado tanto a nivel físico como mental. Poniéndose en pie con mucha dificultad, Dee contempló al Arconte arrojarse al suelo y dar vueltas y vueltas en el fango, en un intento de apagar las llamas que danzaban y parpadeaban entre el pelaje que le cubría el cuerpo. Sólo unos pocos del ejército de la Caza Salvaje habían logrado sobrevivir al ataque y dos de ellos se convirtieron en polvo cuando Cernunnos, de forma accidental, chocó con ellos.
El metal chirrió al mismo tiempo que una lluvia de chispas brotaba del parachoques y de las puertas abiertas del vehículo. El taxi oscuro consiguió cruzar la puerta principal, completamente destruida, y serpenteó hasta llegar a la calle húmeda mientras el motor rugía. Las luces de los frenos se encendieron; el coche dobló la esquina y desapareció.
Escondida entre las sombras, Bastet extrajo un teléfono móvil del bolsillo y pulsó un número de marcación rápida. Su llamada fue contestada en el primer tono.
—Dee ha fracasado —dijo brevemente. Y finalizó la llamada.