Los neumáticos empezaron a dar vueltas en el barro y, de forma abrupta y brusca, el gigantesco taxi empezó a avanzar a bandazos. Sophie soltó un grito sofocado cuando se abrochó el cinturón y apoyó la espalda en el asiento. Josh gruñó, pues tal agitación le había revuelto el estómago.
—¡Lo siento! —exclamó Palamedes—. Esperad. Aquí están…
Nicolas se sujetó a la tira de goma que había situada sobre la puerta y se inclinó hacia delante.
—¡Nos dirigimos directamente hacia ellos! —gritó con una voz que reflejaba su alarma.
—Lo sé —respondió Palamedes con una sonrisa que brilló en el oscuro interior del vehículo—. La mejor forma de defensa es…
—… el ataque —finalizó Josh.
Una línea sólida de lobos con rostro humano se abalanzó sobre el coche. Puesto que el suelo seguía cubierto por barriles humeantes, las criaturas no se percataron de la alfombra de serpientes hasta que fue demasiado tarde. Los reptiles se alzaban adoptando la forma de signos de interrogación, con las bocas abiertas y las cabezas agitadas. Y entonces la línea de frente de la Caza Salvaje se desvaneció convirtiéndose en polvo mugriento que explotó sobre el parabrisas, cubriéndolo por completo. Con calma, Palamedes lanzó un chorro de agua sobre el cristal y pulsó el botón del limpiaparabrisas, pero lo único que logró fue que el polvo sucio se transformara en una pasta espesa.
Un trío de lobos gigantes, más grandes y corpulentos que todos los demás, saltó por encima del foso… y aterrizó directamente sobre los erizos. Las púas de los erizos se alzaron para atravesar las patas y pezuñas de los lobos. Las bestias se desmenuzaron con una expresión de sorpresa en sus rostros.
Cernunnos aulló y bramó mientras avanzaba torpemente entre la masa de serpientes y erizos que cubría el suelo pantanoso. Los reptiles le golpeaban al mismo tiempo que los erizos le clavaban sus púas, pero, al parecer, sus ataques no surtían efecto en la criatura.
Josh se encogió de hombres y, al contemplar cómo las serpientes se retorcían y trepaban por las gigantescas patas del Dios Astado, sintió un pinchazo en el estómago.
Palamedes aceleró el motor del coche, cambió de marcha y avanzó con bramidos y rugidos hacia el estrecho puente metálico para cruzar el foso. Allí se encontraron con otro trío de la Caza Salvaje. Dos se escondieron tras los neumáticos que formaban un geiser de polvo; en cambio, el tercero saltó sobre el capó del vehículo y martilleó el cristal con las pezuñas. El parabrisas se agrietó por las embestidas y el Caballero Sarraceno frenó de forma repentina. El coche produjo un chirrido cuando se detuvo en seco y el lobo salió disparado del capó, cayendo directamente en un nido de víboras. Josh se giró en el asiento para contemplar cómo más criaturas del ejército de la Caza Salvaje se desplomaban repentinamente al rozar la piel viscosa de los sapos venenosos; también observó cómo otros se convertían en polvo al tropezarse con algún tritón o pisaban las lombrices. La atmósfera se enturbió con la incesante explosión de polvo opaco. Los búhos descendieron en picado en la noche nocturna, con las garras extendidas, como si fueran guadañas, para atacar a las bestias que, con un solo roce, se esfumaban dejando tras de sí una nube de polvo.
—¿Shakespeare ha creado todas estas criaturas? —preguntó Sophie perpleja. Miraba fijamente a través del parabrisas trasero mientras se daba cuenta de que el suelo estaba completamente cubierto por una masa tumultuosa.
—Todas y cada una de ellas —respondió Palamedes con gran orgullo—. Cada criatura se generó en el interior de su imaginación y su aura las animó. No podéis olvidar que Shakespeare es casi autodidacta —al mirar por el retrovisor, advirtió que el Alquimista le observaba—. Imaginad lo que podría haber conseguido si hubiera recibido la formación adecuada.
Nicolas se encogió de hombros, mostrando así su incomodidad.
—Yo no podría haberle enseñado esto.
—Aunque deberías haber reconocido el talento que hay en él.
—¡Dee! —exclamó Josh.
—Sí, Dee sí lo reconoció —concordó Palamedes.
—No. ¡Dee está justo delante de ti! —gritó el joven.
El doctor John Dee avanzaba a través del humo mientras giraba a Excalibur en su mano izquierda, creando así un círculo de fuego azul. Su mano derecha goteaba energía amarilla. Se había colocado justamente delante de la entrada al recinto, bloqueando así la entrada.
—¿Qué se cree? ¿Que no voy a arrollarle? —dijo Palamedes.
Dee señaló el taxi con la espada de piedra y entonces lanzó una pelota de energía. Golpeó el suelo empapado, rebotó una vez y después salió rodando hacia el coche. El motor se paró y la batería del coche se agotó, de forma que el vehículo frenó de forma repentina y brusca.
Sophie percibió un movimiento fugaz tras ellos y se giró en el mismo momento en que el Arconte, cubierto de serpientes, aparecía entre las nubes de polvo.
—Esto no tiene buena pinta —murmuró mientras tiraba de la manga de Josh.
—Tiene mala pinta —comentó su mellizo cuando vio al Arconte—, muy mala.
—¿Qué hacemos ahora?
—Siempre es mejor luchar en sólo una batalla a la vez. De esa forma, siempre ganas.
—¿Quién dijo eso? —preguntó Sophie—. ¿Marte?
—Papá.