Sujetándose firmemente a la barandilla metálica de la escalera con una mano, Perenelle tiró de la lanza que tenía amarrada en la espalda y la clavó con todas sus fuerzas en uno de los tentáculos del pulpo que se había enroscado alrededor de su cuerpo. La punta de metal del arma apenas rozó la piel viscosa del animal, pero de repente el brazo tentaculado salió disparado para reunirse con los demás, dejando a la mujer con una serie de marcas en toda la piel por la succión que había producido. Antes de que la Hechicera pudiera apuñalar otra vez a la bestia, los otros dos tentáculos desaparecieron en la oscuridad del túnel.
—Hechicera, eso ha sido verdaderamente grosero. Podrías haberme herido. Un poco más de profundidad y me hubieras amputado el tentáculo.
—Ésa era la intención —murmuró Perenelle guardando la lanza en el cinturón improvisado y poniéndose en pie.
—No he perdido un tentáculo en siglos. Y para que crezca uno nuevo tiene que pasar mucho tiempo —añadió la criatura con tono malhumorado en griego, con un acento horripilante.
Ignorándole por completo, Perenelle subió otro peldaño, acercándose así un poco más a la luz. Se preguntaba si Nereo podría caber en ese hueco tan estrecho. El hedor nauseabundo de la criatura la abrumaba y le humedecía los ojos. Tragó saliva al mismo tiempo que sentía cómo le protestaba el estómago. Dándose media vuelta en el estrecho pasadizo, Perenelle miró hacia abajo. Nereo estaba justo debajo del hueco. Ella sólo podía distinguir su cabeza y hombros que la luz tenue alumbraba desde arriba; afortunadamente, todo el resto de su cuerpo se mantenía en la sombra. Alzó el tridente y saludó.
—Al parecer estás atrapada, Hechicera. No puedes trepar y, además, apuñalarme con tu mondadientes. Pero yo sí puedo alcanzarte…
Perenelle logró vislumbrar fugazmente la imagen de los tentáculos retorciéndose en la oscuridad. Primero uno, después dos, más tarde cuatro tentáculos empezaron a arrastrarse hacia ella, enroscándose y enrollándose, deslizándose sobre las piedras húmedas como si se tratara de dedos que se mueven con sigilo.
—¿Tienes idea de quién soy? —preguntó Perenelle en inglés. De inmediato, repitió la pregunta en griego antiguo.
Nereo encogió los hombros, un movimiento que hizo que todos sus tentáculos se erizaran.
—Debo confesar que no.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? —pidió Perenelle mientras subía otro escalón de la escalera oxidada. La mujer tenía la sensación de que sus palabras se asemejaban a las de una profesora aburrida.
—Estoy pagando una vieja deuda —burbujeó Nereo—. Uno de los Grandes Inmemoriales me prometió que mi deuda hacia ellos se anularía si regresaba a este mundo y venía a esta isla con mis hijas. Me dijeron que podría quedarme contigo y, aunque como sirvienta no serías excepcional, después de un siglo o dos podrías convertirte en una buena esposa. Todo lo que sé es que te llaman hechicera.
—¿Pero sabes qué hechicera? —preguntó Perenelle.
La criatura soltó una tremenda carcajada.
—Oh, humana; ni lo sé ni me importa. En mi época, ese término poseía un significado. Una hechicera era alguien con poder; alguien a quien uno debía temer, además de respetar. Pero aquí, en los tiempos que corren en este mundo, las palabras ancestrales, los títulos antiguos, no tienen significado alguno. De hecho, según he descubierto, un mago no es más que un animador para niños, alguien que saca conejos de chisteras.
La risa de Perenelle dejó perplejo al Oscuro Inmemorial; estaba tan atónito que no pudo articular palabra ni sonido.
—Entonces deberías saber lo siguiente, Nereo: no soy ningún tipo de animadora. Me sorprende que tu Inmemorial no te haya revelado con quién te ibas a enfrentar en esta isla. Bueno, quizá no me sorprende tanto. Si lo hubieras sabido, probablemente no te habrías embarcado en esta aventura tan insensata —la voz de Perenelle tronó bajo el hueco—. Soy la séptima hija de una séptima hija. He vivido en esta tierra durante casi siete siglos y guardo en mi interior la sabiduría del tiempo. He recibido formación por parte de los mejores hechiceros, magos, brujos y encantadores que han habitado este planeta. Quizá reconocerías el nombre de algunos de ellos. Fui aprendiz de la Bruja de Endor y alumna de dos de las hechiceras más reconocidas de la historia: Circe y Medea.
—¿Circe? —susurró Nereo de forma incómoda agitando los tentáculos—. ¿Medea? —añadió con una voz que dejaba entrever su abatimiento.
—Tú, más que los demás, deberías saber la reputación de mis maestros.
—¿Y eras buena estudiante? —preguntó Nereo cautelosamente.
—La mejor. Escucha atentamente esto, Viejo hombre del Mar: jamás seré tu esposa. Estoy casada con el Alquimista, Nicolas Flamel.
—Oh —suspiró el Inmemorial.
—Soy la humana inmortal Perenelle Flamel.
—Ah, esa hechicera —murmuró Nereo.
—Sí, esa hechicera.
Perenelle arrancó una púa metálica de la pared, concentró su aura en la palma de la mano y observó cómo el metal oxidado se retorcía, se enrollaba y, pasados unos segundos, se derretía formando un líquido mugriento y de color marrón.
—Permíteme mostrarte un truco que la misma Circe me enseñó.
Abrió la mano y dejó que las gotas metálicas manaran de su palma. Una veintena de diminutas esferas doradas y marrones se desplomaron entre las sombras. La lluvia de metal fundido bufó y chisporroteó mientras se esparcía por el cuerpo de Nereo. De repente, la atmósfera se cubrió del tufo a pescado frito. Los tentáculos de pulpo azotaron y aporrearon las piedras al mismo tiempo que el Viejo Hombre del Mar aullaba y chillaba idiomas humanos e inhumanos. Perenelle vertió la última gota que tenía en la yema de los dedos. Siguió con la mirada el camino que seguía la lágrima dorada… que aterrizó justo en la mitad de la frente de Nereo, en el entrecejo. Esta vez, la criatura gritó con tal fuerza que incluso la Hechicera logró escuchar la repentina explosión de alas cuando miles de aves marinas reunidas en la isla alzaron el vuelo, chillando y bramando.
Nereo desapareció entre las sombras, dejando tras de sí una estela de olor a pescado quemado.
—Las cosas no quedarán así, Hechicera Perenelle —sollozó—. ¡Jamás escaparás de esta isla con vida!
Intentando esquivar la oleada de cansancio que le estaba azotando, Perenelle se dio media vuelta y subió la escalera.
—Eso es lo que dice todo el mundo —murmuró. Pero sigo viva.
—Podrías haberme ayudado.
Perenelle estaba sentada en uno de los escalones que había en el patio de ejercicios. Desvió el rostro hacia el sol de media tarde y dejó que el calor empapara su cuerpo y recargara su aura.
—¿Por qué?
Colgada del siguiente escalón, justo a la derecha de Perenelle, la Diosa Cuervo había desplegado su capa oscura y también se había colocado de cara a la luz solar, con los ojos escondidos tras unas gafas de sol con cristal de espejo. Su piel había recuperado su antiguo color alabastro y apenas se distinguía el verde que, hasta instantes antes, había teñido su tez. Alrededor de sus labios las ampollas casi habían desaparecido por completo.
Perenelle consideró la contestación de la diosa durante un momento y después asintió con la cabeza. No tenía respuesta a eso. Nereo no era su enemigo.
—También podríamos haber huido volando —sugirió la Diosa Cuervo sin mover un ápice la cabeza.
Perenelle ya empezaba a identificar las voces; la de Badb era ligeramente más suave que la de Macha, más ronca y masculina.
—¿Por qué no lo habéis hecho? —preguntó.
Cuando finalmente logró atravesar el hueco, cubierta de barro y completamente agotada, sabía, sin duda alguna, que no estaba en condiciones de enfrentarse a la Diosa Cuervo. No esperaba encontrarse a la criatura todavía en la isla; le sorprendió verla agachada en la entrada del hueco, justo debajo de la torre hidráulica oxidada, cosiendo cuidadosamente unas plumas largas y negras en la capa.
—¿Por qué os habéis quedado?
La Diosa Cuervo se agitó.
—Hemos estado atrapadas en el interior de Morrigan durante mucho tiempo. Ha vivido largos periodos de diversión; ahora es nuestro turno. Y decidimos que no habría lugar más emocionante que Alcatraz en las próximas horas.
Perenelle se apoyó sobre los codos para observar con más precisión a la criatura.
—¿Emocionante? Creo que esta palabra no significa lo mismo para nosotras.
La Diosa Cuervo movió la cabeza y se deslizó las gafas de sol por la nariz, dejando al descubierto su mirada. Ambos ojos, uno amarillo y el otro rojo, parpadearon.
—Recuerda, humana, somos Badb y Macha. Somos la Furia y la Matanza. Nuestra hermana es la Muerte. A lo largo de milenios nos han arrastrado a campos de batalla de todo el mundo, donde nos alimentábamos del dolor y los recuerdos de los moribundos y los muertos en combate —anunció la criatura. Después, con una sonrisa terrorífica que mostraba su dentadura perfecta, añadió—: Y en este momento, esta isla es el lugar donde debemos estar —se relamió los labios—. ¡Creo que nos vamos a dar un tremendo festín!