Josh se sentó aturdido mientras la cortina de fuego empezaba a desaparecer dejando tras de sí una nube de humo espeso y blanco. La lluvia provocó que el suelo se convirtiera en un gigantesco charco pantanoso al mismo tiempo que los truenos retumbaban incesantemente sobre sus cabezas. Los rayos destellaban vigorosamente cubriendo todo el paisaje de color ceniza y ébano.
—Hora de irse —anunció Palamedes con decisión mientras las gotas de lluvia le bañaban el casco.
Se giró para observar a los mellizos, a Nicolas y a Shakespeare. Todos ellos estaban empapados y los chicos en particular tenían el cabello tan mojado que incluso parecía que se les hubiera pegado al cráneo.
—Hay momentos para luchar y momentos para huir; un buen soldado siempre sabe lo que es necesario hacer. Podemos quedarnos y combatir a Dee y a Cernunnos, pero ninguno de nosotros logrará sobrevivir. Excepto vosotros, quizá —dijo dirigiéndose a los mellizos. La luz de las llamas teñía su piel oscura y su armadura negra de un matiz ámbar—. Aunque no estoy seguro de la calidad de vida que os esperaría al servicio de los Oscuros Inmemoriales, ni cuánto tiempo sobreviviríais entre ellos.
Un humo amargo se enroscó a su alrededor; un humo espeso, empalagoso y nocivo que les obligó a retroceder hacia la cabaña metálica.
—Will, coge a los Sabuesos de Gabriel…
—No voy a huir —interrumpió de inmediato el Bardo.
—No te estoy pidiendo que huyas —respondió Palamedes con brusquedad—. Quiero que os reagrupéis; no quiero sacrificar nuestras fuerzas inútilmente.
—¿Nuestras fuerzas? —preguntó Nicolas—. No me digas que finalmente el Caballero Sarraceno ha tomado partido.
—Temporalmente, créeme —aclaró Palamedes. Se giró hacia el Bardo y ordenó—: Will, conduce a los Sabuesos de Gabriel por el túnel subterráneo de la cabaña. ¡Gabriel! —El hombre-perro de mayor tamaño se acercó a toda prisa. Los tatuajes azules que tenía inscritos en sus mejillas estaban manchados de lodo y sangre, y su pelaje de color pardo estaba completamente despeinado—. Protege a tu maestro. Sácale de Londres y llévale a Great Henge. Esperadme allí.
Shakespeare abrió la boca para protestar, pero, al percatarse de la mirada amenazadora del Caballero Sarraceno, la cerró de inmediato.
Gabriel asintió con la cabeza.
—Así lo haré. ¿Cuánto tiempo esperamos en Henge?
—Si no he aparecido mañana al anochecer, lleva a Will a uno de los Mundos de Sombras más cercanos; quizás Avalon, o Lyonesse. Allí estaréis a salvo.
Ignorando por completo al Alquimista, Gabriel desvió su mirada color sangre hacia los mellizos.
—¿Y qué hay de los dos que son uno?
Josh y Sophie se mantuvieron en silencio, espera rulo la respuesta de Palamedes. El caballero inspiró hondo y respondió.
—Voy a llevarlos de Nuevo a Londres —anunció. Después se dirigió hacia el Alquimista—. Les presentaremos al Rey.
La dentadura salvaje del hombre-perro se dejó entrever tras una sonrisa.
—Dejarlos con Cernunnos sería más seguro.
Sophie y Josh se acomodaron en la parte trasera del taxi oscuro londinense mientras observaban al Alquimista, a Shakespeare y a Palamedes reunirse alrededor de un barril en llamas en cuyo interior ardían pedazos de madera y tiras de neumático. La lluvia hacía sisear las llamas mientras un humo espeso y blanco que emergía de las brasas del foso se mezclaba con los humos grasientos y negros que brotaban del barril.
—Puedo avistar sus auras —murmuró Josh con tono cansado. La aparición inesperada de su propia aura le había dejado exhausto. Un dolor de cabeza tremendo empezaba a aporrearle el cráneo justo encima de los ojos. Además, los músculos de los brazos y las piernas le escocían. Por si eso no fuera poco, tenía el estómago revuelto y sentía que en cualquier momento iba a vomitar. Tenía las manos entumecidas por la empuñadura de Clarent.
Sophie se dio media vuelta para observar a través de la ventana, que en ese instante estaba empeñada por el vaho. Josh tenía razón: alrededor del cuerpo de los tres inmemoriales se podían distinguir sus auras. La de Flamel, de color verde esmeralda, la de Palamedes, de color oliva, que se contraponía con el amarillo limón del aura de Shakespeare.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Josh.
Sophie pulsó el botón correspondiente para bajar la ventanilla, pero el coche no había arrancado, así que las ventanillas eléctricas no funcionaban. Frotó el cristal con la palma de la mano para deshacerse del vaho y mantuvo la respiración. Las auras de los inmemoriales brillaban intensamente, e incluso podía sentir un leve cosquilleo de poder mientras que de sus manos manaba lo que parecía un líquido pegajoso en el interior del barril.
—Aparentemente Nicolas y Palamedes están entregando parte de su poder a Shakespeare. Los labios del Bardo se están moviendo, pero no dice nada… —informó Sophie. Abrió la puerta del coche para oír con más claridad mientras la lluvia se introducía en el oscuro interior del vehículo.
—… la imaginación es la clave, hermanos inmemoriales —pronunció Shakespeare—. Todo lo que debo hacer es concentrarme; así podré crear un hechizo muy poderoso.
—Es una conjugación —anunció Sophie perpleja. De repente se dio cuenta de que había articulado una palabra que jamás habría utilizado días antes, una palabra que ni tan siquiera habría entendido. Josh se deslizó hacia su hermana para observar la noche húmeda.
—¿Qué es una conjur… conjurgar…?
—Está creando algo a partir de la nada; esculpe y da forma a algo sólo imaginándoselo.
Abrió un poco más la puerta haciendo caso omiso a las gotas de lluvia que le rociaban el rostro. Sabía, porque la Bruja lo sabía, que se trataba de la magia más ardua y agotadora de todas, ya que requería una capacidad extraordinaria de concentración.
—Hazlo rápido —dijo el Alquimista con la boca llena de polvo.
—El fuego está a punto de extinguirse y no estoy seguro de la fuerza que me queda.
Shakespeare asintió con la cabeza e introdujo ambas manos en lo más profundo del barril ardiente.
—Hierve y bulle, hierve y bulle —susurró con un acento más marcado, que recordaba al familiar acento isabelino con el que se había criado—. Primero permítenos tener la serpiente del Nilo…
Unos zarcillos de humo se enroscaron alrededor del barril que, de forma inesperada, empezó a hervir con cientos de serpientes. Los reptiles brotaron del barril y se deslizaron hacia el suelo.
—¡Serpientes! ¿Por qué siempre hay serpientes? —gruñó Josh mientras apartaba la mirada.
—… serpientes con manchas y lenguas dobles… —continuó Shakespeare.
Otra avalancha de sierpes se desbordó del barril, retorciéndose y deslizándose alrededor de los pies de los inmortales. Sin producir sonido alguno, los Sabuesos de Gabriel retrocedieron sin dejar de contemplar el tumulto de serpientes.
—Y ahora erizos espinosos, tritones y lombrices ciegas… —prosiguió el Bardo. Alzó el tono de voz y adoptó una melodía retórica, como si estuviera repitiendo un verso. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos completamente cerrados. Con una voz más ronca, añadió—… y sapos, horripilantes y venenosos.
Las criaturas emergieron en cascada del barril: cientos de erizos gruesos, sapos grotescos, tritones deslizantes y lombrices retorcidas.
—… y finalmente, búhos…
Una docena de búhos nacieron de entre las llamas, alzando el vuelo mientras provocaban una lluvia de chispas.
De repente, Shakespeare perdió el conocimiento. Se hubiera desplomado sobre el suelo si el Caballero Sarraceno lo hubiera evitado.
—Suficiente —ordenó Palamedes.
—¿Suficiente? —susurró el Bardo mientras abría los ojos y miraba a su alrededor. Las criaturas habían creado una manta salvaje que cubría a los tres inmemoriales hasta los tobillos. El suelo que les rodeaba estaba repleto de serpientes caracoladas, sapos saltarines, tritones enroscados y lombrices húmedas—. Bueno, ya está hecho.
Los rayos destellaban sobre sus cabezas cuando el Bardo alargó la mano para estrechar el brazo del Alquimista. Rápidamente, abrazó al Caballero Sarraceno.
—Gracias, hermanos míos, amigos míos. ¿Volveremos a vernos? —preguntó.
—Mañana al atardecer —dijo Palamedes—. Ahora vayámonos.
Cuidadosamente, alzó su pierna izquierda. Una víbora negra salió de su tobillo.
—¿Cuánto tiempo durarán? —preguntó.
—Lo suficiente —respondió Shakespeare con una sonrisa. Apartándose los mechones de cabello de los ojos, levantó la mano para saludar a los mellizos, que seguían en el coche—. Sólo nos despedimos para volvernos a encontrar.
—Tú no escribiste eso —dijo rápidamente Palamedes.
—Lo sé, pero ojalá lo hubiera hecho.
Entonces, rodeado por los sabuesos, William Shakespeare se sumergió en el interior de la casucha metálica y desapareció. Gabriel esperó a que los demás sabuesos hubieran entrado en la cabaña.
—Mantenlo a salvo —ordenó Palamedes.
—Le protegeré con mi vida —prometió Gabriel con su suave acento gales—. Pero explícame algo —pidió mientras señalaba la masa de criaturas que se hallaba entre el barro—. ¿Estas cosas…? —dijo dejando la pregunta inacabada.
La sonrisa de Palamedes era feroz.
—Un regalito para la Caza Salvaje.
El sabueso Gabriel afirmó con la cabeza, se detuvo y, de repente, se transformó adoptando su cuerpo perruno, se dirigió hacia la casucha y desapareció.
Entonces, con un último bufido, las llamas del foso se extinguieron.
—Hora de irse —anunció Flamel mientras se abría camino entre las criaturas que había conjurado Shakespeare—. No tenía la menor idea de que era capaz de hacer esto.
—Lo ha creado sólo con su imaginación —dijo Palamedes. Abrió la puerta del taxi e invitó al Alquimista hacia el interior—. Abrochaos el cinturón —aconsejó al mismo tiempo que su armadura negra se desvanecía—. Va a ser un paseo agitado.
La lluvia torrencial se detuvo de forma tan repentina como se había iniciado y, en ese preciso instante, la Caza Salvaje saltó por encima del humo gris.
Un momento más tarde, Cernunnos cruzó el foso mientras el humo se retorcía alrededor de sus astas. Inclinando la cabeza hacia atrás, bramó una carcajada triunfante.
—¿Dónde creéis que vais? —preguntó mientras avanzaba a zancadas en dirección al coche—. Nadie escapa del Dios Astado.