Perenelle chapoteó por el túnel fangoso, dirigiéndose directamente hacia la escalera. En una mano sujetaba la lanza; con la otra se tapaba la nariz, pero aun así podía notar el hedor a pescado, que le rozaba la lengua y atravesaba su garganta cada vez que pasaba saliva.
Juan Manuel de Ayala flotaba junto a ella, de espaldas al pasillo. No había ni rastro de la Diosa Cuervo.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó Perenelle—. Eres un fantasma; no hay nada que pueda hacerte daño. Sonrió y utilizó un tono de voz más suave. —Lo siento, no quería ser grosera. Sé el tremendo esfuerzo que te ha supuesto llegar hasta la boca de la cueva para avisarme.
—Fue más sencillo cuando rompiste el Hechizo de Ligadura —respondió el fantasma. La mayoría de su esencia se había desvanecido, dejando sólo visible su rostro y el contorno de su cabeza sobrevolando el aire. Sus ojos, brillantes y oscuros, resplandecían en la oscuridad—. Nereo es la pesadilla de todo marinero —admitió—. No temo por mí, sino por ti, Hechicera.
—¿Qué es lo peor que puede ocurrir? —preguntó Perenelle suavemente—. Sólo puede matarme. O, al menos, intentarlo.
La mirada del fantasma se tornó líquida.
—Oh, él no te matará. No de inmediato. Te arrastrará hacia algún reino submarino y te mantendrá con vida durante siglos. Y cuando acabe contigo, te convertirá en alguna criatura marina, en una manatí o un dudongo.
—Eso sólo es una leyenda… —empezó la Hechicera pero enseguida se detuvo al darse cuenta de lo absurda que resultaba su idea: estaba corriendo por un túnel subterráneo acompañada por un fantasma, siguiendo los pasos de una antigua diosa celta y perseguida por el Viejo Hombre del Mar. Cuando alcanzó el final del túnel, alargó el cuello y miró hacia arriba. Pudo ver un círculo de cielo azul.
Se rasgó los bajos del vestido para arrancar una tira de tela y se lo ató alrededor de la cintura. Colocando la lanza entre el cinturón improvisado y su espalda, alargó el brazo para agarrar la barandilla viscosa y metálica de la escalera oxidada.
—¡Perenelle! —bramó De Ayala mientras flotaba hacia arriba.
—¿Ya te marchas, Hechicera? —La voz resonó desde lo más profundo del pasillo, líquida y rebosante, con un sonido semejante a un gorgoteo, a gárgaras.
Perenelle se giró rápidamente y lanzó una diminuta chispa de luz hacia el túnel. Como si se tratara de una pelota de goma rebotó en el techo, golpeó en una pared, volvió a botar en el suelo y salió disparada hacia arriba otra vez.
Nereo apareció en la oscuridad.
Justo el instante antes de que él alargara la mano y atrapara la luz en su mano enmarañada, Perenelle piulo avistar fugazmente la imagen de un hombre de aspecto sorprendentemente normal: una cabeza repleta de cabello rizado y grueso que descendía sobre sus hombros y una barba corta que se retorcía formando dos tirabuzones perfectos. Iba ataviado con un chaleco hecho a partir de hojas de kelp que se solapaban las unas con las otras y de hebras de algas marinas. En su mano izquierda sujetaba un tridente de piedra perversamente puntiagudo. A medida que la luz se desvanecía y el túnel se sumergía en una oscuridad absoluta, Perenelle se percató de que el Viejo Hombre del Mar no tenía extremidades inferiores. Bajo la cintura, ocho patas de pulpo se retorcían y se enrollaban por el pasillo.
La peste a pescado podrido se intensificó y en ese momento se produjo un leve movimiento. Una pata ventosa se enrolló alrededor del tobillo de Perenelle y la asió con fuerza. Una segunda pata, pegajosa y viscosa, se amarró a la piel de la Hechicera.
—Quédate un rato —gorjeó Nereo. Otra pierna emergió bruscamente y las ventosas se clavaron en su piel. Su carcajada parecía una esponja húmeda que se retorcía para extraer toda el agua—. Insisto.