Unas llamas de color rojo vivo, chisporroteantes y crepitantes, rugían hacia arriba mientras un humo sucio y grasiento ascendía en espiral y se retorcía en la atmósfera nocturna que cubría el desguace de coches. John Dee apartó la cabeza y respiró hondo; todo lo que lograba distinguir era el hedor de goma chamuscada y grasa, pero no podía detectar ni rastro de magia.
—Voy a entrar —anunció mirando a Bastet.
—No te lo aconsejaría —avisó la diosa con cabeza de gato.
—¿Por qué no?
La Oscura Inmemorial le mostró la dentadura en lo que, aparentemente, pretendía ser una sonrisa. Se colocó su larga capa alrededor de sus hombros estrechos.
—Sería una lástima si un miembro de la Caza Salvaje te confundiera con un enemigo o el Arconte decidiera convertirte en uno de los suyos. Ha perdido muchos lobos esta noche; necesitará sustituirlos.
—No estoy completamente indefenso, Madame —respondió Dee.
De debajo del abrigo el Mago extrajo la corta espada de piedra conocida bajo el nombre de Excalibur y cruzó a zancadas la calle, dirigiéndose directamente al desguace. Se detuvo ante la puerta principal. El metal sólido estaba tachonado por las hendiduras de los colmillos de los lobos del Arconte y allí donde el metal se había rasgado, las criaturas lo habían arrugado y arrancado como si se tratara de una hoja de aluminio. Dee acercó la espada hacia donde el Arconte había rozado el metal, pero no ocurrió nada. Si Cernunnos había utilizado poder mágico, Excalibur debería haber reaccionado, pero la espada se mantuvo fría y oscura. Dee asintió con la cabeza; la bestia había hecho uso de su fuerza bruta para abrir las puertas. El Mago empezaba a preguntarse cuánto poder áurico o mágico poseía Cernunnos. Las leyendas describían a los Arcontes, e incluso a los primeros Inmemoriales, los Grandes Inmemoriales que habían llegado tras ellos, como gigantes o monstruos espantosos y, algunas veces, como ambos. Pero jamás se creyó que fueran magos o hechiceros. Fueron precisamente los Grandes Inmemoriales los primeros en desarrollar ese tipo de habilidades.
Dee intentó ocultar una sonrisita; ahora que sospechaba que Cernunnos poseía poco poder mágico, o incluso ninguno, empezaba a sentirse más seguro de sí mismo. La criatura le había dejado entrever que era capaz de leer sus pensamientos, pero podría haberle mentido. Intentó recordar con exactitud las palabras del Arconte cuando apareció por primera vez: «Puedo leer tus pensamientos y tus recuerdos, Mago. Sé lo que tú sabes; sé lo que has sido; sé lo que eres ahora».
Eso no significaba nada. Cernunnos afirmaba conocer los pensamientos de Dee, pero no lo había demostrado de ningún modo. El inglés sabía que su maestro Inmemorial había dado instrucciones al Arconte.
«El Alquimista, Flamel, y los niños están con el Caballero Sarraceno y el Bardo escondidos tras su fortaleza metálica. Quieres que yo, junto con mi Caza Salvaje, fuerce una entrada para ti».
Cernunnos no le había descubierto nada nuevo. Era, sencillamente, la repetición de un hecho, un hecho que Dee ya conocía, y el planteamiento de las órdenes que había recibido del Inmemorial. Lo único que había hecho era simular que leía los pensamientos de Dee.
El doctor John Dee se carcajeó en voz baja. Sin duda alguna aquella criatura era ancestral, poderosa y, sobre todo, letal. Pero, de repente, no le parecía tan peligrosa y aterradora.
Sujetando la espada con firmeza, se deslizó hacia la entrada y se adentró en el estrecho pasillo metálico. Lograba escuchar el fuego; ahora estaba más cerca, crepitando y aullando, cubriendo las murallas de sombras bailarinas. Dee se percató de que, con cada paso que daba, dejaba tras de sí una nube de polvo arenoso. Cerrando los labios con fuerza, extrajo un pañuelo blanco del bolsillo y se tapó la boca con él: no quería respirar los restos polvorientos de la Caza Salvaje. Había sido mago, hechicero, nigromante y alquimista durante muchos años, de forma que le resultaba fácil imaginar las asquerosas propiedades que ese polvo contenía. Evidentemente, no quería que se colara ni una mota en sus pulmones.
Caminó sobre flechas de madera con punta de piedra y lanzas con mango de hojas y descubrió que el suelo que pisaba estaba repleto de pernos de ballesta. El paisaje le recordó su juventud. Había atestiguado asedios y estudiado el arte de la guerra en la corte isabelina, así que, a partir de las ruinas, podía descifrar lo que había ocurrido: los defensores habían atrapado a la mayoría de lobos de la Caza Salvaje en el estrecho pasillo hasta convertirlos en polvo. «Pero ¿por qué no han mantenido la posición para continuar su ataque contra la Caza Salvaje?», se preguntó. «Quizá porque se han quedado sin munición —pensó Dee respondiendo su propia pregunta—, de forma que se han visto obligados a retirarse hacia una posición más defensiva». Bajo el pañuelo blanco, Dee esbozó una amplia sonrisa. La historia le había enseñado que una vez los defensores empezaban a retirarse, el asedio estaba llegando a su fin.
Flamel y los demás estaban atrapados.
Al salir del pasillo metálico, Dee avistó el foso en llamas rodeando completamente la cabaña metálica de aspecto humilde que se hallaba en el centro del campo. Dee salió disparado: conocía al menos una docena de hechizos para apagar el fuego; también podía transmutar el aceite en arena y utilizar otro encantamiento persa que convertiría la arena en cristal.
El Alquimista y los mellizos permanecían al otro lado del fuego; Sophie y Josh estaban muy juntos. La luz de las llamas teñía sus cabelleras rubias en pelirrojas y doradas. Otros dos humanos estaban junto a ellos; uno, el más alto y corpulento, iba ataviado con una armadura negra mientras que el otro, bajito y ligero, lucía una armadura desajustada. Los Sabuesos de Gabriel, todos ellos de pelaje carmesí, habían adoptado tanto su forma animal como humana y se habían reunido alrededor del caballero más esbelto de una forma protectora.
La figura del Arconte se distinguía ante las llamas danzantes; el resplandor jugueteaba sobre sus astas. Mientras tanto, la Caza Salvaje que había logrado sobrevivir esperaba pacientemente. Los rostros humanos de los lobos rastreaban los movimientos de Dee mientras éste se abría paso entre la expansión pantanosa. Sin mover el cuerpo, Cernunnos giró la cabeza para observar al Mago. La mirada del Dios Astado se clavó en la espada de piedra que Dee sostenía y que, ahora, había comenzado a verter un humo azul.
—Excalibur y Clarent, juntas en el mismo lugar —murmuró la voz vibrante de Cernunnos en el interior de la cabeza de Dee—. Sin duda es un momento memorable. ¿Sabes cuándo fue la última vez que estas dos espadas estuvieron tan cerca la una de la otra?
Dee estuvo a punto de confesarle que ambas espadas habían estado en París justo el día anterior, pero prefirió no decir nada que pudiera irritar a la criatura. El Mago había empezado a trazar un plan horrible en su interior, algo tan incomprensible que incluso temía concentrarse demasiado en la idea por si acaso Cernunnos pudiera, realmente, leer sus pensamientos. Tomando posición a la izquierda de la criatura, Dee empuñó el arma con su mano izquierda y cruzó los brazos sobre el pecho. El resplandor azul de la espada tiñó la parte izquierda de su rostro de un color frío.
—Supongo que debió de ser aquí, en Inglaterra —respondió finalmente Dee—, cuanto Arturo luchó contra su sobrino Mordred en la llanura de Salisbury. Mordred utilizó a Clarent para acabar con la vida de Arturo —añadió.
—Yo maté a Arturo —corrigió Cernunnos—. Y a Mordred también. Y era su hijo, no su sobrino —explicó el Dios Astado mientras se giraba hacia las llamas—. Eres un mago; imagino que puedes sofocar estas llamas, ¿verdad?
—Por supuesto.
Un nuevo aroma se extendió por la ya asquerosa atmósfera: se trataba del hedor de huevos podridos.
—¿No puedes cruzar el fuego? —preguntó Dee deliberadamente en un intento de conocer los límites de los poderes del Dios Astado.
—Las llamas contienen metal —respondió bruscamente Cernunnos.
Dee asintió. Sabía, por experiencia propia, que algunos metales, particularmente el hierro, envenenaban a los Inmemoriales. Por lo que acababa de descubrir, ocurría lo mismo con los Arcontes. Se preguntó si las dos razas estaban relacionadas de alguna forma; siempre había supuesto que, a pesar de ser parecidos, estaban separados, como los Inmemoriales y los humanos.
—Puedo apagar el fuego —anunció Dee con seguridad.
El Arconte se inclinó ligeramente hacia delante y su inconfundible aroma a bosque se intensificó de forma repentina cuando se quedó mirando las llamas. Dee siguió la dirección de su mirada y averiguó que estaba observando al chico, a Josh.
—Puedes quedarte con los mellizos, Mago, y con tus páginas. Sólo te reclamo a los tres humanos inmortales y a los Sabuesos de Gabriel.
—Trato hecho —dijo Dee de inmediato.
—Y a Clarent. Te exijo que me entregues la Espada del Fuego.
—Obviamente, puedes quedártela —respondió Dee sin dudar un solo segundo.
De forma deliberada, el Mago permitió que su aura amarilla apareciera alrededor de su cuerpo, desprendiendo ese nauseabundo aroma y sabiendo que ocultaría sus pensamientos. No tenía intención alguna de entregarle la espada gemela de Excalibur y, además, no estaba preparado para verla desaparecer en algún Mundo de Sombras lejano junto con el Dios Astado. Su escandaloso plan, de repente, cobró sentido.
—Sería un verdadero honor entregarte la espada yo mismo.
—Te lo permitiré —respondió el Arconte con un tono de voz algo arrogante.
Dee inclinó la cabeza para que la criatura no pudiera observar el triunfo y la satisfacción en su mirada. Se enfrentaría al Arconte con Excalibur en su mano derecha y Clarent en la izquierda. Haría una reverencia al Dios Astado, daría un paso hacia delante… y después clavaría ambas espadas en el cuerpo de Cernunnos. El aura azufre del Mago se tornó cada vez más brillante a medida que crecía su emoción. ¿Cómo se sentiría, qué aprendería, qué sabría después de asesinar al Arconte?