Pensé que vosotras dos estabais muertas —dijo Perenelle Flamel. Sabía que debería estar asustada, pero lo que sintió fue un tremendo alivio. Y curiosidad.
La bailarina lengua de llamas que danzaba sobre su cabeza desprendía una luz amarilla y cálida sobre la oscura figura de la Diosa Cuervo, que seguía atrapada en una telaraña gigantesca. En el rostro verdoso y cubierto de ampollas de la Inmemorial, un ojo rojo y otro amarillo miraban a la Hechicera. Cuando los labios oscuros se movieron, las dos voces sonaron al unísono.
—Dormidas, quizá, pero no muertas.
Perenelle asintió; no le resultaba una idea tan fuera de lo normal. Había crecido en un mundo de fantasmas, había vislumbrado espíritus durante cada día de su vida y conversaba con ellos a menudo. Sin embargo, sabía que las voces que articulaba la boca de Morrigan no pertenecían a espíritus; se trataba de algo diferente. Intentó recordar toda la información que conocía acerca de la Diosa Cuervo. La criatura pertenecía a la Última Generación; había nacido después del hundimiento de Danu Talis. Se había establecido en tierras que, más tarde, se reconocerían bajo el nombre de Irlanda y Gran Bretaña y enseguida los celtas la veneraron como una diosa de guerra, de muerte y de masacre. Al igual que muchos Inmemoriales y seres de la Última Generación, era una diosa tríada: tenía tres aspectos. Con el paso del tiempo, algunos Inmemoriales sufrían algún tipo de alteración claramente visible; Hécate estaba condenada a cambiar físicamente durante el transcurso del día, de niña a anciana. Otros, en cambio, cambiaban según las fases de la luna o las estaciones del año. Pero todas las diosas tríadas mostraban, sencillamente, aspectos diferentes de la misma persona. Sin embargo, por lo que ella lograba recordar, Macha, Badb y Morrigan eran tres criaturas diferentes con personalidades distintas… todas ellas salvajes y letales.
—Cuando Nicolas y yo estuvimos en Irlanda, allá por el siglo XIV, una anciana muy sabia me dijo que Morrigan, de algún modo, os había asesinado.
—No fue exactamente así —replicó la criatura. Durante un único instante, los dos ojos se tiñeron de rojo y sólo se escuchó una voz—: Jamás fuimos tres; siempre fuimos una.
Perenelle mantuvo su rostro impasible, cautelosa para conservarlo neutral.
—¿Un cuerpo, tres personalidades? —preguntó. Entonces afirmó con la cabeza—. Así que por eso las tres hermanas jamás han sido vistas juntas.
—En momentos diferentes del mes, dependiendo de la fase lunar, cada una asume el control de este cuerpo —explicó la criatura.
Entonces la criatura pestañeó y el color de los ojos cambió a amarillo. Asimismo, también se notó una alteración en la voz y en los ángulos del rostro, lo cual otorgaba un aspecto sutilmente distinto.
—Y hay ciertas épocas del año en que una u otra prevalece sobre las demás. El pleno invierno siempre ha sido mi temporada.
El ojo izquierdo se tornó carmesí mientras el derecho continuó amarillo y entonces se percibieron ambas voces.
—Pero normalmente este cuerpo siempre ha estado bajo el control de nuestra hermana pequeña, Morrigan.
La criatura empezó a toser con tal fuerza que incluso logró tambalear la telaraña. De forma simultánea, un líquido espeso y negro se acumuló en sus labios. Los ojos, rojo y amarillo, parpadearon hacia la colección de lanzas que se hallaba tras Perenelle.
—Hechicera, rompe los Símbolos de Ligadura… nos están envenenando, matando lentamente.
Perenelle miró por encima de su hombro. En el exterior de la boca de la cueva, las doce lanzas de madera se alineaban en el pasillo formando una serie de triángulos y cuadrados entrelazados. Por el rabillo del ojo, la Hechicera lograba avistar una luz tenue y fantasmagórica que vibraba entre las puntas metálicas de las lanzas sobre las que ella misma había inscrito Palabras de Poder con barro.
—Hechicera… por favor. Rompe el hechizo —susurró la Diosa Cuervo—. Nuestra hermana, Morrigan, te conoce… y te respeta. Sabe que eres fuerte y poderosa… pero jamás cruel.
Perenelle dio un paso hacia atrás, acercándose así al pasillo, y arrancó una de las lanzas del lodo, rompiendo así el laberinto. De forma instantánea, el tamborileo que Perenelle apenas había logrado distinguir, se esfumó y la atmósfera se cubrió del amargo aroma metálico de los olores habituales de un túnel subterráneo: sal y lodo nauseabundo, pescado podrido y algas marinas. Sujetando la lanza con ambas manos, la Hechicera regresó al interior de la celda.
—Espero que esto no sea ninguna trampa —avisó.
A medida que aproximaba la lanza a la Diosa Cuervo, la punta empezó a brillar. Entonces se encendió, como si de una bombilla se tratara, y empezó a emitir una luz fría. Perenelle rozó la punta de la lanza con el montón de plumas que yacía bajo la telaraña. Todas y cada una de las plumas chisporrotearon, ardieron, se enroscaron y se chamuscaron. El hedor que desprendían las plumas quemadas provocó que a Perenelle se le humedecieran los ojos y se viera obligada a salir de la celda.
Los ojos de la diosa parpadearon entre el humo.
—Sin trucos…
Y entonces, de forma inesperada, un escalofrío recorrió el cuerpo que permanecía atrapado entre la telaraña y el amarillo y rojo de sus ojos dieron paso a un color oscuro y sombrío.
—¡Están mintiendo! —chilló Morrigan—. ¡No las escuches!
Perenelle alzó la lanza, llevando la punta lustrosa y metálica a la misma altura del rostro de la Diosa Cuervo. La luz negra y blanca iluminó la tez verdosa de la criatura mientras ésta cerraba los ojos e intentaba, sin éxito alguno, girar la cabeza. Cuando volvió a abrir los ojos, el bermejo inconfundible de Badb y el limón de Macha habían ocupado su lugar. Los ojos empezaron a pestañear, cambiando continuamente de color mientras las dos hermanas hablaban.
—Morrigan nos ha engañado —anunció Badb.
—Encarcelado, hechizado, maldecido… —añadió Macha.
—Utilizó un encantamiento de nigromancia asqueroso que aprendió del predecesor de Dee para atar nuestros espíritus, para esclavizarnos y despojarnos de todo poder…
—Hemos estado atrapadas bajo ese hechizo durante siglos —comentó Macha—, capaces de ver y escuchar todo lo que nuestra hermana veía y escuchaba pero incapaces de movernos, de actuar…
—Pero el efecto corrosivo de los Símbolos de Ligadura ha roto el encantamiento y nos ha permitido recuperar el control de este cuerpo.
—¿Qué queréis? —preguntó Perenelle que, en ese instante, sentía curiosidad además de lástima por la triste historia.
—Queremos ser libres —confluyeron ambas voces mientras el ojo izquierdo seguía brillando rojo y el derecho amarillo—. Es posible que nuestra hermana esté preparada para sacrificarse, pero nosotras no. Es posible que nuestra hermana se haya convertido en una esclava de Dee y los Inmemoriales, pero nosotras no. No nos posicionamos en el bando humano tras la caída de Danu Talis, pero tampoco combatimos contra ellos. Antaño, la raza humana incluso llegó a rendirnos culto, y precisamente esa adoración nos hizo más fuertes. Cada guerra que libraban, cada batalla que vencían o perdían, nos alimentaba, gracias al sufrimiento y recuerdos de los muertos en combate. Incluso lloraron nuestra muerte cuando desaparecimos del Mundo de los Hombres, y eso es mucho más de lo que hizo nuestro propio clan o cualquier otra especie. Ninguno de ellos mostró preocupación u objetó cuando Morrigan nos ató, nos atrapó, nos hechizó. Hechicera, no debemos nuestra lealtad a ningún Inmemorial o ser de la Última Generación.
Perenelle clavó el extremo de la lanza sobre el suelo pantanoso, agarrando la madera justo por debajo de la punta metálica, y se apoyó sobre ella. La inscripción de lodo empezó a emitir un pulso continuo, como si se tratara del latido de un corazón, al mismo tiempo que desprendía un calor sobre su rostro. En ese instante, la Hechicera sintió un leve tamborileo a lo largo del palo de madera.
—Libéranos —rogó la Diosa Cuervo—, y estaremos en deuda contigo.
—Es una oferta muy tentadora —reconoció Perenelle—. Pero ¿cómo sé que puedo confiar en vosotras? ¿Cómo puedo estar segura de que, en el momento en que os libere, no os abalanzaréis sobre mí?
La criatura envuelta en telaraña dejó entrever una sonrisa blanca y luminosa.
—Porque te damos nuestra palabra, una palabra de guerrera, la palabra irrompible de la Diosa Cuervo —respondió la diosa de ojos amarillos.
—Y porque estás sujetando la lanza que lleva inscrito el jeroglífico del Arconte —añadió la diosa de ojos rojos.
—¿Arconte? —preguntó Perenelle. Había escuchado tal palabra, quizá, dos veces en su larga vida.
—Anteriores a los Inmemoriales, los Doce Arcontes gobernaban este planeta.
—¿Anteriores a los Inmemoriales? —repitió Perenelle.
—El término es más antiguo y salvaje de lo que imaginas —dijo la Diosa Cuervo con una sonrisa—. Mucho más ancestral. Mucho más salvaje.
Perenelle asintió.
—Siempre lo creí.
La idea de la existencia de Arcontes le resultaba fascinante, de hecho a Nicolas le encantaría, pero la Hechicera prefirió concentrarse en asuntos más prácticos.
—¿Podéis sacarme de la isla? —preguntó en voz alta mientras apretaba con más fuerza la lanza. Todo dependía de la respuesta de la criatura.
Se produjo un momento de duda y entonces, la diosa habló.
—No podemos hacer eso. A pesar de tu ligereza, serías demasiado pesada para nosotras. Aquéllos como nosotras, ya sean Inmemoriales o de la Última Generación, que poseemos la habilidad de volar, tenemos huesos débiles. No somos fuertes.
La Hechicera asintió y se relajó. Ya sabía la respuesta de antemano; hacía casi dos siglos había combatido contra un nido de harpías de la Última Generación en el monte Palatino, en Roma, Italia. En ese instante había descubierto que, a pesar de su aspecto feroz y garras mortíferas, carecían de fuerza física. Durante el tiempo que Nicolas tardó en encontrar una espada y una lanza entre el equipaje, Perenelle las aplastó como moscas con su capa de cuerpo. Y entonces agarró su látigo, que estaba entretejido a partir de un puñado de serpientes que había arrancado del cabello de Medusa, y convirtió a las criaturas en piedra. Si la Diosa Cuervo le hubiera dicho que podían sacarla de la isla habría sabido que le estaban mintiendo.
—En el momento que pensaste que nuestra hermana había perecido —continuó la Diosa Cuervo—, nosotras sentimos tu pena, tu lástima al verla morir. Libéranos, Hechicera, y mientras nosotras controlemos este cuerpo no te atacaremos ni a ti ni a nadie de los tuyos. Ése es nuestro juramento.
A diferencia de su marido, Nicolas, que era un hombre de ciencias, Perenelle Flamel era una criatura de intuición. Siempre seguía su instinto; apenas le había fallado y, si ahora estaba equivocada y la Diosa Cuervo le atacaba, tenía la esperanza de que la combinación de su poder junto con la lanza mortal sería efectiva contra la criatura.
—Entonces dadme vuestra palabra —exigió Perenelle.
—La tienes —vibraron ambas voces—. No te haremos daño. Estamos en deuda de honor contigo.
—Cerrad los ojos —ordenó Perenelle.
Dio un paso hacia delante y aproximó la lanza a la telaraña. Un humo de color grisáceo y blanquecino empezó a ascender en línea vertical al mismo tiempo que las hebras de telaraña siseaban y chisporroteaban con el leve roce de la lanza. Perenelle intentó cortar los hilos que mantenían sujeta a la Diosa Cuervo, pero entonces se acordó de que ésta era una criatura apenas sensible al dolor. La lanza formó una gigantesca X sobre la orbe plateada y la criatura se desplomó sobre el suelo sin producir sonido alguno. Aunque se había liberado de la telaraña, aún estaba recubierta por hilos blancos.
Los ojos, rojo y amarillo respectivamente, se abrieron de par en par.
—Con cuidado, Hechicera —murmuró la Diosa Cuervo mientras Perenelle se aproximaba con la lanza entre las manos. La mirada bicolor de la criatura se clavó en la lanza—. Un corte sería letal.
—No lo olvidaré —prometió la Hechicera mientras, con sumo cuidado y delicadeza, rasgaba el capullo casi invisible. Después lo apartó y liberó a la Diosa Cuervo.
La criatura se puso en pie y se sacudió los hilos pegajosos de telaraña que se le habían pegado en su armadura de cuero. Se desperezó y la piel que le cubría el cuerpo empezó a quebrarse mientras estiraba los brazos y arqueaba la espalda. Las dos voces sonaron al mismo tiempo.
—Oh, qué alegría sentirse viva otra vez.
—¿Existe algún peligro de que Morrigan pueda volver a aparecer? —preguntó Perenelle mientras se levantaba sin soltar la lanza. Un sencillo movimiento acabaría con la vida de la Diosa Cuervo.
Los ojos de la criatura se intercambiaban de color.
—Mantendremos a nuestra hermana pequeña bajo control.
Entonces la diosa giró bruscamente la cabeza para contemplar algo que se encontraba tras Perenelle.
Mientras se giraba, Perenelle no pudo evitar preguntarse si estaba cayendo en la trampa más antigua del mundo.
Juan Manuel de Ayala entró flotando a la celda. Los ojos y la boca del fantasma eran agujeros vacíos y un rastro de su esencia quedó tras él como si se tratara de una bandera ondeante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Perenelle.
De inmediato supo que se trataba de algo horrible. Ondeó la espada y, durante un breve periodo de tiempo, el fantasma se solidificó y apartó su mirada de la Diosa Cuervo para centrarse en la brillante lanza.
—¿Problemas?
—Nereo ha venido —respondió la voz aterrada del fantasma—. El Viejo Hombre del Mar está aquí.
—¿Dónde? —preguntó Perenelle.
—¡Aquí! —exclamó el fantasma. Y entonces se giró, alzó el brazo izquierdo y señaló la oscuridad que reinaba en el fondo—. Acaba de trepar por las rocas, al otro lado del pasillo. ¡Viene a por ti!
Un hedor nauseabundo a pescado podrido y grasa de ballena rancia se apoderó de todo el pasillo.