Perenelle Flamel descendió el último peldaño de la escalera oxidada y alzó la barbilla para poder contemplar el círculo diminuto por el que se apreciaba un cielo azul pálido. Entonces frunció el ceño: lo que aparentemente parecía una nube estaba descendiendo hacia ella, directamente hacia el agujero que conectaba la superficie de Alcatraz con el viejo túnel de contrabando que se hallaba en las profundidades de la isla. La nube se retorció y, posteriormente, se solidificó en la figura de Juan Manuel de Ayala.
—¿Madame Perenelle? —preguntó el marinero en un español arcaico—. ¿Qué estás haciendo aquí abajo?
—No estoy del todo segura —admitió Perenelle—. Pensé en hacerle una visita a la Diosa Cuervo.
Ayer —¿había ocurrido ayer?— Perenelle y Aereop-Enap habían vencido a Morrigan, la Diosa Cuervo, junto a su ejército de pájaros. La Vieja Araña había querido alimentar a Morrigan con algunas de sus arañas devoradoras de aves, pero Perenelle se había negado a tal hazaña y le había pedido a la Inmemorial que trasladara a la criatura, completamente recubierta de telaraña, a la oscura celda ubicada en el fondo de la isla.
Cuando, en un principio, Perenelle había liberado a Areop-Enap de la cárcel, había desmantelado un complicado patrón de lanzas clavadas en el pantanoso suelo que rodeaba la celda. Cada punta de las lanzas estaba pintada con una ancestral Palabra de Poder que creaba una barrera inquebrantable para cualquier miembro de la raza Inmemorial. Cuando Areop-Enap llevó a Morrigan a la celda, Perenelle recurrió a su extraordinaria memoria para recrear el patrón de lanzas alrededor de la boca de la cueva. Entonces, haciendo uso del fango y las conchas, volvió a dibujar aquellas palabras sobre las puntas de las lanzas, encerrando así a Morrigan tras Palabras de Poder y símbolos anteriores a los Inmemoriales. Sólo un ser humano podría liberarla; un Inmemorial o un ser de la Última Generación ni tan siquiera podrían acercarse al invisible, y a la vez mortífero, hechizo creado por el embrujo primigenio.
—Madame —dijo urgentemente De Ayala—. Debemos sacarte de esta isla.
—Lo sé —contestó Perenelle mientras gesticulaba una expresión de disgusto cuando sumergió el pie en el lodo hasta el tobillo—. Estoy trabajando en ello. ¿Has visto a alguna de las Nereidas?
—Hay una docena de ellas tomando el sol en las rocas y he visto a otro par alrededor del muelle. Pero no hay ni rastro de su padre, Nereo, aunque supongo que debe de estar cerca —Unas volutas fantasmagóricas manaron por el aire mientras De Ayala rodeaba su cuerpo con los brazos—. Las Nereidas no pueden pisar tierra firme… pero su padre sí. Y lo hará.
Perenelle avanzó por el pasillo mientras sus pies chapoteaban en el lodo. Sorprendida, se giró hacia el fantasma.
—No sabía eso.
—Las Nereidas tienen cuerpos de mujer pero colas de peces. Nereo, en cambio, tiene piernas. A veces se dirige a tierra firme, a pueblos pesqueros aislados para… para comer; o se arrastra sigilosamente por las cubiertas de los barcos por la noche y secuestra a un marinero incauto.
Perenelle se detuvo y alargó el cuello para observar el pasillo. El otro extremo del túnel se inclinaba hacia el mar y, de repente, se imaginó al Viejo Hombre del Mar trepando por el túnel hacia ella. Sacudió la cabeza para olvidarse de tal imagen y chasqueó los dedos para crear una llama blanca que flotaba justo delante de su frente. Al igual que una luz colocada sobre el casco de un minero, la llama emitía un resplandor amarillento ante ella. Perenelle volvió a girarse hacia De Ayala.
—¿Te quedarás detrás de mí para vigilar, para avisarme si alguien, o algo, se aproxima?
—Por supuesto —el fantasma dobló su torso en un intento de realizar una reverencia sin piernas—. Pero ¿por qué estás aquí, Madame? Aquí abajo sólo yace la Diosa Cuervo.
La sonrisa de Perenelle iluminó la oscuridad.
—Es precisamente a ella a quien vengo a ver.
—¿Has venido a regodearte? —preguntó Morrigan con voz ronca y casi masculina.
—No —respondió Perenelle con sinceridad. Se quedó en el umbral, cruzó los brazos sobre el pecho y observó la celda—. He venido hasta aquí para hablar contigo.
Areop-Enap había tejido una espectacular orbe circular con telaraña en el centro de la celda subterránea. Las hebras eran del mismo grosor que el dedo meñique de la Hechicera y, bajo la luz que se balanceaba sobre su cabeza, resplandecían de color plateado. Justo en el centro de la red de telaraña, con los brazos abiertos y con la capa de plumas negras extendida a su alrededor, yacía la Diosa Cuerva. Parecía como si, sencillamente, la criatura estuviera pendida en el aire y daba la sensación de que, en cualquier momento, caería en picado.
—No tienes buen aspecto —dijo Perenelle.
En aquella luz tenue, Perenelle pudo ver que la piel de alabastro de la criatura había tomado una tonalidad verdosa. Su vestido de cuero negro se había secado hasta agrietarse, dejando así al descubierto la tez pálida de la diosa. Las tachuelas de plata que tenía insertadas en el chaleco estaban teñidas y ennegrecidas y el pesado cinturón de cuero que rodeaba su cadera goteaba de la humedad. Además, las hebillas redondas estaban deslustradas y lucían el mismo color verdoso que su rostro.
Morrigan sonrió y se humedeció los labios oscuros con la punta de la lengua.
—Desde la última vez que hablamos has envejecido. Moriremos juntas, tú y yo.
Perenelle movió la mano y la luz flotó hacia Morrigan. La Diosa Cuervo intentó girar la cabeza hacia un lado, pero estaba tan amarrada por la pegajosa telaraña que apenas pudo. Unos reflejos aparecieron en su mirada azabache, dándoles así el aspecto de tener pupilas. Bajo la piel de su rostro se podían apreciar los huesos de la diosa.
—Pareces enferma —dijo Perenelle—. Quizá fallezcas antes que yo.
—Los símbolos me están envenenando —explicó Morrigan—, pero estoy segura de que lo sabías.
Perenelle se giró para observar el jeroglífico cuadrado que había dibujado en la punta de la lanza más cercana.
—No lo sabía. Sé que mantuvieron a Areop-Enap atrapada aquí, pero ella parecía estar sana y salva.
—Areop-Enap es una Inmemorial. Yo pertenezco a la Última Generación. ¿Cómo descubriste los símbolos? —preguntó Morrigan. Tosió y añadió—: Muchos de los Inmemoriales y la mayoría de los de la Última Generación creen que estos símbolos junto con las Palabras de Poder son tan sólo una leyenda.
—Yo no los descubrí. Fue tu amiguito Dee quien los utilizó para atrapar a Areop-Enap en esta misma celda —confesó la Hechicera.
Morrigan retorció los labios en señal de desagrado.
—¿Dee? ¿Dee conocía esas Palabras ancestrales?
La diosa se quedó en silencio y, luego, muy despacio empezó a negar con la cabeza.
—¿No me crees? —preguntó Perenelle.
—Oh no, todo lo contrario. Te creo. Y también creo que conozco mejor al Mago inglés que cualquier otro que siga vivo. Sin embargo, cuanto más descubro sobre él, más me doy cuenta de lo poco que sé. Él jamás me dio una pista que me indicara que poseía ésta sabiduría ancestral.
—Y ahora te estás preguntando quién se la enseñó —adivinó Perenelle sagazmente—. Areop-Enap dijo que había alguien con Dee, un Inmemorial creyó ver, pero tan poderoso que ni siquiera la Vieja Araña pudo distinguirle. Debían de estar protegidos por un encantamiento muy complejo de ocultación. Sin duda era el maestro de Dee.
—Nadie conoce al maestro del Mago.
Perenelle pestañeó mostrando su sorpresa.
—¿Ni siquiera tú?
La perfecta y blanca dentadura de Morrigan se distinguió entre los labios negros.
—Ni siquiera yo. Nadie lo sabe y aquéllos que sienten curiosidad, ya sean Inmemoriales, de la Última Generación o humanos, desaparecen. Es uno de los grandes secretos… aunque el mayor de todos es por qué su maestro continúa protegiéndole y manteniéndole con vida a pesar de todos los desastres que ha cometido. Durante siglos ha fracasado en su intento de capturaros a ti y a tu marido —dijo mientras tosía una carcajada balbuceante—. Los Inmemoriales no se caracterizan por su amabilidad ni por su generosidad, y menos aún por su comprensión. He visto cómo algunos humanos eran reducidos a polvo sólo por equivocarse en el modo de ejecutar una reverencia. ¿Sabes qué piensa hacer Dee con todas las criaturas que habitan en esta isla?
Morrigan observó a la Hechicera en absoluto silencio. Perenelle sonrió.
—Qué importa si lo sé… sobre todo si ambas vamos a morir juntas.
La Diosa Cuervo intentó asentir, pero tenía la cabeza completamente inmovilizada por la telaraña.
—A Dee le ordenaron que coleccionara estas criaturas, pero estoy segura de que él no sabe cuáles son las intenciones de los Inmemoriales.
—Pero tú sí —adivinó Perenelle.
—En otra ocasión vi cómo algo parecido a esto sucedía. Ocurrió hace mucho tiempo, mientras vosotros, los humanos, os dedicabais a medir el tiempo. Es un ejército, para llamarlo de algún modo —explicó la Diosa Cuervo con tono cansado—. Cuando llegue el momento apropiado lo liberarán sobre la ciudad.
Perenelle se quedó sin aliento. De repente se le apareció la imagen de vampiros hambrientos sobrevolando el cielo de San Francisco, de troles arrastrándose por las alcantarillas, de peists en la bahía, de wendigos y cluricauns campando a sus anchas por las calles.
—Será una carnicería.
—Ésa es la idea —susurró Morrigan—. ¿Cómo crees que reaccionaría la raza humana si viera monstruos de los mitos y leyendas en las calles y en el cielo?
—Con terror, con incredulidad —respondió Perenelle mientras tomaba aire—. La civilización se derrumbaría.
—Ya se ha derrumbado antes —reconoció Morrigan con tono desdeñoso.
—Y se ha levantado —añadió rápidamente Perenelle.
—No volverá a levantarse. Me han llegado rumores de que hay colecciones similares, ejércitos, zoológicos, reservas de animales salvajes, llámalo como quieras, en cada uno de los continentes. Supongo que los liberarán al mundo el mismo día. Los ejércitos humanos se desgastarán y desperdiciarán sus armas contra las criaturas… y entonces, cuando estén débiles y exhaustos, aquéllos a los que tú denominas Oscuros Inmemoriales regresarán a la Tierra —finalizó la Diosa Cuervo. Soltó una carcajada que enseguida se convirtió en un ataque de tos—. Bueno, ése es el plan. Por supuesto, eso no puede ocurrir si Dee no recupera las dos últimas páginas del Códex. Sin la Invocación Final, los Mundos de Sombras no pueden alinearse —tosió una vez más—. Me pregunto qué le habrá preparado el maestro de Dee a su aprendiz si fracasa esta vez.
—Pero pensaba que Dee era tu amigo —dijo Perenelle un tanto perpleja—. Habéis trabajado codo con codo a lo largo de los siglos.
—Jamás por elección propia —dijo bruscamente Morrigan—. Estoy bajo las órdenes de los Inmemoriales a los que Dee debe su lealtad.
La Diosa intentó darse media vuelta en la pegajosa telaraña, pero las hebras se tensaron, sujetándola aún con más fuerza.
—Y mira dónde he llegado.
Una lágrima negra se formó en el rabillo del ojo y, un instante más tarde, le recorrió la mejilla.
—Moriré aquí, hoy, envenenada por estos símbolos, y jamás volveré a ver el cielo.
Perenelle observó cuidadosamente cómo la lágrima descendía por el mentón de Morrigan. En el momento en que se desprendió de su piel, la lágrima se transformó en una pluma blanca que flotó ligeramente por la atmósfera hasta aterrizar en el suelo.
—Quizá Dee envíe a alguien para rescatarte.
—Lo dudo —tosió la Diosa Cuervo—. Si fallezco, mi muerte no será más que un inconveniente. Dee conseguirá a otro sirviente que le proporcionará su maestro Inmemorial y yo seré olvidada para siempre.
—Al parecer el Mago nos ha traicionado a las dos —susurró la Hechicera.
Perenelle vio cómo otra lágrima negra se deslizaba por el rostro de Morrigan y se convertía en una pluma al despegarse de su piel.
—Morrigan, ojalá… ojalá pudiera ayudarte —admitió Perenelle—, pero no estoy segura de poder confiar en ti.
—Por supuesto que no puedes confiar en mí —recriminó Morrigan—. Si me liberas ahora, te destruiré. Ésa es mi naturaleza.
Su tez pálida se había oscurecido hasta cobrar un tono azul oscuro y la frente y las mejillas estaban repletas de diminutos puntos. Empezó a deshacerse de la telaraña mientras las plumas negras de su capa se desplomaban sobre la pila de plumas blancas que se alzaba bajo sus pies.
—Ha llegado el momento de morir…
La criatura abrió los ojos de par en par, negros y vacíos, y entonces, lentamente, muy lentamente, unos bucles de color rojo y amarillo empezaron a iluminar la oscuridad tiñéndola de una luz naranja pálido. Tomó aire, cerró los ojos y se quedó inmóvil.
—¿Morrigan? —susurró Perenelle.
La criatura no se movió.
—¿Morrigan? —preguntó otra vez Perenelle. Aunque aquella criatura había sido su enemiga durante generaciones, la Hechicera empezó a sentir remordimientos; le consternaba la idea de haberse quedado ahí viendo cómo una leyenda moría ante ella.
De repente, Morrigan abrió los ojos. Ya no eran negros, sino de un carmesí brillante, el mismo color que la sangre fresca.
—¿Morrigan…?
Perenelle retrocedió un paso.
La voz que salió de los labios de la Diosa Cuervo era sutilmente diferente a la suya habitual. Se podía diferenciar claramente un rastro de acento irlandés o escocés en su voz.
—Morrigan está durmiendo ahora… Soy Badb.
Lentamente, la criatura cerró los ojos y, un segundo más tarde, los volvió a abrir: eran de un color amarillo muy brillante.
—Yo soy Macha —el acento celta se diferenciaba perfectamente y el tono de voz era más profundo, más áspero.
La bestia volvió a cerrar los ojos y, cuando los volvió a abrir, uno se había teñido de un rojo brillante mientras que el otro lucía un amarillo reluciente. Las voces emergían de la misma boca, aunque no estaban en sincronía.
—Somos las hermanas de Morrigan —anunció la criatura mientras la mirada roja y amarilla se clavaba en la Hechicera—. Hablemos.