Josh salió disparado para tomar una posición desde donde pudiera vigilar la puerta de la entrada. Fue testigo de cómo un bulto metálico y grueso se introducía en la puerta, creando una apertura gigantesca. En ese instante vislumbró fugazmente una monstruosa criatura astada que había derruido todas las defensas únicamente con las manos. Y entonces apareció la Caza Salvaje. Los componentes del ejército salvaje eran más pequeños de lo que Josh había imaginado, pero igualmente eran más voluminosos que cualquier lobo que había visto antes. Tras el pelaje y la mugre sus rostros eran, sin duda alguna, humanos. Las criaturas salvajes entraron como si de una avalancha se tratara a través de la apertura, desbordándose las unas sobre las otras, rasgándose con los colmillos y las pezuñas entre sí mientras se apresuraban a cruzar la apertura. Pero las estrechas murallas metálicas las mantenían agrupadas. No se percibía un solo ladrido o gruñido; los únicos sonidos existentes eran el chasqueo de las garras y el castañeteo de los dientes.
—Flechas —suspiró Josh.
—¡Tiro al aire! —ordenó Palamedes desde el parapeto de la izquierda, como si hubiera escuchado las palabras del joven.
Una segunda oleada de flechas llovió sobre la Caza Salvaje. Durante un instante, las criaturas se transformaron y adoptaron el aspecto que habían tenido cuando habían sido humanas: guerreros espartanos, celtas con el rostro pintado de azul, gigantescos vikingos y esbeltos cazadores masáis. Entonces, el pelaje, la carne y los huesos se desmenuzaron hasta convertirse en polvo antiguo. Aquéllos que seguían detrás parpadeaban sus ojos amarillos y estornudaban cuando el polvo les rociaba el hocico.
—¡Fuego! —gritó Shakespeare desde el parapeto de la derecha.
Una tercera lluvia de flechas arrasó otra línea de criaturas. Samuráis con armadura completa, gurkas feroces con camuflaje selvático y homínidos primitivos se deshicieron en polvo en cuestión de una décima de segundo. Caballeros de las cruzadas con armadura metálica y oficiales alemanes de la Segunda Guerra Mundial con uniformes grises, legionarios franceses con trajes azules y vándalos recubiertos de pieles asumieron sus formas humanas antes de desaparecer. Josh se fijó en la sonrisa que todos ellos dibujaban en sus rostros, como si se sintieran aliviados por ser finalmente libres.
—Tres descargas: los sabuesos de Gabriel se han quedado sin flechas —musitó Josh.
—Tenemos que irnos ya —dijo tajantemente Flamel mientras se aproximaba al joven para colocarse justo delante de él.
—No —respondió tranquilamente Josh—. No nos iremos.
—Tú estabas de acuerdo en que lo mejor era irnos —empezó Flamel—. Nos enfrentaremos a ellos, pero no hoy.
—He cambiado de opinión —respondió brevemente Josh.
Por una parte, si razonaba de una forma fría, práctica y lógica, Josh reconocía que tenía sentido huir, esconderse y reagruparse. Buscó a Shakespeare y lo encontró sobre un parapeto, rodeado de los Sabuesos de Gabriel. El Bardo se había comprometido a sacrificarse él mismo para que los demás tuvieran tiempo suficiente de escapar. Y eso no guardaba relación alguna con la lógica; se trataba de una decisión emocional. Y, en algunas ocasiones, la emoción había ganado más batallas que la lógica. Clarent temblaba entre sus manos y, por primera vez, Josh observó momentáneamente el linaje de guerreros que habían empuñado la ancestral espada, que se habían enfrentado a adversidades terribles, que habían luchado con monstruos y demonios y combatido contra ejércitos enteros. Algunos, de hecho muchos, habían perecido, pero ninguno había huido. La espada de piedra susurró mostrando su acuerdo en la mente de Josh. Un guerrero no huía.
—Josh… —nombró el Alquimista con voz de enfado.
—¡Nos quedamos! —espetó Josh. Se giró para mirar a Flamel y hubo algo en la mirada del joven que hizo que el Alquimista se alejara de él.
—Entonces estarás poniéndote a ti, y a tu hermana, en un peligro terrible —dijo Flamel con voz glacial.
—Creo que hemos estado en un peligro terrible desde el momento en que te conocimos —respondió Josh. De forma inconsciente alzó la espada, de la que brotaba un humo grisáceo, y la movió en el espacio que les separaba, dibujando así dos líneas en el aire. Después agregó—: Hemos pasado los dos últimos días huyendo de un peligro y de otro contigo —amenazó mientras sus labios se retorcían formando una sonrisa aterradora—. Creo que deberíamos haber huido de ti.
El Alquimista se cruzó de brazos en el mismo instante en que Josh notó la amarga esencia de la menta en la atmósfera.
—Haré ver que no he oído nada.
—Pero lo has oído. Y lo he dicho en serio.
—Estás agotado —dijo Nicolas en tono relajado—. Tus poderes acaban de ser Despertados hace poco y no has tenido ni siquiera la oportunidad de aprender a manejarlos. Quizá Marte te transmitió parte de su conocimiento, lo cual te ha confundido; además —añadió mientras señalaba la espada con un gesto—, estás empuñando la Espada del Cobarde. Sé perfectamente lo que puede hacer, los sueños que crea, las promesas que hace. Incluso puede hacer que un niño se crea un adulto —se detuvo, tomó aire y cambió completamente el tono de voz, haciéndolo más serio y amargo—. Josh, no estás pensando con claridad.
—Discrepo contigo, Flamel —comentó el joven—. Por primera vez estoy pensando con mucha claridad. Esto, todo esto, es por nosotros —dijo mientras miraba más allá del hombro del Alquimista, dirigiéndose hacia la Caza Salvaje.
Flamel siguió la mirada de Josh y observó tras él.
—Sí —aceptó—. Pero no por vosotros, no por Sophie y Josh Newman. Todo esto se debe a aquello que sois, y a aquello en lo que os podéis convertir. Es tan sólo otra batalla en una guerra que se libra desde hace milenios.
—Ganar batallas ayuda a vencer guerras —dijo Josh—. Una vez, mi padre me dijo que siempre es mejor luchar sólo en una batalla a la vez. Nosotros combatiremos en ésta.
—Quizá deberías consultarle a tu hermana —matizó Flamel.
—No tiene por qué —respondió Sophie en voz baja. La joven, que no pudo evitar escuchar la conversación entre su hermano y el Alquimista, se posicionó detrás de su mellizo.
—Así pues, ¿estáis de acuerdo en esto? —preguntó Flamel.
—Los dos que son uno —empezó Sophie mientras observaba el rostro del Alquimista—, ¿no es lo que somos?
Josh se giró para centrar su atención en el ataque. Los sabuesos de Gabriel habían arrojado sus lanzas y disparado sus últimas ballestas. En ese instante, el pasillo metálico estaba cubierto de un remolino de polvo empalagoso. Unas figuras apenas perceptibles se movían entre aquella nube de humo, pero ningún enemigo se había abierto paso todavía. Palamedes y Shakespeare habían descendido de las murallas y estaban reuniendo a los sabuesos alrededor de la entrada del callejón. De repente, Josh alzó la mirada y, como si fuera un acto reflejo, se percató de que las murallas estaban indefensas. Por esta razón no se sorprendió al ver las primeras cabezas de lobo asomándose por los parapetos.
—Si os ocurre algo a alguno de los dos ahora —dijo Flamel desesperadamente mientras apartaba la mirada de Josh y se concentraba en Sophie—, todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos conseguido, no habrá servido para nada. Sophie, tú posees los recuerdos de la Bruja. Tú, más que nadie, sabes perfectamente aquello que los Oscuros Inmemoriales hicieron a la humanidad en tiempos pasados. Si os capturan a ti y a tu hermano y recuperan las dos últimas páginas del Códex volverán a hacer lo mismo, o incluso cosas más horribles, a este mundo.
Las palabras del inmortal agitaron horripilantes recuerdos en el interior de Sophie, así que la joven pestañeó en un intento de deshacerse de las pesadillas de una inundación que devastaba el planeta. Respiró hondamente y asintió.
—Pero antes de que puedan hacer algo, los Oscuros Inmemoriales tienen que capturarnos —avisó mientras alzaba su mano izquierda y la convertía en un guante sólido y plateado—. A estas alturas, Josh y yo no somos normales y corrientes, ya no somos, ni siquiera, humanos del todo —añadió con tono amargo.
—¡Retirada! —gritó Josh.
Cuando el joven se giró para mirar a su hermana, Sophie se quedó atónita al comprobar que las pupilas de Josh se habían tornado doradas y contenían pequeñas motas negras y rojas que coincidían perfectamente con los tonos que lucía la espada de piedra que empuñaba. En ese preciso momento, Sophie se acordó de que los ojos de Marte eran de color carmesí. Josh alargó el brazo y, antes de que ella pudiera articular palabra, la agarró con fuerza.
—Les empujaremos tras el foso —anunció—. Y entonces le prenderemos fuego.
Sophie pestañeó. Contempló a Josh, que se mantenía recto y erguido, mientras sujetaba firmemente a Clarent. De repente, los ojos de la joven se cubrieron del color de la plata al mismo tiempo que los recuerdos de la Bruja se inundaban su consciencia. Vislumbró la fantasmagórica imagen de Marte, ataviado con una armadura roja y dorada, sobrepuesta sobre la silueta de su hermano. Marte también había empuñado la famosa espada en su mano izquierda.
Josh avistó al Bardo e inspiró profundamente.
—¡Shakespeare!
Su voz, potente y mandataria, retumbó en el absoluto silencio que reinaba y tanto el Bardo como Palamedes se giraron. Josh señaló con su espada hacia las murallas, que en ese instante estaban cubiertas del pelaje gris de los lobos que trepaban por las almenas.
—¡Retirada! ¡Volved al foso!
El Bardo empezó a sacudir la cabeza, mostrando así su desacuerdo, pero el gran caballero sencillamente agarró al hombrecillo por la cintura y lo colocó sobre sus hombros. Ignorando por completo las patadas y las protestas de Shakespeare, el Caballero Sarraceno se dio media vuelta y salió disparado hacia donde se encontraban Flamel y los mellizos, junto con los Sabuesos de Gabriel que, en ese instante, mostraban tanto su forma perruna como humana.
—Bien hecho —dijo Palamedes cuando alcanzó a Josh—. Estaban a punto de invadirnos. Nos has salvado.
El Caballero Sarraceno descargó a Shakespeare de sus hombros y lo posó sobre el suelo. Se quitó el casco y dedicó una sonrisa a su amigo inmortal.
—Oh, si aún escribieras, Will, creo que ésta sería una historia fantástica —comentó. Después se giró hacia Josh—. Ya está. Los últimos Sabuesos de Gabriel están con nosotros. Abramos fuego al foso.
—Todavía no. Dejemos que se acerquen aún más antes de abrir fuego —dijo Josh confiando en sí mismo—. Eso les mantendrá entretenidos durante un rato.
Entonces se detuvo repentinamente; a medida que ciertas dudas emergían a la superficie de su consciencia se giró hacia Palamedes y, un tanto inquieto, añadió seguro de lo que decía:
—¿No crees…? ¿Alguna vez te has enfrentado a la Caza Salvaje?
El gigantesco caballero asintió con la cabeza.
—Así es. Jamás he visto una criatura viva que, por voluntad propia, cruce el fuego. A pesar de su apariencia, Cernunnos es mitad bestia.
—No lo cruzarán —confirmó Shakespeare, cuyo rostro estaba completamente rojo y tenía las gafas dobladas—. Agregué una o dos tinturas al aceite. Algunos minerales, hierbas y especias exóticas que, por alguna misteriosa razón, tanto los Inmemoriales como los de la Última Generación consideran repulsivas. El foso está bordeado con mercurio, y también he mezclado mineral de hierro y varios óxidos y los he vertido sobre el líquido. Ni siquiera Cernunnos será capaz de cruzar las llamas.
—El Arconte se aproxima —murmuró Sophie, pero nadie de los presentes la escuchó. Se rodeó el cuerpo con los brazos en un intento de frenar el temblor que le sacudía el cuerpo. La Bruja de Endor había conocido a Cernunnos; conocido, temido y odiado. La Bruja se había pasado siglos buscando reliquias de tecnología arconte y, de forma sistemática, había destrozado cada vestigio que había encontrado: quemó libros metálicos, fundió los artefactos y asesinó a todos los narradores que repetían sus hazañas. Sophie intentó una y otra vez borrar todos aquellos recuerdos de las criaturas que habían gobernado este planeta antes de los Inmemoriales. Ahora, precisamente esos recuerdos amenazaban con abrumarla.
Una silueta monstruosa se deslizó por las ruinas polvorientas de la Caza Salvaje. En ese instante, Cernunnos se adentró en el pasillo metálico. La criatura se movía lentamente, sin prisa pero sin pausa, con el enorme garrote apoyado sobre su hombro izquierdo. Unos zarcillos de humo blanco se enroscaban por sus astas y, cada vez que se rozaban, saltaban unas chispas que alumbraban su rostro escultural con una luz tenue. Ladeó ligeramente la cabeza, esbozó una sonrisa y abrió los brazos de par en par. Movía la boca, pero las palabras que se formaban en las cabezas de los allí presentes no estaban en sincronía con sus labios; el sonido se asemejaba al de una docena de voces hablando a la vez. Los mellizos le escucharon hablar en inglés, concretamente con acento de Boston; en el caso de Flamel, se trataba del francés de su juventud; Palamedes, en cambio, percibió una lengua musical del desierto de Babilonia; los oídos de Shakespeare, a su vez, le oyeron hablar en un inglés isabelino.
—Vengo a darme un banquete, y a por los mellizos. Bueno, y también para pasar un rato divertido. Jamás creí que también recogería a una vieja amiga.
Cernunnos alargó la mano derecha y la espada de piedra, que seguía en el puño de Josh, empezó a desprender un fuego rojo y negro mientras unos rescoldos oscuros emergían formando espirales en el aire.
—Tienes algo que me pertenece, jovencito. Devuélveme mi espada.
Josh empuñó el arma con más fuerza.
—Ahora me pertenece a mí.
La carcajada del Dios Astado fue ligera, casi como una risita tonta.
—¡Tuya! No tienes la menor idea de lo que estás empuñando —dijo Cernunnos mientras avanzaba a zancadas. Sus pezuñas, idénticas a las de una cabra, sellaban el fango a cada paso. Se detuvo en la orilla del foso y arrugó la nariz, la primera expresión que dibujaba en su rostro perfecto.
—Sé qué es —respondió Josh.
Dio un paso hacia delante, aproximándose así al Dios Astado. Ahora, tan sólo un foso de dos metros de ancho cubierto de un líquido espeso y oscuro les separaba. Josh mantenía la espada sujeta por ambas manos, intentando así mantenerla firme y estable. El arma temblaba, se estremecía entre su empuñadura. Entonces, el joven se percató de que la vibración que le recorría los brazos y los hombros era un pulso regular… como el latido de un corazón. Mientras un agradable calor fluía por su cuerpo, intensificándose, sobre todo, en el pecho y en el estómago, Josh se sintió fuerte, seguro de sí mismo, sin miedo a nada ni a nadie. Si Cernunnos atacaba, Josh sabía que sería capaz de vencerle.
—Ésta es Clarent, la Espada de Fuego —anunció mientras su voz retumbaba—. Vi con mis propios ojos lo que le hizo a Nidhogg. Sé lo que puede hacerte a ti.
—Amenazado por un joven humano —dijo el Dios Astado perplejo.
Josh se aproximó a la orilla del foso mientras observaba fijamente a la criatura que se alzaba al otro lado del líquido. Fragmentos de pensamientos danzaban en su consciencia, imágenes de la época en que Cernunnos había poseído la espada.
—Se acerca una batalla —informó Josh en voz alta—. Y creo que voy a necesitar esta espada.
Cernunnos sonrió.
—Recuerda que también se la conoce bajo el nombre de la Espada del Cobarde —prosiguió la criatura mientras desplomaba el gigantesco garrote sobre el suelo.
Entonces, apoyándose en el garrote, bajó su cabeza astada y clavó su mirada ámbar en el joven.
—Es un arma maldita. Todos los que la empuñan están malditos.
—Tú la empuñaste.
—Exactamente —convino Cernunnos—, y mírame. Antaño, el mundo estaba bajo mis órdenes; ahora, en cambio, debo mi lealtad a otro. La espada te envenenará y, a la larga, te destruirá.
—Podrías estar mintiéndome —replicó Josh. Sin embargo, en algún rinconcito de su mente sabía que el Arconte no le estaba engañando.
—¿Por qué iba a mentirte? —preguntó Cernunnos algo confuso—. No soy ningún Inmemorial, ni tampoco una criatura de la Última Generación. No tengo necesidad alguna de mentir a un humano.
Sophie dio un paso hacia delante para colocarse junto a su mellizo. Permaneció tras él y posó el pulgar cuidadosamente en el tatuaje que lucía su muñeca. Todo lo que tenía que hacer para activar su magia del Fuego era rozar el punto rojo del interior del círculo dorado. El Dios Astado observó a Sophie mientras sus pupilas se contraían formando dos líneas horizontales negras.
—Nos hemos conocido antes —anunció. En su voz se percibía una nota de perplejidad.
Atónitos, los mellizos negaron con la cabeza, indicándole así que estaba equivocado.
—Sí, nos hemos conocido antes —insistió el Dios Astado.
—Creo que nos acordaríamos —dijo Sophie.
—Digamos que sería difícil olvidarse de ti —agregó Josh.
—Os conozco —finalizó Cernunnos con firmeza—. Pero es un misterio que resolveremos más tarde.
En ese instante Nicolas, seguido de Palamedes y Shakespeare, se apresuró a reunirse con los mellizos. El Dios Astado miró a cada uno de ellos, empezando y acabando por el Alquimista. Se enderezó y desterró su garrote de dinosaurio para apuntar, con él, hacia Flamel.
—Cena —anunció. Entonces desvió el garrote hacia Palamedes—. Almuerzo —el garrote se movió hasta apuntar a Shakespeare—. Un tentempié.
—Creo que debería tomármelo como una ofensa —murmuró el Bardo.
El Dios Astado clavó su mirada en el inmortal.
—Y tus Sabuesos de Gabriel se reunirán con la Caza Salvaje; dos clanes ancestrales reencontrados.
Alzó el garrote. Se produjo un movimiento entre las sombras tras el Arconte y, de forma inesperada, la masa de lobos avanzó en tropel con los hocicos abiertos.
Sophie cerró los ojos, se concentró y apretó el tatuaje circular con su dedo pulgar. Acto seguido se creó una diminuta bola de fuego en la palma de su mano. Clavando los dedos en los hombros de Josh, apartó a su hermano de la orilla del foso y lanzó el globo dorado en el líquido espeso.
El círculo se deslizó por la superficie del aceite y, durante un segundo, se mantuvo flotando sobre él. Después, desapareció dejando un rastro de humo blanco.
—Oh —suspiró.
Sentía como si se hubiera quedado sin aire en los pulmones, dejándola así sin aliento y jadeando. Aunque había aprendido la Magia del Aire tan sólo el día anterior, esta magia elemental ya formaba parte de ella. Había vencido a las Dísir y las gárgolas gracias a ella, pero sabía perfectamente que apenas conocía sus propiedades. Había mucha información que necesitaba aprender.
La silenciosa Caza Salvaje se abalanzó sobre el foso. De repente, Josh se arrodilló y sumergió a Clarent en el líquido espeso. De inmediato, la espada explotó y ardió en llamas con una explosión sorda que roció de llamaradas pegajosas y negras toda la atmósfera. La fuerza de la explosión hizo que Sophie y Josh salieran disparados hacia el barro. En la otra orilla del foso, la Caza Salvaje se desmoronó mientras los perros caían unos sobre otros en un intento de alejarse de las llamas. Algunos seguían resbalando por el lodo húmedo mientras otros eran empujados hacia el fuego por la presión de los cuerpos que había detrás. En un abrir y cerrar de ojos, desaparecieron dejando tras de sí una estela de cenizas oscuras.
—¡Pagarás por eso! —exclamó Cernunnos apuntando a Josh con el garrote—. ¡Jovencito… devuélveme mi espada!
—Déjame intentarlo otra vez.
Sophie chasqueó los dedos y lanzó una gigantesca llamarada amarilla hacia el gigantesco garrote del Dios Astado, que empezó a arder desprendiendo el nauseabundo hedor a hueso quemado.
—¿Tu mamá nunca te dijo que era de mala educación señalar?