Un golpe más —murmuró Dee. Dee y Bastet habían permanecido en silencio mientras observaban cómo la Caza Salvaje se lanzaba hacia las murallas metálicas. A diferencia de lobos normales, estas criaturas se movían sin ladrar, ni tan siquiera gruñir; el único sonido perceptible era el chasqueo de sus pezuñas sobre el pavimento. La mayoría avanzaba apoyada sobre sus cuatro patas, agachada, aunque algunos de ellos corrían utilizando tan sólo las traseras. Dee se preguntó si aquí se hallaba el origen de la leyenda de los hombres lobo. Los perros, los Sabuesos de Gabriel, siempre habían ofrecido su protección a los humanos; los lobos de la Caza Salvaje, en cambio, siempre los habían cazado.
Un centenar de los lobos más ágiles habían logrado clavar las zarpas sobre la verja y habían empezado a escalar por los coches apilados. Y entonces aparecieron los defensores sobre los parapetos. Las flechas silbaban hasta derrumbar la primera línea de combate de la Caza Salvaje y en el momento en que rozaban los rostros humanos de los lobos, las criaturas cambiaban. Dee vislumbró simios, centuriones romanos, guerreros mongoles, hombres de las cavernas neandertales, oficiales de Prusia y parlamentarios ingleses… y de repente, todos se desmenuzaron convirtiéndose en polvo.
—Cernunnos está malgastando sus tropas —comentó Bastet.
Había dado un paso atrás, colocándose así entre las sombras. Cubierta por su largo abrigo de cuero negro, Bastet apenas se podía distinguir en la oscuridad.
—Es una tremenda distracción —dijo el Mago sin tan siquiera mirar a la Inmemorial. Era la primera vez que Bastet hablaba desde que el Arconte la había humillado. Incluso Dee podía sentir las oleadas de rabia que emergían de la Inmemorial. El Mago dudaba de que alguien, o algo, se hubiera dirigido de tal modo a Bastet y hubiera sobrevivido. También era consciente de que él había sido testigo de tal humillación; Bastet jamás lo olvidaría. Desde el rabillo del ojo, Dee pudo ver cómo la gigantesca cabeza gatuna de Bastet se giraba para observarle.
—Los que están atacando las murallas son sólo una distracción —añadió rápidamente en un intento de justificar su comentario anterior—. El asalto principal se desarrollará en la entrada principal —entonces hizo una pausa y prosiguió—: Supongo que no hay nada que pueda hacerle daño al Arconte, ¿verdad?
Los ojos de Bastet se estrecharon hasta convertirse en dos rendijas.
—Vive —siseó—, así que también puede morir.
—Pensé que los Arcontes eran meras historias —dijo rápidamente. Dee se preguntó qué sabía exactamente Bastet sobre aquella criatura.
La Inmemorial se mantuvo en silencio durante unos instantes antes de contestar.
—En mi juventud me enseñaron que en el corazón de cada historia se esconde una semilla de realidad.
Al Mago le costaba imaginarse a la diosa con cabeza de felino como una jovenzuela; de repente se le apareció la absurda imagen de una gatita blanca, suave y afelpada. ¿Alguna vez Bastet había sido joven? ¿O había nacido ya adulta? Había muchas cosas que deseaba saber. Entornó los ojos para mirar hacia la calle donde se alzaba Cernunnos. «He aquí un nuevo misterio: el Arconte», pensó. Dee se había pasado vidas enteras investigando las leyendas de los Inmemoriales. De vez en cuando se había encontrado con fragmentos de cuentos y relatos sobre la raza misteriosa que había gobernado la tierra en el pasado más remoto, antes de que los Grandes Inmemoriales levantaran Danu Talis del lecho marino. Se decía que los Inmemoriales habían construido sus imperios encima de la tecnología de los Arcontes e incluso habían tomado posesión de ciudades abandonadas por esta raza antigua, donde posteriormente se establecieron. Entonces, ¿cómo podía estar Cernunnos en deuda con un Inmemorial? ¿Acaso los Arcontes no eran más poderosos que aquéllos que llegaron después de ellos? Los Inmemoriales, incluso las criaturas de la Última Generación, eran infinitamente más poderosos que los humanos, que habían aparecido en este mundo después que ellos.
El Mago observó cómo el Arconte alzaba su gigantesco garrote y lo desplomaba sobre una puerta metálica que, aparentemente, era muy sólida. El sonido estalló en la oscuridad nocturna y unas chispas blancas salieron escopeteadas hacia el aire. La puerta tembló y crujió. Cuando Cernunnos volvió a asir el garrote, arrancó decenas de tiras metálicas que habían quedado colgando en la puerta.
La gigantesca criatura astada tiró el garrote, agarró la puerta hecha trizas y la arrancó de un tirón mientras sacaba el metal como si se tratara de papel de pergamino.
Cernunnos se apartó y permitió que la Caza Salvaje manara por la apertura. La criatura se giró hacia Dee y Bastet. Su hermoso rostro estaba iluminado por una sonrisa radiante.
—Hora de cenar —anunció.