De repente, Josh cayó en la cuenta de que estaba sujetando a Clarent entre las manos, aunque no lograba recordar el momento en que la había sacado del tubo de cartón. La empuñadura de cuero estaba seca y cálida entre las palmas húmedas y sudadas de Josh y éste sintió un hormigueo, como si un insecto le recorriera la piel.
La ancestral espada crepitó y unos zarcillos de humo grisáceo y blanco empezaron a emerger de ella al mismo tiempo que cristales diminutos se establecían en la piedra y destellaban reflejos rojos y negros.
Una avalancha de sensaciones e ideas le abrumaron. No eran pensamientos suyos y, como ya había empuñado la espada antes y había experimentado sus emociones, Josh no pensaba que pertenecieran a la espada. Estas sensaciones eran nuevas y extrañas. Se sentía… diferente: seguro de sí mismo, fuerte, poderoso. Y enfadado. Sobre todo, sentía una ira terrible. Sintió un escozor en el estómago y no pudo evitar doblegarse de dolor. De hecho, podía realmente notar cómo el calor ascendía desde su estómago hasta el pecho al mismo tiempo que le recorría los brazos. Las manos le ardían incómodamente y entonces, de forma inesperada, el humo que emergía de Clarent cambió de color y se tiñó de un rojo negruzco bastante desagradable. La espada se retorció entre sus manos.
El dolor desapareció y mientras recuperaba la postura, Josh se dio cuenta de que no estaba asustado. Todos los miedos de los últimos cinco días se habían desvanecido.
Miró a su alrededor e intentó asimilar el número de defensores con que contaban. No tenía la menor idea de la escala del ejército al que se iban a enfrentar y, aunque la fortaleza metálica estaba bien construida, sabía, de forma instintiva, que no vería otro amanecer: estaba diseñada para esquivar los ataques de seres humanos. Automáticamente, Josh alzó la mirada en un intento de averiguar la hora mediante la ubicación de las estrellas, pero el cielo estaba cubierto por una capa de nubes color ámbar… En ese instante se acordó de que llevaba un reloj: las 20.25. Quedaban nueve horas hasta el amanecer, momento en que la Caza Salvaje se retiraría a su Mundo de Sombras crepuscular.
Golpeando suavemente la espada de piedra contra la palma de su mano izquierda, Josh miró a su alrededor entornando los ojos. ¿Cómo atacaría él un lugar de estas características? Scathach lo sabría; la Guerrera sería capaz de decirle dónde debían colocarse y dónde ocurriría el primer ataque. Suponía que los atacantes no habían traído catapultas, porque derrumbar los muros hubiera consumido mucho tiempo además de resultar extreMadamente costoso. El Dios Astado necesitaría realizar una apertura…
Y entonces Josh se dio cuenta de que no necesitaba la ayuda de la Guerrera. Él ya lo sabía. Sophie tenía razón: cuando Marte le había Despertado, le había transmitido toda su sabiduría marcial.
Josh se giró para observar a Palamedes y Shakespeare. Los sabuesos de Gabriel habían trepado los muros metálicos y se habían unido a aquéllos que ya se habían desplazado hasta los parapetos de hierro. En total debía de haber unos cien guerreros, pero Josh sabía perfectamente que no eran suficientes. Todos estaban armados con arcos y flechas, ballestas y lanzas. «¿Por qué no utilizan armas modernas?», se preguntó el joven. Los arqueros tenían un puñado de flechas en sus aljabas y los lanceros tan sólo podían llevar dos o tres lanzas. Cuando hubieran atacado con sus lanzas y flechas, aquellos guerreros no servirían para nada; sencillamente se dedicarían a esperar a sus atacantes.
Josh se dirigió hacia la puerta principal de la fortaleza y, sin darse casi cuenta, alzó la mano y señaló con la punta de la espada la entrada. Sabía que la parte más débil e indefensa de un castillo era la puerta. Josh retorció los labios formando una extraña sonrisa.
—Concentrará su ataque aquí —dijo a nadie en particular y sin apartar la mirada de la puerta. Al mismo tiempo, un hilo de humo grisáceo emergió de la espada, como si indicara que Josh tenía razón. Aquí era donde el Dios Astado intentaría crear una apertura.
En ese momento, se oyó un golpe seco contra las puertas con tal fuerza que todos los muros vibraron. Los coches, colocados uno encima de otro en altas columnas, se movieron. Otro golpe, como si proviniera de un carnero, hizo temblar la noche. En algún lugar de la oscuridad, un coche se desplomó sobre el suelo, y los cristales se hicieron añicos.
El ciervo chilló otra vez, un sonido de poder primitivo.
Al parecer, Clarent reaccionó al aullido, pues se retorció en la palma de Josh. Una oleada de calor empezó a subirle por la muñeca y, de repente, su aura apareció e iluminó su silueta de color naranja.
—Josh… —murmuró Sophie.
Josh se giró hacia su hermana melliza y se dio cuenta de que ésta tenía la mirada clavada en sus manos. Rápidamente, se miró las manos: las tenía recubiertas por un par de manoplas justo en la empuñadura de la espada de piedra. Parecían un par de guantes de piel suave, aunque desgastados y desteñidos. El cuero estaba rasgado y manchado de lo que aparentemente parecía mugre y barro.
Otro golpe tremendo contra la puerta.
—No tenemos suficientes tropas para sujetar las murallas —pensó Josh en voz alta. Señaló con Clarent y añadió—: Palamedes y Shakespeare, deberíais abrir las puertas. Los sabuesos de Gabriel pueden matar uno a uno a los enemigos a medida que vayan entrando por el estrecho pasadizo.
Flamel dio un paso hacia delante para alcanzar a Josh.
—Tenemos que salir de aquí.
En el preciso instante en que el Alquimista rozó el hombro de Josh, el aura del joven se intensificó a su alrededor y unos zarcillos amarillos de energía pura empezaron a arrastrarse por el pecho y los brazos del joven Newman. El Alquimista apartó rápidamente los dedos, como si se hubiera quemado con el contacto. La espada de piedra emitió brevemente un resplandor dorado, después palideció hasta teñirse de un rojo sucio y, de repente, una avalancha de emociones tomó a Josh por sorpresa.
Miedo. Un miedo terrible a criaturas con aspecto monstruoso y a seres humanos sombríos.
Pérdida. Infinitos rostros, hombres, mujeres y niños, familias, amigos y vecinos. Todos ellos muertos.
Ira. La sensación que sobresalía por encima de las demás era la ira, una rabia que le hervía la sangre.
Lentamente, el joven se giró para contemplar al inmortal. Ambos cerraron los ojos. De inmediato, Josh supo que estos nuevos sentimientos no guardaban relación alguna con la espada. Ya había empuñado a Clarent con anterioridad, así que reconocía la naturaleza peculiarmente repulsiva de los recuerdos e impresiones de la espada. Sabía que lo que acababa de experimentar eran los pensamientos del Alquimista. Cuando Nicolas le rozó, Josh sintió su miedo, su pérdida, su ira, y algo más: durante un segundo logró vislumbrar vagamente siluetas de niños… de muchos niños vestidos con trajes típicos de una docena de países a lo largo de los siglos. Y cuando el humano inmortal apartó la mano, Josh tuvo la impresión de que todos aquellos niños eran mellizos.
El joven dio un paso hacia delante y se acercó al Alquimista. Alargó la mano y se la ofreció. Quizá si lograba que volviera a tocarle podría sujetarle y, finalmente, obtener respuestas. Sabría toda la verdad sobre Nicolas Flamel.
El humano inmortal dio un paso atrás, alejándose de Josh. Aunque intentó esbozar una tierna sonrisa, Josh pudo ver cómo Flamel cerraba los puños y le pareció distinguir un leve resplandor en las uñas del inmortal, que se habían teñido de color verde. En la atmósfera se podía respirar un suave aroma a menta, aunque era ácido y amargo.
Otro golpe sacudió el desguace y la puerta principal tembló en el marco. El metal chirriaba a medida que el ejército de la Caza Salvaje se lanzaba contra las murallas, las arañaba y las rascaba. Josh vaciló, pues estaba indeciso.
No sabía si forzar una confrontación con el Alquimista o dirigir el asalto. Entonces algo que su padre le dijo se le apareció en la mente. Estaban paseando por la orilla del río Tennessee mientras charlaban sobre la batalla de Shiloh que tuvo lugar durante la Guerra Civil estadounidense.
—Siempre es mejor luchar sólo en una batalla a la vez, hijo —comentó su padre—. De esa forma, siempre ganas.
Josh se dio media vuelta. Tenía que hablar con Sophie y explicarle lo que había visto. Así, juntos, podrían hacerle frente a Flamel. Salió disparado hacia Palamedes.
—¡Espera! —ordenó—. ¡No abras fuego!
Pero antes de que pudiera detener a Palamedes, el joven escuchó la voz ronca y profunda del Caballero Sarraceno alto y claro desde el otro lado del desguace.
—¡Fuego!
Los arqueros situados en los parapetos soltaron las flechas, que parecían cortar el aire con un susurro, y rápidamente desaparecieron en la oscuridad.
Josh se mordió el labio. Deberían conservar la munición, pero tenía que admitir que el Caballero Sarraceno conocía, y muy bien, las tácticas. Flechas primero, después lanzas y finalmente las ballestas, poderosas pero de corto alcance que se mantenían en la reserva para el combate cuerpo a cuerpo.
—¡Lanzas! —exclamó el Caballero Sarraceno—. ¡Fuego!
Los sabuesos de Gabriel despidieron sus lanzas afiladas desde debajo de las murallas.
Josh ladeó la cabeza, intentando escuchar y concentrándose en sus sentidos agudizados, pero no logró percibir sonido alguno de las fuerzas atacantes. Parecía increíble, pero el ejército salvaje se movía y combatía en absoluto silencio.
—Tenemos que irnos —dijo Nicolas apresuradamente.
Josh hizo caso omiso a sus palabras. Entonces escuchó cómo las garras rasgaban el metal, cómo los colmillos hacían trizas las vallas y destrozaban las columnas de coches oxidados.
—¡Flechas! —gritó Shakespeare desde otra parte de la muralla—. ¡Tiro al aire!
Otro golpe tremendo sacudió la puerta principal.
—¡La puerta! —exclamó Josh con un tono de voz autoritario—. ¡Van a entrar en avalancha por aquí!
Tanto Palamedes como William Shakespeare se giraron para observar al joven.
Clarent, que permanecía entre las manos de Josh, resplandecía con una luz roja y negra.
—Concentraos en la puerta. Es precisamente por ahí por donde intentarán abrirse paso.
Palamedes sacudió la cabeza, pero de inmediato el Bardo empezó a trasladar a aquellos sabuesos que estaban bajo sus órdenes hacia la puerta.
Clarent empezó a emitir una luz carmesí. Se retorcía entre las palmas de Josh y, sin darse cuenta, el joven dio un paso hacia delante, como si la espada le estuviera arrastrando hacia el enemigo.
—Un golpe más —murmuró.