Palamedes rodeó al Alquimista.
—¡Mira qué has hecho! —exclamó.
La cólera endurecía su acento, de forma que sus palabras apenas eran entendibles.
Flamel ignoró el comentario por completo y se giró hacia Shakespeare.
—¿Existe alguna ruta para escapar? —le preguntó con tono calmado.
El Bardo asintió con la cabeza.
—Por supuesto. Hay un túnel construido justamente debajo de la cabaña. Conduce a un teatro abandonado, que está a un kilómetro y medio más o menos —informó con una sonrisa torcida—. Yo mismo escogí esa ubicación.
Flamel se dirigió hacia Sophie y Josh.
—Coged vuestras cosas. Vámonos; conseguiremos alejarnos lo suficiente antes de que llegue el Dios Astado.
Antes de que cualquiera de los mellizos pudiera objetar, el Alquimista los agarró a ambos por el brazo y los empujó hacia el interior de la cabaña. Josh enseguida apartó la mano de Flamel con desdén y enfado y su hermana, Sophie, también se agitó bruscamente para librarse de él. El Alquimista estaba a punto de protestar cuando se percató de que tanto Palamedes como Shakespeare se habían quedado inmóviles. Se giró para observar al dramaturgo.
—Rápido. Sabes perfectamente de lo que es capaz el Dios Astado; una vez la Caza Salvaje haya probado una gota de sangre, apenas podrá controlarse.
—Ve tú —dijo Shakespeare—. Yo me quedaré aquí. Puedo entretenerlos; así os daré el tiempo que necesitáis para escapar.
Nicolas sacudió la cabeza.
—Eso es una locura —dijo desesperado—. No podrás escapar. Cernunnos te destruirá.
—Posiblemente destruirá mi cuerpo —sonrió Shakespeare—, pero mi nombre es, y seguirá siendo, inmortal. Mis palabras jamás se olvidarán mientras exista la raza humana.
—¿Y si regresan los Oscuros Inmemoriales, lo cual puede suceder antes de lo que te imaginas? Ven con nosotros —rogó. Después, con tono más amable, añadió—: Por favor.
Pero el Bardo negó con la cabeza. Su aura crepitó y empezó a resplandecer alrededor de su cuerpo al mismo tiempo que cubría la atmósfera con la esencia del limón. Una armadura moderna parpadeó hasta convertirse en una armadura plateada y cota de malla y, finalmente, en una ornamentada y grotesca de la Edad Media. Estaba recubierta por un metal brillante y amarillento. La superficie estaba lisa, pulida, diseñada especialmente para esquivar cualquier embestida. En las rodillas y los codos se distinguían unos parches repletos de púas. Deslizó hacia atrás el visor del casco que le tapaba la cabeza y dejó al descubierto una mirada pálida que se veía magnificada por las gafas que llevaba.
—Me quedaré y lucharé junto a los sabuesos de Gabriel. Me han ofrecido su lealtad durante siglos; ha llegado el momento de que yo les muestre mi lealtad —sonrió mostrando su maltrecha dentadura.
—William… —murmuró Flamel al mismo tiempo que negaba con la cabeza.
—Alquimista, no estoy completamente indefenso. No he vivido todo este tiempo sin aprender algo de magia. Recuerda, en el corazón de la magia se halla la imaginación… y dudo que exista alguien con mayor imaginación que yo.
—Ni alguien con mayor ego —interpuso Palamedes—. Will, no podemos ganar esta batalla. Deberíamos huir, reagruparnos y combatir otro día. Ven con nosotros —dijo el caballero con un tono de voz que reflejaba un ápice de súplica.
El Bardo inmortal sacudió la cabeza con decisión.
—Me quedo. Sé que no puedo ganar, pero puedo entretenerlos aquí durante horas… quizás incluso hasta el amanecer. La Caza Salvaje no puede exponerse a la luz del sol —anunció mientras observaba al Alquimista—. Es algo que tengo que hacer. Te traicioné una vez; permite que enmiende mi error.
Nicolas dio un paso hacia delante y agarró el brazo armado de Shakespeare con tal fuerza que ambas auras se iluminaron de repente.
—Shakespeare, sabiendo lo que sé ahora, sería un verdadero honor quedarme y luchar a tu lado. Pero permítenos hacer lo que dice Palamedes: déjanos escoger nuestras batallas. No tienes que hacer esto por mí.
—Oh, pero no lo hago únicamente por ti —reconoció Shakespeare. Giró lentamente la cabeza y echó un vistazo a los mellizos que permanecían en silencio—. Lo hago por ellos.
Se acercó a Sophie y a Josh mientras la armadura crujía y chirriaba. Les miró directamente a los ojos. Ahora, el Bardo desprendía un aroma claro y limpio a limón. Los mellizos podían vislumbrar su reflejo en la brillante armadura del dramaturgo.
—He sido testigo de sus poderes, pon los mellizos de la leyenda, no me cabe la menor duda. Aquellos Inmemoriales leales a nosotros tienen la obligación de formar a estos mellizos, de cuidarlos y otorgarles todo su potencial. Llegará el día en que necesitemos sus poderes… de hecho, el mundo entero los necesitará.
Entonces dio un paso atrás y sacudió la cabeza mientras se colocaba las gafas ante unos ojos gigantes y cristalinos.
—Y también lo hago por Hamnet, mi querido hijo. Mi niño mellizo. Su hermana jamás volvió a ser la misma después de su muerte, aunque vivió durante muchos años. No estuve ahí para ayudarle, pero ahora puedo ayudaros a vosotros.
—Puedes ayudarnos huyendo con nosotros —sugirió Sophie en voz baja—. Sé lo que se avecina.
Sophie sintió un escalofrío en el momento en que ciertas imágenes se le aparecieron en los rincones de su conciencia.
—Cernunnos y la Caza Salvaje —confirmó Shakespeare. Después contempló a los sabuesos de Gabriel. Algunos de ellos mantenían su forma perruna, aunque la gran mayoría se había transformado en ser humano—. Hombres lobo contra hombres perro. Será una batalla interesante.
—Te necesitamos —se apresuró Josh.
—¿Necesitarme? —preguntó Shakespeare sorprendido—. ¿Por qué?
—Tú posees una gran sabiduría. Podrías enseñarnos —respondió Josh.
El Bardo sacudió la cabeza en forma de negación mientras su armadura chirriaba. Bajó el tono de voz para que sólo Josh y Sophie pudieran escuchar sus palabras.
—El Alquimista sabe más cosas, muchas más cosas, que yo. Y Sophie tiene acceso a la sabiduría de los tiempos; sabe mucho más de lo que se imagina. No me necesitáis. No puedo enseñaros las magias elementales, lo cual ahora mismo es vuestra prioridad: si existe alguna posibilidad de que sobreviváis en los próximos días debéis especializaros en las cinco magias puras.
—¡Cinco! —exclamó Josh atónito—. Pensé que sólo había cuatro elementos —confesó mientras miraba a Sophie—. Aire y Fuego, Agua y Tierra.
—¿Cuatro elementos? —sonrió Shakespeare—. Te olvidas del Aither, la quinta magia. La más misteriosa y poderosa de todas. Pero para poder llegar a dominarla primero debes controlar las otras cuatro —informó. Levantó la cabeza, se giró hacia el Alquimista y alzó el tono de voz—. Idos. Llévalos hasta Gilgamés, el Rey. Y Nicolas —añadió con tono serio—, ten cuidado. Sabes cómo es.
—¿Cómo es? —preguntó enseguida Josh algo nervioso.
El Bardo desvió su mirada azul pálido hacia Flamel.
—¿No les has contado nada?
Miró a los mellizos y seguidamente se deslizó el visor para cubrirse la cara por completo. Cuando volvió a hablar, su voz retumbó en el interior del casco.
—La noble mente del rey está trastocada. Está loco. Bastante, bastante loco.
Josh se acercó al Alquimista.
—Nunca nos has dicho…
Entonces un sonido tronó en mitad de la noche. Era el bramido de un ciervo: ancestral y primitivo, el rugir de la bestia resonó en los muros metálicos del desguace. Incluso hizo temblar el suelo de tal forma que los charcos empezaron a vibrar y a palpitar.
Como si de un acto reflejo se tratara, el aura de Sophie emergió a su alrededor adoptando la forma de una armadura protectora automáticamente; la de Josh también resplandeció como una sombra dorada alrededor de su cabeza y manos.
El olor húmedo y grasiento del óxido de los coches y el hedor del pelaje mojado de los sabuesos de Gabriel se cubrieron repentinamente por una pestilencia repulsiva. Los mellizos la reconocieron de inmediato: les recordó a unas vacaciones que habían pasado con sus padres en Perú. Se traba del olor putrefacto de la jungla mezclado con la esencia de árboles podridos y húmedos y flores mortíferas.
Y entonces Cernunnos y la Caza Salvaje iniciaron su ataque.