El doctor John Dee estaba aterrorizado. A su lado, Bastet respiró profundamente y se estremeció. Fue entonces cuando Dee se percató de que la Inmemorial también estaba asustada, lo cual le aterraba todavía más.
No era la primera vez que el Mago sentía miedo, pero siempre lo había acogido con agrado. El miedo le había mantenido vivo, le había hecho huir mientras otros preferían quedarse para combatir y, posteriormente, fallecer. Pero este pavor no era normal: le dolían los huesos, tenía el estómago revuelto, una repulsión le recorría el cuerpo y estaba cubierto de un sudor frío. La parte analítica y calculadora del inglés le mostraba que no se trataba de un miedo racional; era algo más fuerte, algo prehistórico y ancestral, un terror registrado en lo más profundo del sistema límbico, la parte más antigua del cerebro humano. Era un miedo primigenio.
A lo largo de su extensa vida, Dee se había topado con algunos de los Inmemoriales más repugnantes, criaturas espantosas que en nada se asemejaban a un ser humano. Gracias a su afán por la investigación y sus viajes, el Mago se había adentrado en algunos de los Mundos de Sombras más oscuros; lugares donde criaturas horripilantes sacadas de pesadillas sobrevolaban cielos color esmeralda o bestias con tentáculos se retorcían en mares coralinos. Pero jamás había sentido este pavor. Por el rabillo del ojo podía vislumbrar puntos negros que le nublaban la vista. Fue en ese instante cuando cayó en la cuenta de que respiraba tan fuerte que incluso había empezado a hiperventilar. En un intento desesperado de calmar su respiración, el doctor se concentró en el origen de su miedo, la criatura que se paseaba a zancadas por una calle vacía del norte de Londres.
La mayoría de farolas estaban apagadas y las pocas que quedaban iluminadas desprendían un resplandor sódico y espantoso sobre aquella silueta, coloreándola así de sombras amarillas y negras. Medía alrededor de dos metros y medio y poseía unas extremidades musculadas y gigantescas en cuyos extremos aparecían unas pezuñas similares a las de una cabra. Lucía un casco gigantesco con seis astas afiladas que se enroscaban a cada lado de su cráneo, lo cual añadía otro metro y medio a su altura. El cuerpo lo tenía completamente cubierto de diferentes pieles de animales que se habían extinguido hacía décadas y a Dee le resultaba imposible decidir dónde acababan esas pieles y dónde comenzaba exactamente el propio pelaje de la criatura. Sobre su hombro izquierdo se hallaba un garrote de unos dos metros fabricado a partir de la mandíbula de un dinosaurio; de hecho, en uno de los costados se podía distinguir una línea de dientes puntiagudos.
Era Cernunnos, el Dios Astado.
Hacía más de quince mil años, un artista asustado del Paleolítico había dibujado la imagen de esta criatura en una cueva situada al suroeste de Francia, una imagen de algo que no era ni hombre ni bestia, sino una mezcla de ambos. Dee se dio cuenta de que probablemente estaba experimentando las mismas sensaciones que aquel pobre hombre. Con tan sólo mirarlo, Dee se sentía pequeño, intrascendente y enclenque.
Siempre había creído que el Dios Astado era sólo otro Inmemorial, quizás incluso uno de los Grandes Inmemoriales, pero justo ese mismo día, tan sólo unas horas antes, Marte Ultor le había desvelado algo sorprendente y, a su vez, bastante aterrador. El Dios Astado no era un Inmemorial. Era algo más ancestral, mucho más antiguo, que existía en los orígenes de los mitos.
Cernunnos era uno de los legendarios Arcontes, la raza que había gobernado el planeta en el pasado más remoto. El Yggdrasill, el Árbol del Mundo, tan sólo era una semilla cuando el Dios Astado pisó por primera vez el mundo y Nidhogg y los de su especie acababan de salir del cascarón. Evidentemente, esto ocurrió cientos de milenios antes de que los primeros humanos aparecieran en el mundo.
El Dios Astado dio un paso hacia delante y la luz le iluminó el rostro.
Dee notó como si alguien le hubiera pegado una patada en el estómago. Esperaba observar una máscara horripilante, pero la criatura era preciosa, asombrosa e insólitamente hermosa. Tenía la tez extreMadamente bronceada, lisa y sin arruga alguna, como si hubiera sido tallada en una piedra. Los ojos, ovalados y de color ámbar, resplandecían en sus respectivas, y muy profundas, cuencas. Cuando habló, la criatura apenas abrió la boca para articular las palabras y su extensa garganta permaneció inmóvil.
—Un Inmemorial y un humano, un gato y su maestro. Me pregunto cuál de ellos será más peligroso.
Su voz era sorprendentemente suave, incluso casi amable. Sin embargo, no se distinguía ningún tipo de emoción. Aunque Dee percibió claramente las palabras en inglés, estaba seguro de que podía escuchar la vibración de cientos de otras lenguas pronunciando las mismas palabras en su cabeza. Cernunnos se acercó y, en ese instante, se inclinó apoyándose sobre una rodilla. Primero clavó su mirada en Bastet y, después, bajó los ojos para observar a Dee. El Mago contempló la mirada del Dios Astado: las pupilas eran como dos rajas negras pero, a diferencia de una serpiente, eran horizontales, como dos líneas planas.
—Así que tú eres Dee —vibraron las decenas de voces en la cabeza de Dee.
El Doctor hizo una reverencia para esquivar la mirada ámbar de la criatura mientras intentaba desesperadamente controlar su miedo. Un olor a almizcle envolvía al Arconte, el mismo olor de bosques salvajes y vegetación podrida. La esencia golpeó a Dee y fue entonces cuando se dio cuenta de que quizá tenía algo que ver con las emociones que sentía. Había visto a criaturas peores, sin duda más asombrosas que ésta. Entonces, ¿qué tenía el Dios Astado para que se sintiera tan aterrado? Se concentró en el garrote salvaje que acarreaba la criatura. Aparentemente parecía la mandíbula de un sarcosuqus, el cocodrilo emperador que databa del periodo Cretáceo. Dee no pudo evitar preguntarse cuán antiguo era el Arconte.
—Estamos encantados con tu presencia —siseó Bastet. Dee creyó escuchar el temblor del miedo en la voz de la Inmemorial.
—No creo que sea así —respondió Cernunnos mientras se volvía a poner en pie.
—Nosotros… —empezó Bastet. Pero de repente, el inmenso garrote empezó a girar y se detuvo de un frenazo a pocos milímetros de la cabeza felina de Bastet.
—Criatura: no vuelvas a dirigirme la palabra. No estoy aquí por casualidad. Tú —dijo Cernunnos desviando su mirada ámbar hacia Dee—, tu maestro Inmemorial ha apelado a una antigua deuda que existía entre nosotros desde el amanecer de los tiempos. Si te ayudo, mi deuda estará pagada. Ésa es la única razón por la que estoy aquí. ¿Qué necesitas?
El Mago inspiró profundamente. Volvió a realizar una reverencia y se mordió el interior de la mejilla para evitar dibujar una sonrisa. Un Arconte estaba bajo sus órdenes. Cuando finalmente habló, se sintió más que satisfecho al comprobar que su voz permanecía firme y controlada.
—¿Qué es lo que sabes? —empezó.
—Soy Cernunnos. Puedo leer tus pensamientos y tus recuerdos, Mago. Sé lo que tú sabes; sé lo que has sido; sé lo que eres ahora. El Alquimista, Flamel y los niños están con el Caballero Sarraceno y el Bardo, escondidos tras su fortaleza metálica. Quieres que yo, junto con mi Caza Salvaje, fuerce una entrada para ti.
Aunque el rostro del Arconte permaneció como una máscara sin movimientos perceptibles, Dee creyó escuchar lo que parecía una nota sarcástica en la voz del Dios Astado.
El Mago hizo una reverencia más e intentó, con todas sus fuerzas, controlar sus pensamientos.
—Exactamente.
El Arconte giró su inmensa cabeza hacia los muros metálicos del desguace de coches.
—Se me han prometido ciertas cosas —retumbó—. Esclavos. Carne fresca.
Dee se apresuró en contestar.
—Por supuesto. Puedes quedarte con Flamel y todos aquéllos que desees. Sólo necesito las dos páginas del Códex, que tiene Flamel, y a los mellizos.
Dee realizó otra reverencia. Con el poder del Dios Astado y la Caza Salvaje que obedecía todas sus órdenes no podía fracasar.
—Tengo órdenes directas para comunicarte lo siguiente —dijo Cernunnos inclinando ligeramente la cabeza para observar al Mago mientras sus ojos ámbar resplandecían con intensidad—. Si fracasas, tus maestros Inmemoriales te entregarán a mí. Un regalo, una pequeña recompensa por despertarme de mis sueños.
La gigantesca cabeza astada se inclinó hacia un lado y, al mismo tiempo, las pupilas horizontales se extendieron hasta cubrir completamente sus ojos de un negro azabache.
—Hace milenios que no tengo una mascota. No tardan mucho en convertirse —añadió Cernunnos.
—¿Convertirse? —preguntó Dee algo temeroso.
Una oleada amarilla de pelajes nauseabundos, zarpas, dientes y ojos empezó a fluir por las calles, iluminadas únicamente por la tenue luz de las farolas. Emergía de las casas, saltaba desde las ventanas, arrasaba las vallas, brotaba de las alcantarillas. Las criaturas, que desprendían un hedor asqueroso, se reunieron en silencio absoluto formando un semicírculo detrás del Arconte. Tenían el cuerpo de lobos grises gigantescos… pero todas ellas tenían rostros humanos.
—Convertirse —repitió Cernunnos. Sin mover el cuerpo, retorció la cabeza formando un ángulo imposible para contemplar el ejército silencioso que se había agrupado tras él. Después, miró a Dee y añadió—: Tú eres fuerte. Tardarías al menos un año en formar parte de la Caza Salvaje.