Me dijeron que esta mujer, Perenelle, estaba atrapada, débil —comunicó Billy el Niño a través del estrecho micrófono Bluetooth que asomaba por sus cachetes sin afeitar—. Y eso no es cierto.
A través del parabrisas del lujoso Thunderbird, repleto de bichos aplastados, podía vislumbrar claramente Alcatraz, que se alzaba al otro lado de la bahía.
—Creo que tenemos un problema. Un serio problema.
Al otro lado del mundo, Maquiavelo escuchaba la voz que le hablaba por su manos libres mientras él se dedicaba a preparar una sencilla maleta. No lograba recordar la última vez que él mismo se había tenido que preparar el equipaje; Dagon siempre se había ocupado de eso.
—¿Y por qué me llamas? —preguntó Maquiavelo. Metió un tercer par de zapatos hechos a mano, aunque poco después decidió que dos pares eran más que suficiente y los volvió a sacar de la maleta.
—No me andaré con rodeos —admitió Billy a regañadientes—. No pensé que iba a necesitar tu ayuda. Estaba seguro que podría ocuparme de ella yo solo.
—Un error que ha costado muchas vidas —murmuró Maquiavelo en italiano; después cambió a inglés y añadió—: ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Hace unos minutos ocurrió algo en Alcatraz. Algo muy extraño… algo poderoso.
—¿Cómo lo sabes? No estás en la isla.
El italiano percibió claramente el sobrecogimiento en la voz del inmortal norteamericano.
—Lo sentí… ¡a más de cinco kilómetros de distancia!
Maquiavelo se enderezó.
—¿Cuándo? ¿Cuándo exactamente? —preguntó mientras comprobaba la hora en su reloj.
Cruzó a zancadas la habitación, abrió su ordenador portátil y deslizó los dedos sobre el lector táctil para encenderlo. Había recibido una docena de correos electrónicos encriptados le sus espías en Londres informándole de que algo extraordinario había sucedido. Los correos electrónicos los había recibido alrededor de las 20.45, justo un cuarto de hora antes.
—Hace quince minutos —informó Billy.
—Explícame con exactitud lo ocurrido —ordenó Maquiavelo. Apretó un botón del costado del teléfono y empezó a grabar la conversación.
Billy el Niño se apeó del coche, alzó un par de prismáticos abollados de color verde militar y se los acercó a los ojos. Había aparcado cerca del puente Golden Gate; justo a su derecha, la isla parecía estar en calma y paz, descansaba bajo un cielo nocturno completamente despejado, pero sabía que aquella imagen era engañosa. Frunció el ceño en un intento de recordar con precisión lo que había sucedido.
—Era… Era como un aura encendida, ardiendo en llamas —explicó—. Pero poderosa, la más poderosa que jamás he visto.
La voz de Maquiavelo se oía perfectamente a través de la línea telefónica trasatlántica.
—Un aura poderosa…
—Muy poderosa.
—¿Distinguiste algún aroma?
Billy vaciló y, de forma instintiva, inspiró, pero lo único que logró apreciar era el perfume salado del mar y el olor penetrante de la contaminación. Negó con un gesto de cabeza y, al darse cuenta de que Maquiavelo no podía verle, habló.
—Si lo había, no lo recuerdo. No, estoy seguro de que no.
—¿Cómo notaste el poder del aura?
—Hacía frío, mucho frío. E hizo que mi propia aura centelleara. Durante unos minutos no tuve ningún tipo de control —admitió Billy con voz temblorosa—. Por un momento pensé que iba a consumirme entre las llamas.
—¿Algo más? —inquirió Maquiavelo manteniendo su voz calmada deseando que Billy se concentrara.
Todos los humanos inmortales sabían que un aura fuera de control podría consumir el cuerpo humano que envolvía; el proceso se conocía como combustión humana espontánea.
—Dime.
—Afortunadamente había aparcado el coche cuando eso pasó; si hubiera estado conduciendo habría destrozado el coche. Me quedé ciego y sordo por completo. Ni siquiera podía escuchar mi propio latido. Y cuando recuperé el oído me dio la sensación de que cada perro de la ciudad aullaba. Y los pájaros también graznaban.
—Quizás era la esfinge asesinando a la Hechicera —susurró el italiano. Billy frunció el ceño, pues su agudo oído le indicaba un ápice de arrepentimiento en la voz de Maquiavelo—. Tengo entendido que la esfinge tiene permiso para matar a la mujer.
—Es lo mismo que pensé yo —admitió Billy—. Tengo una vasija de adivinación. Se trata de una pieza de cerámica de origen anasazi. Es una pieza muy difícil de encontrar y muy poderosa.
—Por lo que sé, la mejor —acordó Maquiavelo.
—Cuando conseguí volver a controlar mi aura, de inmediato intenté contemplar la isla a través de mi vasija. Logré ver la imagen de la Hechicera. Estaba apoyada sobre uno de los muros del patio de la cárcel, tomando el sol, calmada y relajada. Y entonces, y sé que esto es imposible, abrió los ojos, alzó la cabeza… y juraría que me vio.
—Puede ser —murmuró Maquiavelo—. Nadie sabe hasta dónde llegan los poderes de la Hechicera. ¿Y después…?
—El líquido de mi vasija de adivinación se congeló hasta convertirse en un pedazo sólido de hielo.
Billy desvió la mirada hacia el asiento del copiloto, donde los fragmentos de la vasija ancestral permanecían envueltos con las páginas del periódico matutino.
—Se ha hecho añicos —confesó con una voz que denotaba desesperación—. He tenido esa vasija durante mucho, mucho tiempo —añadió con voz menos débil—. La Hechicera sigue viva, pero no logro detectar a la esfinge. Creo que Perenelle la ha matado —finalizó con tono asombrado.
—Eso también pude ser —añadió Maquiavelo pronunciando las palabras con lentitud—, aunque es poco probable. No nos adelantemos a los hechos. Lo único que sabemos es que la Hechicera sigue viva.
Billy el Niño respiró profundamente.
—Pensé que podría ocuparme de Perenelle Flamel yo solo; ahora sé que no puedo. Si conoces algún tipo de magia o hechizo europeo, es el momento de utilizarlos —carcajeó Billy el Niño, aunque no había un ápice de diversión en su risa—. Solo tendremos una oportunidad para asesinar a la Hechicera; si fracasamos, no saldremos de la Roca con vida.
Nicolás Maquiavelo asintió con la cabeza, dándole así la razón al joven. Se preguntó si el inmortal norteamericano también sabía que Morrigan había desaparecido. Pero lo que sin duda alguna el Niño no se imaginaba era que, exactamente en el mismo instante en que el aura poderosa de la isla había empezado a resplandecer, una energía similar había parpadeado en el norte de Londres.
Rápidamente, Maquiavelo leyó por encima los correos electrónicos que había recibido; todos le informaban de lo que, al parecer, era un aura increíblemente poderosa cobrando vida.
«… más poderosa que cualquier otra que haya visto antes…»
«… comparable al aura de un Inmemorial…»
«… informes sobre auras que ardían espontáneamente en el parque de Hampstead Heath, en la calle Camden y en el cementerio Highgate…»
Resultaba interesante la información que proporcionaban dos de los correos electrónicos: resaltaban el inconfundible olor a menta.
La firma de Flamel.
Maquiavelo sacudió la cabeza en un gesto de admiración. El Alquimista debía de haber conectado con Perenelle. La adivinación era un procedimiento relativamente sencillo y, aunque normalmente funcionaba en distancias cortas, los Flamel habían contraído matrimonio en el año 1350 y habían convivido durante más de 650 años. La conexión entre ellos era muy fuerte y, por esa razón, podían haber establecido una comunicación a miles de kilómetros de distancia. Pero la adivinación no debería haber activado las auras de Flamel y Perenelle de forma tan dramática. A menos que… a menos que Perenelle estuviera en peligro y el Alquimista hubiera alimentado el aura de su esposa con la suya propia. Maquiavelo frunció el ceño. Nicolas estaba debilitándose por momentos; ese proceso le hubiera matado.
¡Los mellizos!
Nicolás Maquiavelo volvió a sacudir la cabeza, pero esta vez en un gesto de desagrado. Estaba seguro de que el Alquimista, debido a su rápido envejecimiento, se tornaría más lento, más débil. Tenía que estar conectado con los mellizos. Él mismo había sido testigo de cómo trabajaron juntos en Notre Dame para vencer a las gárgolas. Seguramente habían entregado parte de su fuerza a Flamel y él, a su vez, se las había arreglado para conectar con Alcatraz y Perenelle. Por eso el rastro de su aura era tan evidente.
—¿Por qué has contactado conmigo? —se preguntó Maquiavelo en voz alta.
—No eres la primera persona a quien he llamado —admitió Billy el Niño—, pero no logro ponerme en contacto con mi maestro. Pensé que debía advertirte… y esperaba que, quizá, tú propondrías algún modo de vencer a esa tal Perenelle Flamel. ¿La has visto alguna vez?
—Sí —respondió Maquiavelo con una sonrisa glacial mientras buscaba entre sus recuerdos—. Sólo una vez Hace mucho tiempo, exactamente en el año 1669. Dee había perdido la pista de los Flamel después del Gran Incendio en Londres, pero el matrimonio había huido de la Europa continental. Yo estaba de vacaciones en Sicilia cuando me los encontré por casualidad. Nicolas estaba enfermo, había ingerido comida envenenada y yo mismo me aseguré de que el médico local añadiera unas gotas de poción durmiente a sus medicamentos. En mi arrogancia, creí que podría vencer a Perenelle primero y después ir tras el Alquimista.
El italiano alzó ligeramente la mano y la observó cuidadosamente bajo la luz. Un rastro de cicatrices se diferenciaban claramente sobre las manos, además de otras en los hombros y la espalda.
—Luchamos durante un día entero: su brujería contra mi magia y alquimia… —Su voz fue desapareciendo hasta convertirse en silencio.
—¿Qué ocurrió? —preguntó finalmente Billy.
—Las energías que liberamos provocaron la erupción del volcán Etna. Casi muero en esa isla aquel día.
Billy el Niño se apartó los binoculares de los ojos, giró la cabeza hacia la bahía y se sentó sobre un muro de piedra. Contempló fijamente sus botas de vaquero completamente destrozadas; el cuero estaba raspado y desteñido. Había llegado el momento de comprar un nuevo par de botas, pero eso significaba desplazarse hasta el hogar de un zapatero que conocía en Nuevo México que todavía fabricaba botas y zapatos siguiendo un patrón tradicional. Billy tenía algunas amistades en Albuquerque y en Las Cruces, otras en Silver City, donde se había criado, y en el Fuerte Sumner, donde Pat Garrett le había disparado a muerte.
—Podría avisar a toda una pandilla —dijo en voz baja, esperaba que el italiano objetara, así que se sorprendió cuando no recibió respuesta alguna—. Sería como en los viejos tiempos. Conozco a algunos inmortales, un par de vaqueros, un conquistador español y dos guerreros apaches que nos deben su lealtad. Quizá si atacamos todos juntos la isla…
—Es una buena idea, pero probablemente estarías condenando a tus amigos a muerte —respondió Maquiavelo—. Hay otra forma —se produjeron interferencias en la línea telefónica—. Hay un ejército en la isla, un ejército de monstruos. Creo que, en vez de atacar a Perenelle, sencillamente tenemos que despertar a las bestia dormidas. Muchas han permanecido dormidas bajo un encantamiento durante un mes o incluso más; tendrán hambre… e irán en busca de comida caliente y sangrienta: Madame Perenelle.
Billy el Niño asintió con la cabeza, pero de repente una idea se le cruzó por la mente.
—Hey, ¿pero nosotros no estaremos en la isla?
—Confía en mí —dijo Maquiavelo—. Una vez hayamos despertado al ejército durmiente, no querremos estar por ahí cerca. Te veré mañana a las doce y media del mediodía, hora local, justo cuando mi avión aterrice. Si todo va según lo previsto, Perenelle no volverá a ver la luz del sol.