Alquimista! —exclamó Palamedes desesperadamente—. ¡Nos has condenado a todos! Flamel se desplomó sobre las pantallas de cristal líquido y las destrozó instantáneamente. Ahora su piel se había teñido de un amarillo pálido, del mismo color que el de un antiguo pergamino, y las líneas de expresión y arrugas de la frente y del contorno de los ojos se habían multiplicado a la par que profundizado. Cuando se giró para mirar al Caballero Sarraceno, Nicolas tenía los ojos vidriosos, perdidos, y el blanco se había tornado de color verde.
—Te advertí que no usaras tu aura —gruñó el Caballero—. Te avisé —continuó mientras rodeaba a Shakespeare—. Prepárate para la batalla. Avisa a los guardias.
El Bardo asintió con la cabeza y salió escopeteado hacia el exterior de la casucha, donde los perros de mirada bermeja permanecían en silencio. La jauría siguió los pasos de Shakespeare, rodeándole como si se tratara de un escudo protector. La armadura de cota de malla del caballero apareció, como si de un fantasma se tratara, alrededor de su cuerpo y, segundos más tarde, se solidificó.
—¿Qué te dije, Alquimista? Siempre dejas una estela de muerte y destrucción a tu paso. ¿Cuántos perecerán esta noche gracias a ti? —gritó antes de salir por la puerta.
Josh parpadeó en un intento de difuminar los destellos negros que brillaban ante él. Vio cómo su hermana se bamboleaba y la agarró por el brazo.
—Estoy agotado —confesó Josh.
Sophie asintió con la cabeza.
—Yo también.
—He podido sentir realmente la energía fluyendo por el brazo —dijo un tanto perplejo.
Acto seguido observó las yemas de los dedos. Estaban ligeramente enrojecidas y contenían diminutas ampollas de agua. Acercó una silla a su hermana melliza y le ayudó a sentarse. Después, Josh se arrodilló ante ella.
—¿Cómo te sientes?
—Agotada —murmuró Sophie.
En ese instante Josh se percató de que los ojos de su hermana aún parecían dos espejos plateados. Le inquietaba ver una imagen tan distorsionada de sí mismo en la mirada de Sophie. Era un cambio mínimo en su hermana, pero, sin embargo, le otorgaba un aspecto siniestro e incluso casi extraterrestre. A medida que miraba a su alrededor, los ojos de Sophie empezaron a cobrar su color azul habitual.
—¿Perenelle? —preguntó. Tenía la boca completamente seca, de forma que articulaba las palabras de forma espesa y lenta—. ¿Qué le ha ocurrido? —susurró con voz ronca—: Necesito agua.
Josh estaba poniéndose en pie cuando, de repente, Shakespeare apareció a su lado con dos vasos llenos de un líquido turbio.
—Bebed esto.
Josh aceptó ambos vasos. Tomó un sorbo de su vaso para probarlo antes de entregarle el otro a su hermana. Hizo una mueca.
—Está dulce. ¿Qué contiene?
—Sólo agua. Me he tomado la libertad de añadir una cucharada de miel natural a cada vaso —dijo el inmortal—. Acabáis de gastar una gran cantidad de calorías y habéis quemado gran parte de los azúcares y sales naturales de vuestro cuerpo. Tenéis que recuperarlos tan rápido como sea posible. —Sonrió torciendo la boca y dejando al descubierto su mala dentadura—. Consideradlo como el precio de la magia.
Colocó un tercer vaso ligeramente más grande que los otros, removió el líquido para que se mezclara con la miel y lo posó sobre la mesa, junto al Alquimista.
—Tú también, Nicolas —dijo amablemente—. Bébetelo rápido. Hay mucho que hacer.
Entonces se dio media vuelta y desapareció entre la oscuridad nocturna.
Sophie y Josh observaron cómo Nicolas se acercaba el vaso a los labios y sorbía lentamente el pegajoso líquido. La mano derecha le temblaba, de forma que tuvo que utilizar también la izquierda para mantener el vaso firme. El Alquimista se dio cuenta de que los mellizos le contemplaban e hizo el ademán de sonreír, pero sólo logró dibujar una mueca que expresaba dolor.
—Gracias —susurró—. Habéis salvado a Perenelle.
—Perenelle —repitió Sophie—. ¿Qué le ha ocurrido?
Nicolas sacudió la cabeza.
—No lo sé —admitió.
—Aquellas criaturas… —empezó Josh.
—Vétala —dijo Nicolas.
—Y algo que parecía, a simple vista, un fantasma —añadió Sophie.
Nicolas, aun tiritando, se acabó el vaso de agua y lo colocó otra vez sobre la mesa.
—De hecho, eso me da esperanzas —dijo con una sonrisa que, esta vez, sí era auténtica—. Perenelle es la séptima hija de una séptima hija. Puede comunicarse con los espíritus de los muertos; no sienten ningún temor hacia ella. Alcatraz es una isla de fantasmas y la mayoría de ellos son inofensivos.
—¿La mayoría? —preguntó Josh.
—La mayoría —confirmó Nicolas—. Pero ninguno puede hacerle daño a mi Perenelle —añadió con tono confiado.
—¿Crees que le ha ocurrido algo? —preguntó Sophie en el mismo momento en que su hermano había abierto la boca para articular la misma pregunta.
Se produjo un silencio y después Flamel contestó.
—No lo creo. Vi cómo su aura resplandecía. Fortalecida por nuestras auras, sobre todo por las vuestras, Perenelle cobró una fuerza extraordinaria al menos durante un breve periodo de tiempo.
—¿Pero qué quiso decir cuando dijo que la habías matado? —preguntó Sophie con una voz más fuerte.
—No lo sé —confesó en voz baja—. Pero de lo que no me cabe duda es de que si le hubiera ocurrido algo, lo sabría. Lo sentiría.
Poco a poco, y con cierta rigidez, el Alquimista se puso en pie y se desperezó. Miró a su alrededor y contempló el interior vacío de la casa. Entonces desvió la mirada hacia los mellizos y les señaló las mochilas.
—Coged vuestras cosas; tenemos que salir de aquí.
—¿E ir dónde? —inquirió Josh.
—A cualquier lugar muy lejos —respondió Nicolas—. La combinación de nuestras auras habrá actuado como un faro. Apostaría a que cada Inmemorial, ser de la Última Generación e inmortal que habite en Londres se está dirigiendo hacia aquí en este preciso instante. Por eso Palamedes está tan disgustado.
Sophie se puso en pie. Josh alcanzó a su hermana para calmarla, pero ella enseguida hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Creí que ibas a quedarte para combatir —le dijo a Nicolas—. Eso es lo que Perenelle te dijo que hicieras. Y corrígeme si me equivoco, ¿Palamedes y Shakespeare no sugirieron exactamente lo mismo?
Flamel empezó a subir las escaleras y esperó a que los mellizos se reunieran con él en el exterior, bajo la fría oscuridad nocturna, para darles una respuesta. Primero miró a Josh.
—¿Tú qué propones? ¿Quedarnos y luchar o huir?
Josh le observó perplejo, atónito.
—¿Me lo estás preguntando a mí? ¿Por qué?
—Eres nuestro estratega, inspirado en el mismo Marte. Si alguien sabe qué se debe hacer en una batalla, ése eres tú. Y, tal y como Perenelle me recordó, vosotros sois los mellizos de la leyenda: tenéis mucho poder. Así que, Josh, dime, ¿qué deberíamos hacer?
Josh estaba a punto de protestar y asegurar que no tenía la menor idea cuando, de repente, en el mismo momento en que negaba con la cabeza, supo la respuesta.
—No sabemos con exactitud lo que se está acercando, así que es difícil de decir —confesó. Después miró a su alrededor y continuó—: Por una parte, estamos seguros tras las murallas de esta fortaleza inteligentemente diseñada a prueba de bombas. Sabemos que alrededor del castillo la zona está protegida y que en el interior de las casas se hallan criaturas leales al caballero. No me cabe la menor duda de que Shakespeare y Palamedes tienen otras defensas. Pero si nos quedamos y combatimos, estaremos atrapados aquí, ya que éste es el país de Dee y, por lo tanto, tendrá tiempo para traer refuerzos. Eso nos mantendrá aquí encerrados —explicó. Miró a su hermana y añadió—: Yo propongo que huyamos. Cuando llegue el momento de la batalla, deberemos estar en condiciones.
—Bien dicho —dijo el Alquimista—. Yo estoy de acuerdo. Huimos ahora y sobrevivimos para poder combatir otro día…
Palamedes apareció de entre las sombras, al igual que su aroma a clavo. Su transformación en el Caballero Sarraceno, quien había luchado junto al rey Arturo, se había completado. Estaba ataviado, de pies a cabeza, con una armadura metálica y negra que tapaba un traje de cota de malla también negro. Una cofia de malla le protegía completamente la cabeza y el cuello y se extendía hasta los hombros. Sobre ella, Palamedes lucía un casco de tipo bacinete, metálico y pulido, que también le cubría la nariz. De uno de sus costados pendía una espada shamshir curvada y, en la espalda, llevaba atada una espada de dos puños gigantesca. La armadura le proporcionaba a aquel corpulento hombre un aspecto monstruoso. Antes de que pudiera pronunciar palabra, Shakespeare apareció a toda prisa con cinco de los perros de mirada rubí que le seguían los pasos silenciosamente.
—¿Cuán mal están las cosas? —retumbó Palamedes.
—Mal —murmuró Shakespeare—. Hace un rato unos individuos, inmortales la mayoría y algunos cazarrecompensas humanos, se han adentrado en las calles patrulladas por las /larvas y los lémures. No han conseguido llegar muy lejos.
El aura de Shakespeare chisporroteó y cobró forma: era de un color amarillo pálido y desprendía una esencia a limón. El peto de mecánico que acostumbraba a llevar el Bardo se convirtió en una moderna armadura del cuerpo de policía. Cargaba con una maza cubierta de barro por rozar con el suelo y una cadena en la mano izquierda. Uno de los perros lamió la maza con su lengua de serpiente.
—Las larvas y los lémures eran nuestra primera línea de defensa —continuó mirando al Alquimista y a los mellizos—. Son fieles, pero no demasiado brillantes. Y cuando se alimentan, duermen. Los asaltantes habrán alcanzado los muros antes de medianoche.
—El castillo aguantará —anunció Palamedes muy seguro de sí mismo.
—Ningún castillo es completamente impenetrable —respondió Josh. Entonces, al ver la gigantesca silueta de mirada roja y brillante que se distinguía en la oscuridad, el joven se detuvo. Todos los demás siguieron la mirada de Josh. Se trataba del perro más grande de la jauría. Tenía el pelaje enmarañado y apelmazado por la cantidad de mugre que contenía y tenía un corte en la espalda, muy cerca de la columna vertebral.
—¡Gabriel! —exclamó Shakespeare. En cuestión de una milésima de segundo, lo que tardó en bajar un peldaño de la escalera, el perro se transformó. Sus músculos se estiraron, sus huesos crujieron y chasquearon y el perro se encabritó sobre sus dos patas traseras. El cuello empezó a empequeñecerse y los ángulos de su rostro y la mandíbula cambiaron radicalmente de forma. Cobró un aspecto casi humano; parecía un jovencito con cabello largo y pardo. Un tatuaje de color azulado y púrpura comenzó a dibujarse en sus mejillas, recorriéndole el cuello y extendiéndose hasta su desnudo pecho. Iba descalzo y únicamente llevaba unos pantalones de lana rugosos y ásperos con un estampado negro y rojo. Bajo el flequillo, todos pudieron apreciar unos ojos del mismo color que la sangre.
—Gabriel, estás herido —dijo el Bardo.
—Un rasguño —respondió el hombre-perro—. Nada más. Y la bestia que lo hizo no volverá a acercarse a nadie.
La criatura hablaba con un acento melódico que, enseguida, Sophie reconoció como gales. Uno de los perros que estaba alrededor de Shakespeare también adoptó una forma humana.
—¿Sois Torc Allta? —preguntó Josh al acordarse de las criaturas que vigilaban el Mundo de Sombras de Hécate.
—Son familiares nuestros —dijo Gabriel—, pero nosotros somos Torc Mandra.
—Los Sabuesos de Gabriel —añadió Sophie en el mismo instante que las pupilas se le tornaron plateadas—. Ratchets.
Gabriel se giró para poder observar a la joven. Al mismo tiempo, extrajo su lengua hendida, como si se tratara de una serpiente, para saborear la atmósfera.
—Hace mucho tiempo que nadie se refiere a nosotros con ese nombre —dijo. Después volvió a sacar la lengua—. Pero tú no eres completamente humana, ¿verdad, Sophie Newman? Tú eres la Melliza Luna y demasiado joven para poseer la sabiduría de milenios en tu interior. Apestas a la repugnante bruja Endor —dijo con aire desdeñoso al mismo tiempo que se giraba y se arrugaba la nariz en señal de repugnancia.
—Eh, no le puedes hablar así a mí… —empezó Josh. Pero Sophie enseguida le tiró del brazo, frenando así su discurso.
Ignorando por completo el arrebato cite Josh, Gabriel se dirigió hacia Palamedes.
—Las larvas y los lémures han caído.
—¡Tan pronto! —exclamó el Caballero Sarraceno.
Shakespeare y Palamedes parecían consternados ante la noticia.
—¿Estás seguro? ¿Todos han caído?
—Todos. No queda ni uno.
—Había casi cinco mil… —empezó Shakespeare.
—Dee está aquí —anunció Gabriel con un gruñido—. Y también Bastet.
Se encogió de hombros y, al arquear la espalda, su herida se abrió y la criatura dibujó una terrible mueca.
—Pero hay algo más, ¿verdad? —intuyó Nicolas Flamel—. Los seguidores de los Oscuros Inmemoriales y los agentes de Dee en esta ciudad conforman una alianza de facciones tan opuestas que incluso si entramos en batalla es posible que se maten los unos a los otros. Para acabar con las larvas y los lémures necesitan de un ejército entrenado y organizado que deba su lealtad a un único líder.
Gabriel inclinó ligeramente la cabeza.
—La Caza está ahí fuera.
—Oh, no.
Palamedes suspiró profundamente y extrajo la espada de dos puños que mantenía atada en su espalda.
—Y su maestro también —añadió Gabriel con expresión de vencimiento.
Josh miró a su hermana y se preguntó si ella sabría de qué estaba hablando el Troc Mandra. Sus ojos se habían convertido en un par de discos plateados. La expresión de su rostro no era de miedo, sino de asombro.
—Cernunnos ha vuelto —anunció Gabriel con una voz que dejaba entrever su terror. Y entonces, uno tras otro, todos los sabuesos inclinaron ligeramente la cabeza hacia atrás y empezaron a aullar lastimosamente.
—El Dios Astado —murmuró Sophie al mismo tiempo que empezaba a temblar—. Maestro de la Caza Salvaje.
—¿Un Inmemorial? —preguntó Josh.
—Un Arconte.