Batiendo sus alas peludas, lo cual ayudaba a expandir un hedor nauseabundo, la esfinge apareció al final del pasillo. Las gigantescas garras de león arañaban el suelo de piedra. La criatura se agachó lentamente hasta apoyar la panza en el suelo y extendió sus alas de águila al mismo tiempo que chillaba triunfante en un idioma anterior al del primer faraón egipcio.
—Eres mía, Hechicera. Me daré un banquete con tus recuerdos y después me comeré todos tus huesos.
La cabeza de la esfinge era la de una hermosa mujer, pero las pupilas las tenía finas y alargadas y la lengua que ondeaba por el aire era larga, negra y hendida. Cerró los ojos, inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás y respiró hondamente.
—Pero ¿qué pasa aquí… qué pasa aquí? —se preguntó en voz alta mientras sacaba la lengua como un dardo para saborear la atmósfera. Dio un par de pasos por el pasillo y Perenelle escuchó el ruido seco que producían sus garras al frotar con el suelo—. ¿Cómo puede ser? Has acumulado poder… mucho poder… demasiado poder. —Entonces la criatura se detuvo y dibujó una mueca horrenda en su rostro—. Y tienes fuerza —dijo con voz temblorosa—. Más fuerza de la que deberías.
Perenelle ya había comenzado a dar media vuelta para salir disparada hacia las escaleras cuando, de repente, se detuvo y se quedó contemplando a la esfinge. Las esquinas de sus ojos se arrugaron y una diminuta sonrisa apareció en sus labios. Ahora la Hechicera tenía una expresión cruel. Se acercó la mano al rostro para contemplarla con más detalle. La observaba un tanto asombrada, pues se había creado una especie de guante con superficie reflectante, como si se tratara de un espejo, en la palma de su mano. El espejo se transformó hasta convertirse en transparente, después translúcido y por último opaco.
—Tienes razón —susurró. Y entonces soltó una fuerte carcajada que resonó en todas las paredes—. ¡Gracias, Nicolas!; ¡gracias, Sophie y Josh! —exclamó.
La sonrisa de aquella mujer asustó a la esfinge, pero su carcajada la aterrorizó. La criatura dio un paso adelante un tanto indecisa, pero enseguida dio marcha atrás. A pesar de su apariencia pavorosa y reputación atroz, la esfinge era cobarde. Había crecido en una época de monstruos y precisamente el miedo y la cobardía la habían mantenido viva a lo largo de los milenios.
La Hechicera se colocó frente a frente con la criatura y juntó las palmas, pulgar contra pulgar y rozándose todos los dedos. De repente, su aura resplandeció con una luz blanca, inundando así todo el pasillo del mismo color. Un segundo más tarde, su aura cobró una textura completamente diferente y la cubrió de un óvalo protector hecho de cristales reflectantes. Se podía apreciar con todo detalle cada desmenuzado ladrillo, cada tubo oxidado, además del techo repleto de moho y los barrotes de hierro de las celdas. Unas sombras angulares y largas se extendieron por el pasillo hacia la esfinge, aunque el cuerpo de Perenelle no tenía sombra alguna.
La Hechicera alzó la mano derecha. Una bola de luz blanca, que fácilmente podía confundirse con una bola de nieve, brotó de la palma de su mano y rebotó sobre el suelo, una, dos y varias veces hasta comenzar a rodar. La bola se detuvo ante las patas mugrientas de la esfinge.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer con esto? —preguntó bruscamente la criatura—. ¿Cogerla con la boca y entregártela?
La sonrisa de Perenelle era aterradora y todo su cabello se erizó formando una nube oscura tras ella.
La esfera empezó a crecer. Mientras giraba, se retorcía y daba vueltas, unos diminutos cristales de hielo centelleantes la cubrían como si de una manta se tratara. La temperatura ambiental descendió abruptamente y el aliento de la esfinge empezó a formar una nebulosa blanca con cada respiración.
La esfinge era una criatura del desierto. Durante toda su larga vida, había conocido el calor árido y el sol abrasador. De hecho, a lo largo de las semanas que había permanecido vigilando Alcatraz, había logrado acostumbrarse al frescor de la cárcel isleña, a la humedad de los bancos de niebla, al escozor de la lluvia y a las ráfagas de viento. Pero jamás había experimentado un frío como éste. Era tan gélido que incluso ardía. Minúsculos cristales brotaron de la esfera resplandeciente e iluminaron su piel como brasas ardientes. Un copo de nieve del tamaño de una mota de polvo aterrizó en su lengua: fue como lamer carbón ardiendo. Y la bola siguió creciendo y creciendo.
Perenelle dio un paso hacia delante.
—Debería darte las gracias. —La esfinge se alejó ligeramente—. Si me hubiera girado en un intento de huir, me hubieras perseguido hasta las profundidades de la isla. Pero cuando me recordaste que tenía más poder que ante me di cuenta del regalo que me habían hecho mi marido y los mellizos.
La esfinge chilló como un gato feroz en el momento que el aire gélido le empezó a escocer su rostro humano.
—Tus poderes no durarán. Me los beberé.
—Lo intentarás —dijo Perenelle en voz baja, incluso casi de forma amable—. Pero para ello necesitarás concentrar toda tu atención en mí. Y, personalmente, creo que es muy difícil concentrarse cuando hace frío —añadió con una sonrisa.
—Tu aura se desvanecerá —amenazó la esfinge mientras sus afilados colmillos empezaban a castañetear. Ahora, unos caracoles de hielo cubrían la pared.
—Tienes razón. Tengo un minuto, quizás incluso menos, antes de que mi aura se desvanezca y cobre su poder habitual. Pero es tiempo suficiente.
—¿Tiempo suficiente? —tembló la criatura. El pecho y las piernas de la esfinge estaban completamente cubiertos de escarcha; sus mejillas, siempre pálidas, se habían sonrojado, y tenía los labios teñidos de azul.
—¡Tiempo suficiente para hacer esto! La bola de nieve había crecido de tal forma que ahora parecía una calabaza gigantesca. La criatura arremetió contra la bola, aplastando los miles de cristales congelados con su garra de león. Cuando apartó la pata, la piel y las uñas se le habían quemado del frío intenso que desprendía la bola.
—Un chamán de las islas Aleutianas me enseñó este bonito hechizo —anunció Perenelle al mismo tiempo que se aproximaba a la esfinge.
De inmediato, la criatura intentó alejarse, pero el suelo estaba resbaladizo a causa del hielo de forma que, al apoyar todo su peso, el hielo se quebró y ella se desplomó bruscamente.
—Los aleutianos son expertos en nieve y en la magia del hielo. Existen muchos tipos diferentes de nieve —dijo la Hechicera—. Suave…
Copos de nieve del mismo tacto de una pluma brotaron de la bola de nieve y rodearon a la esfinge, siseando al acariciar su piel y derritiéndose en el instante que la tocaban.
—Dura…
Unos pedazos de hielo tan sólidos como una piedra empezaron a surgir de la bola y a quemar el rostro humano de la bestia.
—Y también existen ventiscas.
La pelota estalló. Unos copos de nieve especialmente gruesos explosionaron contra la criatura, cubriéndole así todo el pecho y el rostro. La bestia tosió en el momento que los gélidos cristales rozaron el interior de su boca. Escarbando con los pies, la esfinge intentó dar marcha atrás, pero una manta de hielo tapizó todo el pasillo. Alzó las alas, pero la capa de escarcha pesaba de tal forma que apenas lograba moverlas.
—Y, por supuesto, granizo.
Unas astillas del tamaño de un guisante y pedazos de hielo golpearon a la criatura ancestral. Perdigones y piedras de granizo empezaron a rebotar desde la bola de nieve, perforando así las alas de la esfinge.
Con un aullido sobrecogedor, la esfinge se giró y huyó.
Una avalancha de nieve siguió sus pasos al mismo tiempo que las piedras de granizo botaban en el suelo y se hacían mil pedazos al chocar con la bóveda del pasillo mientras repiqueteaban contra las puertas metálicas de las celdas. Unos copos de nieve bastante gruesos emergieron a lo largo de todo el pasillo. Los barrotes de hierro quedaron completamente destruidos por el frío polar; los ladrillos se desmenuzaron hasta convertirse en polvo y unos gigantescos pedazos de techo se desplomaron bruscamente por el peso del hielo.
La esfinge estaba a punto de alcanzar el extremo del pasillo cuando, de repente, todo el corredor se derrumbó, enterrándola así bajo toneladas de piedra y metal. Un instante más tarde, el hielo se desplomó sobre las ruinas del pasillo, sellando así los escombros que habían quedado atrapados bajo una capa subterránea de hielo tan dura como el propio hierro.
Perenelle se tambaleó mientras su aura se desvanecía alrededor de su cuerpo.
—Bravo, Madame —murmuró el fantasma de Juan Manuel de Ayala que en ese momento emergió de entre las sombras.
La Hechicera se apoyó cuidadosamente en la pared mientras intentaba recuperar el aliento y dejaba de jadear. Temblaba a causa del esfuerzo y aquel sacrificio le había provocado un dolor punzante en las articulaciones y músculos.
—¿La has matado?
—No lo creo —dijo Perenelle con tono agotado—. La he detenido, irritado, asustado. Pero mucho me temo que para acabar con la esfinge se necesita algo más que eso.
La Hechicera se dio media vuelta y, lentamente, subió las escaleras apoyándose en la pared para poder mantener el equilibrio.
—Lo de la nieve y el hielo ha sido impresionante —comentó De Ayala mientras flotaba por encima de las ruinas y admiraba la capa sólida de hielo que Perenelle había formado al final del pasillo.
—He estado a punto de intentar otra cosa, pero por alguna razón pensé en la imagen de las dos mujeres guerreras atrapadas en un bloque de hielo; parecían Valkirias…
—¿Un recuerdo? —sugirió De Ayala.
—Mío desde luego que no —susurró Perenelle.
Al asomarse a los rayos de sol matutino, Perenelle suspiró de alivio. Con los vestigios del aura que le quedaba, la Hechicera se rozó las heridas con la yema de los dedos con el fin de curarlas. Después entrecerró los ojos y ladeó la cabeza hacia el sol.
—Creo que son los recuerdos de Sophie —anunció un tanto perpleja. Entonces se le cruzó una repentina idea por la mente y se quedó completamente inmóvil—. Las Valkirias y Nidhogg han vuelto a este mundo —dijo atónita.
Instintivamente, la Hechicera se giró hacia el este y abrió los ojos. ¿Qué les habría ocurrido a Nicolas y a los mellizos? ¿En qué problema se habrían metido?