Vetala.
La Hechicera se giró y dijo la espalda a la criatura que había atravesado la telaraña. Obviamente, había estado durmiendo en esa misma celda. Perenelle había captado un leve movimiento justo en el instante antes de que ésta apareciera, pero no había sido lo suficientemente rápida para escapar de sus retorcidas garras. Una afilada uña le había arañado la piel. Sentía un escozor en el hombro y en el brazo, como si la hubieran quemado. Sabía perfectamente que debía Volver a un lugar donde pudiera recibir rayos de sol lo antes posible para poder curar la herida. Perenelle se estremeció ante la idea de saber la asquerosidad que podía esconderse bajo las uñas de aquella criatura.
Detrás del vampiro, la telaraña colgaba hecha jirones. Unas diminutas chispas verdes danzaban por ella. Perenelle se preguntaba si esas pequeñas luces habían sido las culpables de despertar a la criatura. Cada hilo reflejaba una parte de Nicolas, Josh y Shakespeare.
Y entonces la segunda criatura emergió de entre los pedazos de telaraña que oscilaban en la puerta.
Perenelle se percató de que las dos criaturas se asemejaban lo suficiente para ser gemelas. Sus rostros eran bellos, con delicados rasgos indígenas, de tez perfecta y gigantescos ojos marrones. Sabía que, justo antes de atacar, tenían las alas negras de murciélago alrededor de sus cuerpos, ocultando así la delgadez de sus cuerpos grisáceos y escondiendo las garras que tenían tanto en las manos como en los pies.
Corriendo a toda prisa por el pasillo, Perenelle logró alejarse de los Vetala mientras intentaba desesperadamente recordar lo que sabía sobre ellos. Eran criaturas primitivas con aspecto de bestia; criaturas nocturnas que adoraban la oscuridad y, al igual que muchos clanes de vampiros nocturnos, eran fotosensibles y no podían soportar la luz del sol.
Tenía que alcanzar las escaleras del otro extremo del pasillo… pero no se atrevía a girarse y empezar a correr.
De Ayala apareció detrás de los dos Vétala. El espíritu alzó las manos y pasó flotando a través de las criaturas. Gimió, emitió un aullido largo y aterrador que mostraba desesperación y absoluta soledad. El lamento retumbó una y otra vez en cada piedra húmeda que construía el pasillo. Los Vétala ignoraron al fantasma. Sus gigantescos ojos estaban fijados en la Hechicera. Tenían la boca ligeramente abierta, lo cual dejaba al descubierto una dentadura nívea y alineada. Sin embargo, las criaturas se relamieron y las mejillas quedaron húmedas por la saliva. La silueta de Ayala se tornó invisible y, de repente, se comenzaron a escuchar tales portazos sobre sus cabezas que incluso empezó a rociar polvo sobre ellos. Los Vétala ni siquiera se inmutaron. Sencillamente continuaron caminando hacia delante.
—Madame, no puedo ayudarte —dijo De Ayala desesperadamente mientras cobraba forma ante la Hechicera—. Es como si supieran que soy un fantasma y que no puedo hacerles daño.
—Parece que están hambrientos —murmuró Perenelle—, y saben que no pueden comerte.
De repente, Perenelle frenó en seco, pues acababa de darse cuenta de que los hilos de telaraña que permanecían detrás de los vampiros habían empezado a emitir un pálido resplandor de color verde. Logró vislumbrar la imagen de su marido perfilada con la inconfundible aura de menta.
—Perenelle.
La voz de Nicolas apenas era un tenue susurro. Perenelle distinguió un parpadeo de movimiento junto a él, pero entonces su aura se encendió, se iluminó de tal forma que el pasillo de Alcatraz se tiñó de un resplandor verde pálido.
La Hechicera conocía una docena de hechizos que le ayudarían a vencer a los vampiros, pero sabía que para utilizarlos tenía que activar su aura… y eso atraería a la esfinge. Estaba dispuesta a dar media vuelta y arrancar a correr; una vez alcanzara las escaleras correría a toda prisa para intentar llegar a la puerta antes de que las criaturas la derribaran. Estaba convencida de que podía lograrlo. Se trataba de criaturas de bosque; sus garras estaban diseñadas para caminar por la tierra suave y la corteza de árbol. Anteriormente, ya había visto cómo sus uñas se deslizaban y resbalaban sobre el suelo de piedra. Las alas de murciélago, que hasta el momento habían mantenido dobladas alrededor de sus cuerpos, también eran torpes y pesadas. Perenelle dio otro paso hacia atrás, acercándose así al rectángulo iluminado que había detrás de ella. Ahora que podía sentir el calor del sol en su espalda, sabía que estaba cerca de la escalera.
Y entonces, en los hilos de la telaraña ondeante, Perenelle observó a Sophie y a Josh, que se habían colocado a cada lado de su marido. Los tres la miraban detenidamente al mismo tiempo que fruncían el ceño. El aura de Nicolas empezó a iluminarse del color verde esmeralda. A su derecha, Sophie resplandeció de color plateado y Josh, a su izquierda, de color dorado. La telaraña brillaba como si de una linterna se tratara y todo el pasillo cobró luz.
—Perenelle.
Los dos Vétala se dieron media vuelta, bufando como gatos ante el sonido de la luz repentina. Fue en ese instante cuando Perenelle vio cómo su marido alargaba el brazo, con los dedos extendidos, para rozarla. Unas partículas de luz bailaban en las yemas de sus dedos… y justo entonces, la Hechicera supo qué se proponía hacer su marido.
—¡Nicolas! ¡Para! ¡Para ahora! —gritó.
Unas espirales erizadas y unos círculos retorcidos de energía plateada, verde y dorada empezaron a emerger desde los jirones de la telaraña. Siseando y chispeando, rebotaron sobre las paredes y el techo y después se arremolinaron alrededor de los pies de Perenelle, creando así un charco de luz que, de forma gradual, se sumergió en las piedras que conformaban el suelo. La Hechicera empezó a jadear en el momento en que una cálida oleada de energía empezó a fluir por sus piernas, ascendiendo poco a poco, pasando por el pecho hasta finalmente explotar en la cabeza. Multitud de imágenes danzaron por su mente; pensamientos y recuerdos que no le pertenecían.
La Torre Eiffel iluminada…
Nidhogg arrasando las calles de la ciudad…
Valkirias con su armadura blanca…
Las mismas mujeres atrapadas en un bloque de hielo…
Gárgolas arrastrándose por los muros de Notre Dame…
Los espantosos Genii Cucullati avanzando…
Sin que ella lo deseara, el aura de Perenelle empezó a cobrar vida alrededor de su cuerpo, emitiendo una luz blanca y glacial. De inmediato su cabello se expandió formando una cubierta oscura tras ella.
—¡Nicolas! —gritó Perenelle en el mismo instante que la telaraña se ennegrecía hasta convertirse en polvo y su aura se desvanecía—. ¡Me has matado!
Y entonces, aullando desde las profundidades de Alcatraz, se escuchó el grito triunfante de la esfinge.
Incluso los Vétala se giraron y huyeron despavoridos.