El doctor John Dee se paseaba por la explanada de llegadas del aeropuerto de Londres. No se sorprendió al encontrar a un hombre ataviado con un traje de dos piezas negro, camisa blanca y gafas oscuras, sujetando un cartel con el nombre Dee impreso cuidadosamente en él. El Mago había hecho una llamada para informar a las oficinas en Londres de Enoch Enterprises de que iba a llegar.
—Soy el doctor John Dee —anunció mientras le entregaba a aquel hombre su maleta pero mantenía consigo la bolsa donde guardaba su ordenador portátil.
—Sí, señor. Le he reconocido. Sígame, por favor. Dee enseguida advirtió un leve acento de Oriente Medio en aquel hombre; estaba casi seguro de que era de origen egipcio. Siguió al extraño hasta una limusina negra y anónima aparcada justo en la zona de llegadas del aeropuerto, donde estaba prohibido estacionar. El conductor abrió la puerta trasera y se hizo atrás; en ese instante, las ventanillas de la nariz de Dee captaron un aroma familiar y, de inmediato, se percató de que el coche y el conductor no habían venido de parte de su empresa. Durante un segundo, Dee pensó en dar media vuelta e huir… pero entonces se dio cuenta de que no tenía adónde ir.
—Gracias —respondió educadamente mientras se deslizaba hacia el oscuro interior del vehículo.
La puerta se cerró con un chasquido suave y neumático. El olor en el compartimento cerrado era suficientemente intenso para impedirle respirar. Se sentó tranquilamente y escuchó el ruido sordo que produjo el conductor al colocar su maleta en el maletero; momentos más tarde, el coche arrancó suavemente y se dirigió silenciosamente hacia una curva. El Mago posó la bolsa que contenía su ordenador portátil junto a él. Después se giró para observar la figura encapuchada que sabía, sin duda alguna, que estaría sentada al otro lado del asiento de cuero. Dibujando una sonrisa forzada, el Mago realizó una leve reverencia.
—Madame. Debo admitir que estoy sorprendido, y encantado, por supuesto, de verte aquí.
La figura que permanecía en la sombra se movió y el cuero del asiento crujió. Acto seguido, la luz interior del coche se encendió y Dee, aunque ya sabía qué vería por el olor que aquella criatura desprendía, no pudo evitar quedarse atónito y con la mirada fija y aterrada sobre la gigantesca cabeza de gato que tenía a tan sólo unos pocos centímetros de distancia. Gracias a la luz, el Mago pudo distinguir claramente los colmillos y los gruesos bigotes de la bestia. La Oscura Inmemorial Bastet alzó la cabeza y clavó sus enormes ojos amarillos de pupilas rasgadas en él.
—Realmente, empiezas a caerme mal, doctor John Dee —gruñó.
El doctor tuvo que obligarse a sonreír. Acto seguido, bajó la vista de sus afilados colmillos y se sacudió una mota de polvo invisible de la manga.
—Ahora ya formas parte de la mayoría; caigo mal a muchas personas. Pero lo justo es justo —añadió con indulgencia—. Yo también siento aversión y poca simpatía por muchas personas. De hecho, por la mayor parte de personas. Pero créame, Madame, en el fondo sólo velo por vuestro interés.
De repente, la luz se apagó y Bastet volvió a hacerse invisible en la oscuridad.
Una idea se cruzó por la mente de Dee y éste, enseguida, preguntó:
—Creí que tu aversión por el hierro te impedía utilizar comodidades modernas como el coche.
—El hierro no me resulta tóxico, a diferencia de otros Inmemoriales. Puedo tolerarlo durante breves periodos de tiempo. Y este vehículo está compuesto, básicamente, de fibra de carbón.
Dee asintió con gesto serio mientras filtraba la información que Bastet acababa de proporcionarle: el hierro no era tóxico para todos los Inmemoriales. Él siempre había supuesto que fue precisamente la aparición de este material lo que alejó a los Inmemoriales de este mundo. Después de más de cuatrocientos años a su servicio, había cantidad de información que aún no conocía.
El coche redujo la velocidad y después se detuvo. A través de la ventanilla polarizada, Dee sólo lograba vislumbrar el semáforo rojo. Esperó hasta que la luz cambió a verde antes de volver a pronunciar palabra.
—¿Puedo preguntarte qué he hecho para enojarte? —murmuró. Le satisfacía comprobar que era capaz de mantener la voz firme, sin temblores.
Bastet era una Inmemorial de la Primera Generación y una de las primeras soberanas de Danu Talis. Después de que la isla se sumergiera, se convirtió en objeto de veneración durante varias generaciones en Egipto; además varios países y culturas, como la inca o la china, honraban a los felinos en memoria de aquella época en que Bastet caminaba por el antiguo mundo humano.
Dee percibió el sonido del papel crujir y el girar de las páginas. En ese instante se percató de que la Inmemorial estaba leyendo en absoluta oscuridad.
—Eres la encarnación de los problemas, doctor Dee. Puedo olerlo en esa ridícula aura de azufre que posees —respondió mientras se distinguía el sonido del papel haciéndose trizas de forma metódica y lenta—. He examinado detenidamente tu expediente, y la verdad es que la lectura no ha sido muy inspiradora. Quizá fueras nuestro primer agente en este mundo, aunque pongo en duda que hayas sido especialmente útil. Has fracasado una y otra vez en tu misión de capturar al matrimonio Flamel y has dejado un rastro de muerte y destrucción a tu paso. Tu tarea era proteger la existencia de los Inmemoriales y hace tan sólo tres días destruiste no sólo uno, sino tres Mundos de Sombras interconectados. Esta última aventura en París casi desvela nuestra presencia a los seres humanos. Incluso permitiste que Nidhogg arrasara las calles de la capital francesa.
—Eso, en realidad, fue idea de Maquiavelo… —empezó el Mago.
—Varios Inmemoriales piden tu destrucción —continuó Bastet con un gruñido profundo.
La frase sorprendió tanto al Mago que éste se quedó sin palabras.
—Pero yo sirvo a los Oscuros Inmemoriales con lealtad. Lo he hecho durante siglos —protestó con tono lastimero.
—Tus métodos son crueles, anticuados —prosiguió la Inmemorial con cabeza de felino—. Fíjate en Maquiavelo: es como un bisturí, limpio y preciso; tú eres una espada de dos filos, ordinario y torpe. Antaño estuviste a punto de convertir esta misma ciudad en cenizas. Tus criaturas asesinaron a un millón de humanos en Irlanda, y ciento treinta mil perecieron en Tokio. A pesar de todas estas pérdidas humanas, no has logrado capturar al matrimonio Flamel.
—Me dijeron que capturara a los Flamel y el Códex utilizando todos los medios que necesitara. Ésa era la prioridad —contestó bruscamente Dee un tanto enfadado—. Hice lo que tenía que hacer para lograr el objetivo. Y permíteme que te recuerde que, hace tres días, entregué el Libro de Abraham el Mago.
—Pero incluso en esa misión fracasaste —susurró Bastet—. El Códex estaba incompleto; faltaban las dos últimas páginas.
La respiración de la Inmemorial cambió y, de repente, Dee fue consciente, incluso en la oscuridad que reinaba en el interior de la limusina, de que Bastet había acercado peligrosamente sus puntiagudos colmillos al rostro de Dee.
—Mago, tú gozas de la protección de un Inmemorial muy poderoso, quizás el más poderoso de todos, y ello te ha mantenido con vida durante mucho tiempo —continuó Bastet. Sus ojos amarillos y brillantes cobraron vida en la sombra; tenía las pupilas tan finas como el filo de un cuchillo—. Cuando otros han pedido tu castigo, o tu muerte, tu maestro te ha protegido. Pero me pregunto, y no soy la única, ¿por qué un Inmemorial como el que te protege utiliza una herramienta tan defectuosa como tú?
Esas palabras lo dejaron paralizado.
—¿Cómo me has llamado? —murmuró finalmente. Tenía la garganta completamente reseca y sentía que la lengua era demasiado grande para el tamaño de su boca.
Los ojos de Bastet centellearon.
—Una herramienta defectuosa.
Dee se quedó sin aliento. Intentó calmar sus latidos, que le bombeaban el pecho. Habían pasado más de cuatrocientos años desde la última vez que había escuchado aquellas tres palabras, pero las tenía perfectamente grabadas en su memoria. Jamás las había olvidado. De muchas formas, esos tres términos habían determinado su vida.
Estaban conduciendo por el corazón del Londres del siglo XXI. El Mago cerró los ojos e intento recordar la última vez que se había sentido así, la última vez que había escuchado aquellas palabras, y sintió que retrocedía en el tiempo hasta situarse en el Londres de Enrique VIII.
Ciertos recuerdos, enterrados pero jamás olvidados, le vinieron a la mente. Sabía perfectamente que la Inmemorial había utilizado esas palabras a propósito y no por accidente. Bastet le estaba demostrando cuánto sabía sobre él.
Era 23 de abril de 1542, un día lluvioso y frío en Londres, y John Dee estaba frente a frente con su padre, Roland, en la casa que tenían en la calle Thames. Dee tenía entonces quince años, aunque aparentaba más edad, pero en aquel instante se sintió como un crío de diez. Tenía las manos cerradas en los puños detrás de la espalda y era incapaz de moverse. Sentía miedo de pronunciar palabra, apenas podía respirar y el corazón le latía con tal fuerza que todo el cuerpo le temblaba. Sabía que si se movía, aunque sólo fuera un ápice, se desplomaría, o daría media vuelta y correría por la habitación como un niño pequeño. Si hablaba, no podría evitar romper a llorar. Pero no estaba dispuesto a demostrar su debilidad delante de Roland Dee. Sobre el hombro derecho de su padre, a través de una diminuta ventana, John podía vislumbrar la parte más alta de la Torre de Londres. Se quedó quieto y en silencio, de forma que su padre continuó con la lectura.
John Dee siempre supo que era un niño diferente.
Cuando tan sólo era un crío ya resultaba más que evidente que poseía un don, una habilidad extraordinaria para las matemáticas y las lenguas era capaz de leer y escribir en inglés, en latín y en griego. Además, él mismo se había enseñado francés y algo de alemán. John estaba completamente dedicado a su madre, Jane, quien siempre se posicionaba a favor de él y en contra de su padre dominante. Animado por su madre, John invirtió todos sus esfuerzos en asistir a la institución universitaria de St. John, en Cambridge. Pensaba, y tenía la esperanza, que su padre estaría encantado ante tal idea, pero Roland Dee era un comerciante textil que ocupaba un puesto poco importante en la corte de Enrique y que incluso sentía cierto temor ante ese tipo de educación. Roland había sido testigo de lo que les ocurría a aquellos hombres de la corte que habían recibido una educación sólida: era muy fácil ofender al rey y quienes lo hacían a menudo acababan en la cárcel o muertos y despojados de cualquier tierra, o fortuna que poseyeran. John sabía que su padre quería que él siguiera con el negocio familiar, y para ello no necesitaba más educación que la capacidad de leer, escribir y sumar una columna de números.
Pero él ansiaba más.
En aquel día de abril, en 1542, finalmente reunió el coraje suficiente para confesarle a su padre que asistiría a la universidad, con o sin su consentimiento. Su abuelo, William Wild, había accedido a pagar las cuotas, así que el joven se había matriculado sin el permiso de su padre.
—De acuerdo, pero si vas a esa escuela, después, ¿qué? —preguntó Roland mientras se acariciaba su poblada barba con rabia—. Te llenarán la cabeza de tonterías inútiles. Aprenderás tu latín y griego, tus matemáticas y filosofía, tu historia y geografía. Pero ¿de qué me sirve a mí? ¿O a ti? No tendrás suficiente con eso. Querrás acumular más sabiduría y eso te conducirá a ciertos caminos, hijo mío. Jamás te sentirás satisfecho, porque jamás sabrás lo suficiente.
—Di lo que quieras —respondió como pudo el niño de quince años—. Voy a ir.
—Entonces te convertirás en un cuchillo tan afilado que apenas resulta útil: te convertirás en una herramienta defectuosa… ¿Y de qué me puede servir a mí una herramienta defectuosa?
El doctor John Dee abrió los ojos y se centró, una vez más, en las calles del Londres moderno.
Apenas mantuvo contacto con su padre después de aquel día, ni siquiera cuando encerraron al viejo en lo más alto de la Torre de Londres. Dee se marchó a Chelmsford y, más tarde, se fue a la Universidad de Trinity recientemente fundada. Enseguida se labró una reputación que aseguraba que era uno de los hombres más brillantes de su época. Había momentos en que recordaba las palabras de su padre y reconocía que Roland Dee había estado en lo cierto: su búsqueda por la sabiduría era insaciable, lo cual le condujo a caminos oscuros y peligrosos. En última instancia, le condujo a los Oscuros Inmemoriales.
Y en algún lugar en lo más profundo de su mente, en el rincón más oscuro y secreto donde guardaba y enterraba los recuerdos más dolorosos, merodeaban esas tres amargas palabras.
Una herramienta defectuosa.
Sin importar todos sus logros sus extraordinarios éxitos, sus fantásticos descubrimientos y sus asombrosas precisiones, incluso su inmortalidad y su relación con personajes que habían sido venerados durante generaciones como dioses y mitos, aquellas tres palabras le molestaban ya que, en secreto, temía que su padre también hubiera tenido razón en eso. Quizás era una herramienta defectuosa.
El Mago se aclaró la garganta, levantó la frente del cristal de la ventanilla, dibujó una risa burlona en el rostro y se giró hacia el sombrío interior del coche.
—No tenía la menor idea de que guardaban un expediente sobre mí.
Bastet cambió de postura y el cuero del asiento crujió.
—Tenemos expedientes y archivos de cada ser humano, mortal e inmortal, que está a nuestro servicio. El tuyo parece ser mayor que toaos los demás juntos.
—Me halaga.
—No debería. Es, tal y como he dicho, una letanía de fracasos.
—Me decepciona que lo veas de esa forma —dijo Dee en voz baja—. Afortunadamente, no respondo ante ti. Respondo a una autoridad más alta —añadió con la sonrisa burlona aún en el rostro. Bastet bufó como un gato cuando le agarran por la cola—. Pero basta de cortesías —continuó el Mago mientras se frotaba las manos—. ¿Qué te ha traído a Londres? Creí que habías regresado a tu mansión de Bel Air después de nuestra aventura en el Valle Mili.
—Hace unas horas alguien de mi pasado contactó conmigo —informó la Oscura Inmemorial con un tono de voz que reflejaba su cólera—. Alguien que pensé que había muerto, alguien con quien jamás hubiera querido volver a hablar.
—No estoy seguro de que eso tenga que ver conmigo… —empezó el Mago.
—Marte Ultor contactó conmigo.
Dee se irguió. En ese instante sus ojos ya se habían adaptado a la oscuridad, de forma que podía distinguir la silueta de la cabeza gatuna de Bastet en la sombra con la ventanilla rectangular de fondo.
—¿Marte ha hablado contigo?
—Por primera vez en siglos. Me ha pedido que te ayude.
Dee asintió. Cuando había abandonado las catacumbas, el Inmemorial aún no había respondido a su oferta de llevar a los mellizos a París y obligar a Sophie a deshacer el hechizo.
El cuero volvió a crujir y el olor a felino que desprendía la Diosa se intensificó.
—¿Es cierto? —preguntó la Inmemorial. Estaba tan cerca de Dee que éste tuvo que retroceder para evitar su apestoso aliento.
El Mago giró la cara y parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos.
—El… —tosió—. ¿El qué es cierto?
—¿Puedes liberarle? La Bruja le condenó; y se trata de una condena que no piensa perdonar.
Una de las razones de por qué el Mago inglés había sobrevivido en la corte letal de la reina Isabel y durante siglos posteriores era que él jamás hacía una promesa que no podía cumplir, o una amenaza que no pensaba llevar a cabo. Se tomó un segundo para considerar la respuesta y, con sumo cuidado, intentó mantener su expresión neutral. A pesar de la oscuridad que reinaba en la parte trasera del vehículo, sabía perfectamente que la Inmemorial de cabeza de gato veía a la perfección, pues la oscuridad no impedía su visión.
—La Bruja ha transmitido toda su sabiduría y tradiciones populares a la chita, Sophie, de la cual sabemos con certeza que es uno de los mellizos de la leyenda. Incluso la joven admitió que sabía cómo invertir el hechizo, pero cuando Marte le pidió le rogó, que lo hiciera, ella se negó. Todo lo que tengo que hacer es darle una buena razón para que la próxima vez que se lo pidamos no se niegue —explicó. Después esbozó una sonrisa y añadió—: Puedo ser muy persuasivo. —La Oscura Inmemorial gruñó—. Al parecer, la idea no te entusiasma. Pensaba que estarías encantada de tener a alguien como Marte en tus filas.
La Inmemorial soltó una carcajada, un sonido horrendo.
—Tú no sabes nada sobre Marte Ultor, el Vengador, ¿verdad?
El Mago permaneció en silencio unos segundos antes de contestar.
—Conozco algunos de los mitos —admitió.
—Antaño fue un héroe; después se convirtió en un monstruo —relató Bastet en voz baja—. Una fuerza de la naturaleza difícil de amansar, impredecible y mortífero.
—Parece que no le tienes mucho aprecio.
—¿Aprecio? —repitió Bastet—. Le quiero. Y precisamente porque le quiero no creo que sea una buena idea que merodee por este mundo otra vez.
Un tanto confundido, Dee negó con la cabeza.
—Pensaba que necesitaríamos a Marte en la batalla que libraremos en breve.
—Es más que probable que su rabia devaste este mundo y todos los Mundos de Sombras que lo rodean… Por ello, algún héroe humano o un guerrero Inmemorial se verá obligado a destruirlo por completo. Al menos, en las catacumbas, sé dónde está y sé que está a salvo.
Dee intentaba desesperadamente dar sentido a lo que estaba escuchando.
—¿Cómo puedes afirmar que le quieres y, sin embargo, preferir que esté condenado a esa muerte en vida?
Dee sintió más que escuchó el silbido de las uñas cortando el aire que vagaba cerca de su cara. Percibió el sonido de las uñas clavándose y rasgando el cuero del asiento. Cuando se decidió a hablar, la voz de la Inmemorial temblaba de emoción.
—Las culturas humanas han llamado a Marte con varios nombres a lo largo de los años. Yo le llamo Horus… y es mi hermano pequeño.
Atónito, Dee se recostó en el asiento.
—Entonces, ¿por qué la Bruja le condenó? —preguntó—. Estás sugiriendo que ese hechizo, en realidad, le protege.
—Porque ella le quería más que yo. La Bruja de Endor es su esposa.